miércoles, 29 de octubre de 2014

La idiotez de los selfies

Reconozco que soy un dinosaurio, y por lo tanto padezco una esclerosis progresiva en relación con lo tecnológico que me dificulta asimilar las modas, ese vertiginoso pasar cada mañana al galope por encima de lo que ayer era nuevo y hoy ya es solo arqueología. Así, me pone de los nervios tener que cambiar todo el rato de móvil, las actualizaciones constantes de todas las aplicaciones, que las cosas se te queden obsoletas en las manos antes de que hayas tenido tiempo de salir de la tienda, o que no haya manera de arreglar nada porque ese modelo ya no se fabrica y te sale más barato comprarte otro.
Fuente: Wikipedia
Hala, ya me he desacreditado solo, de modo que el que quiera puede dejar de leer estas quejas de anciano descatalogado. Pero al resto, y sobre todo a los que pasaron su infancia conmigo en el Jurásico, os quiero regalar algunas reflexiones en relación con la penúltima de las estupideces globalmente aclamadas: los selfies.
Cuatro décadas antes de que naciera el Sr. Selfie, yo ya me había hecho unos cuantos. Pero obviamente no vengo aquí a reclamar ninguna clase de autoría: es sabido que los autorretratos fotográficos nacieron a la vez que el invento de la fotografía; o mejor dicho, que los daguerrotipos, siendo célebre el de Robert Cornelius de 1839.
Pero al autorretrato al que aquí me refiero es al típico selfie moderno, el del brazo estirado y tu cara llenando casi todo el plano, con un rinconcito de nada para que se vea —o no— el fondo que supuestamente justifica la foto. Ahí va la autofoto más antigua que he conseguido encontrar, en la cumbre del pico Tesorero, en Picos de Europa, con mi amigo Nacho Huidobro.
Selfie -que no sabía que lo era- de mediados los 70
De entonces para acá tengo un buen montón, aunque cuando pasan a ser abundantes es a partir del comienzo de este siglo, coincidiendo con la invasión de las cámaras digitales y la subsecuente orgía fotográfica. Hasta entonces dar al “klic” era un compromiso, pues el número de balas de tu cámara era limitado, y para ver el resultado había que esperar y pagar. Pero con la llegada de las digitales, el número de intentos pasó a ser ilimitado, y verificar los resultados instantáneo. Un notabilísimo avance, qué duda cabe (esta afirmación tiene valor doble, viniendo de un dinosaurio).
Peeeero, y ahí está el quid de la cuestión, hay una sola cosa que justifica ayer, hoy y siempre, la existencia de los autorretratos: la imposibilidad de que un tercero participe. La cosa puede deberse a que no hay nadie más a quien solicitar que te haga la foto, o a la falta de un emplazamiento fiable donde dejar la cámara para darle después al automático (se adjunta ejemplo)
En medio de los campos de lava de Lanzarote, felizmente solo
Otra alternativa es que, aunque sí pudiera haber alguien a quien pedirle ayuda con la foto, no tienes ninguna gana de hacer partícipe del momento a nadie más. Esos son los típicos selfies de parejita, recuerdos de viaje o de situación en donde puede que dé igual incluso dónde estabas, y lo importante es con quién, o lo que en ese momento ocurría. Esto nos puede suceder a cualquiera en determinadas y singulares ocasiones; y no es malo de suyo, antes al contrario (nuevo ejemplo)
Selfie correcto, qué importa dónde
A los adolescentes, ya lo sean por edad o por inmadurez mental, las circunstancias anteriores se les presentan todo el rato, porque “qué corte, pedirle a alguien la foto…” Total, que se la hacen ellos mismos, una y otra y otra foto más, poniendo cara de idiota, gestos, muecas y otras patochadas de esas que hacen con naturalidad delante del espejo, pero que no se atreverían a hacérselas a nadie a la cara, y menos aún a un desconocido.
No pasa nada, los adolescentes son así, seres descarados y vergonzosos embarcados en la búsqueda de su propia identidad, de su imagen ("Quién o qué soy yo?... ¿este?” —selfie y carita— “o ¿este otro?” —nuevo selfie, nueva mueca—), sorprendidos ante todo lo que les rodea (“Mirad, colegas, dónde he estado este verano” –más selfies- “Y lo que vais a flipar es con quién estuve…” —selfie especial, directo a facebook y twitter-)
Lo que me termina de matar es que esa actitud idiota, que aún con todo es comprensible y casi hasta tolerable en los adolescentes, se haya convertido en gesto de hipotética naturalidad y campechanía adoptado por adultos teóricamente maduros, cultos y responsables. Cuando Obama, Leonardo DiCaprio o Fernando Alonso se hacen un selfie (momento que es inmortalizado por miles de periodistas, lo que evidencia que no se trata de un selfie por falta de terceros)… ¿lo hacen para enseñarles después a sus padres y amigos en dónde o con quién han estado? ¿ Para reafirmar quién son y hasta dónde han llegado? O casi peor aún, ¿intentan demostrar que continúan siendo adolescentes…?
Fuente: beevoz.com
Lo más desconcertante del conocido selfie anterior no es intentar imaginar qué les habrán comentado a sus allegados los protagonistas de la foto (lo mismo cosas tipo: "amigas, mirad que trío me monté el otro día con dos sajones"; o "¿os gusta la rubia...? ¡pues es la Primera Ministra danesa!"), o el cabreo monumental que se agarró Michelle Obama —¡Ay, celosilla...!— sino que la bromita en cuestión sucedió en pleno funeral de Nelson Mandela. Hace falta ser muy, pero que muy adolescente, o muy idiota, para no darse cuenta de lo absolutamente inapropiado de la cosa.
Me despido pues con este consejo de dinosaurio: pasados los diecisiete, autorretratáos sólo en intimidad, ya sea intimidad de uno o de grupo justificadamente exclusivo; pero no hagáis ostentación de tal cosa, si conserváis un mínimo de sentido del ridículo.

lunes, 27 de octubre de 2014

Asimetrio: Pipocando

Más música de Asimetrío. En esta ocasión, una canción que lleva por título Pipocando; título que requiere de cierta aclaración para los luso parlantes, y una explicación completa para el resto.

En portugués pipoca significa palomitas de maíz, y por tanto "pipocar" viene a ser algo así como "hacer lo mismo que hacen las palomitas", que en el momento de dejar de ser semilla de maíz para convertirse en ellas mismas no es otra cosa que saltar de acá para allá, caóticamente y al azar. Contextos donde ese término tiene sentido son, por ejemplo, una fiesta, un mercadillo o cualquiera otra de esas reuniones tumultuosas en donde uno anda saltando sin rumbo de un corrillo a otro. También sería aplicable a situaciones de inquietud, a revoltijos saltarines como un cumpleaños infantil, una desbandada de bichos o de gentes ante un súbito peligro, cosas así.

En el caso concreto de esta canción, a lo que se refiere es simplemente al insomio, fatídica y molesta somatización de quién sabe qué tensiones internas, que afecta tanto al que lo padece como al que intenta dormir a su lado sin conseguirlo, gracias a los permanentes giros y saltos de su compañero, que se pasa la noche... "fazendo o mesmo que faz a pipoca"; esto es, Pipocando.

Tranquilos, que Pipocando, aunque es una alegoría del insomnio, no es una composición angustiosa sino descriptiva. Plantea por ello una idea sencilla, rápida y obsesiva, que regresa una y otra vez,con pequeñas variantes, y entre la que se intercalan episodios balsámicos (ya veréis qué delicia el clarinete de Neville), que son algo así como "por fin, ya caigo, ya me duermo, que gusto, que suave deslizarse..." Pero no: regresa la idea obsesiva, tan sencilla como obstinada, en una especie de bucle irresoluble. Por momentos el cabreo y la tensión crecen, harto ya de dar saltos en la cama, con la percusión emulando el tic-tac del reloj en la mesilla. Luego regresa la sensación de paz, de que por fin me voy, de que estoy durmiéndome... 

Para saber cómo acaba la historia, basta pinchar en siguiente enlace:



Que la disfrutéis.

Y felices sueños...


sábado, 25 de octubre de 2014

Si vas al centro, mejor andando (II)

Ya estoy aquí de nuevo, con más aventuras automovilísticas, Aunque en este caso, la verdad es que la historia más que de un conductor en apuros trata de un peatón forzoso. Forzoso y merecido, porque hace falta ser idiota para entrar al galope de los n caballos de tu coche en una ciudad como Toledo. Y he dicho “n caballos” porque no tengo ni la más remota idea de cuántos de esos equinos virtuales tenía aquel coche o ninguno otro. Ya sé que para muchos su coche es un signo estatus, una referencia de posición social, incluso una prolongación de su ego… o de alguna parte concreta de su anatomía (cosa que siempre pensé que delata disconformidad con la dotación que les proporcionó de serie la madre Naturaleza). Yo, que para esto también soy rarito, considero a mi coche un magnífico electrodoméstico, al que le estoy sinceramente agradecido, pero hacia el que no siento veneración singular. También amo a mi frigorífico -qué extraordinaria habilidad la suya para tener a punto mi cerveza- o a mi horno –cosa incomparablemente más cómoda que la hoguera- pero no voy por ahí presumiendo o hablando de ellos, tipo: “A ti, ¿qué tal te funciona tu nevera?, ¿no te hace escarcha?, ¿cuántos pingüinos de potencia tiene…? Pues yo me acabo de comprar un horno deportivo…”
Que cada cual se  relacione con sus sus electrodomésticos como considere oportuno. Lo cierto es que vinieron para quedarse —por suerte— y si los sabes usar te hacen la vida más fácil. Y si no pues… veamos otro ejemplo, emparentado con el que ya os conté de Daroca.
Anécdota nº 2: Toledo
Ese singlar enclave, ese fortín natural circunvalado y protegido por tres de sus cuatro costados por la hoz del Tajo, es considerado un lugar mágico desde mil años antes de que llegaran los romanos, y la cosa esotérica tiene allí una de sus sedes permanentes. ¡Anda que no llevan pasadas cosas inexplicables en ese vórtice astral…! Además, y para ayudar, el hombre lleva tres mil años construyendo y reconstruyendo en ese preciso lugar un laberinto encima de otro, y su conjunto relega el del Minotauro a la categoría de juego infantil. Si llegan a soltar allí a Teseo, seguro que todavía andaba dando vueltas.

Una de las máximas del laberinto toledano es que están prohibidas las paralelas y las perpendiculares: si dos individuos van por la misma calle y uno de ellos se mete por la primera calle que se encuentre (por ejemplo, a la derecha), y el otro se mete por la calle siguiente (obviamente, también a la derecha), no hay posibilidad alguna de que vuelvan a encontrarse jamás. Sus respectivos itinerarios girarán, subirán, darán vueltas, y finalmente desembocarán en alguna calle o plazuela, que podrá estar en cualquier sitio respecto a la calle de partida; pero los dos nunca llegarán a la misma calle.
Otra de las genialidades del laberinto toledano es que es absolutamente tridimensional, cosa que resulta una completa sorpresa, porque según llegas a Toledo lo primero que crees percibir —es una trampa— es que la ciudad se enclava en un “alto” rodeada por el río Tajo, que está “abajo”. Con esa premisa espacial en tu cabeza, si estás en medio de la ciudad y arrancas a andar calle abajo, y sigues, y sigues, instintivamente piensas “me estoy alejando del centro, y dentro de poco llegaré al río, en el borde exterior de la ciudad” ¡Error!: lo más probable es que desemboques en alguna callejuela o plaza minúscula desde la que te toque subir de nuevo, para donde sea, sin que hayas visto el río por ninguna parte. Y si lo que haces es ir para arriba, con la esperanza de llegar al centro, con lo que darás será con alguna otra plazuela o calleja desde la que divisarás los edificios emblemáticos del centro, allá a lo lejos. Alguien intentó explicarme que ello se debe a que, como Roma, Toledo se levanta sobre siete colinas. Pero me parece una explicación demasiado simplista y que no resuelve lo constatado; sobre todo, lo referente a eso de ir para abajo, para abajo, para abajo, y no llegar nunca al río.
Aceptando ya pues, sin ambages, el componente mágico e imposible del laberinto toledano, destacaré ahora lo que acontece con las gentes que por allí pululan. Miles, siempre miles y miles, entre las que es prácticamente imposible encontrar a un toledano (ellos viven en los barrios modernos construidos al norte del Casco Histórico, que es a lo que aquí me estoy refiriendo como “Toledo”), siendo los asiáticos uno de sus grupos raciales más enigmáticos: junto a la catedral, a cualquier hora del día o de la noche y cualquier día del año, hay siempre una representación importante, que en ocasiones suma varios centenares. Pues bien, esta gente “brota” allí, surgen quién sabe de dónde, acaso de alguna secreta boca de metro que conecta con el centro de Tokio o de algún agujero de gusano cuyo otro extremo se enclava por aquellas tierras. Porque en el resto de la ciudad puedes ver aisladamente a alguno de ellos, pero allí, indefectiblemente, se arraciman.
Fuente: paleorama.wordpress.com
Y obviando a chinos y similares, la masa popular en su conjunto fluye de forma misteriosa por estas calles. Como referencia, propondré un experimento que cualquiera puede poner en práctica. Vete a la plaza de Zocodover, al Alcázar o a algún otro enclave similar, y ponte a andar por una calle importante. Sin duda, te verás arrastrado por una ingente marea humana; pero si sales de la vía principal por la primera callejuela que se te ocurra, en menos de cincuenta metros (te recuerdo que no pueden hacerse 50 metros en línea recta: habrás tenido que torcer, subir, bajar, etc.) estarás absolutamente solo, sin nadie, en silencio. Para regresar a la calle principal deberás desandar exactamente lo andado, porque si intentas algún itinerario alternativo jamás regresarás al punto de partida. Bien, una vez de vuelta, déjate llevar de nuevo por la marea. Ésta te llevará a algún aparente destino, tipo plaza o edificio emblemático —si es la Catedral estará cercada por cientos de chinos a los que no habrás visto por el camino— en la que habrá bastante gente, sí… pero ni remotamente la que correspondería a la avalancha que estás acompañando. Y ahora viene lo más mágico: la muchedumbre ni está en el hipotético destino de la peregrinación ni continúa camino en ninguna dirección: las callejuelas que parten desde allí estarán desiertas, y por la gran avenida por la que te has dejado arrastrar tampoco regresará casi nadie…
Podría seguir tres páginas más relacionando magia toledana; pero luego siempre me decís que mis entradas son demasiado largas, de modo que vamos con lo del coche.
Toledo, además de todo lo ya dicho, es la capital administrativa de Castilla-La Mancha, región no precisamente pequeña —es como Austria- de esa cosa extraña llamada España, que es de facto una República Federal con rey. Y si trabajas para la administración manchega, tienes indefectiblemente que pasar por Toledo, como me sucedió a mí con cierta frecuencia hace ya un porrón de años, a raíz de un trabajo que tenía que ver con la ordenación ambiental de las riberas del Tajo. En una de esas ocasiones, en las que tenía reunión en un edificio institucional y emblemático del centro, venía de no recuerdo donde más que apurado, y pensando que si buscaba un parking para dejar el coche y seguir andando hasta mi cita llegaría demasiado tarde, decidí meterme a saco hasta la cocina. Total, ya conocía aquello, más o menos, y como la reunión iba a ser muy breve me valdría cualquier rincón en donde el coche cupiese sin entorpecer el tránsito. En un cuarto de hora estaría de vuelta, de modo que, arreando.
Entra por aquí, gira para allá, sube, sube, sube, tuerce, sigue para arriba… aquí no cabe, sigue… aquí no, que no dejo girar… a ver en esa placita… ¡perfecto!: lo pego a la pared de la iglesia, junto al árbol, y listo. Bajo del coche y continúo a pié cuesta arriba, callejeando y tirando de intuición. Si consigo llegar a la Calle del Comercio, luego ya es sencillo, de modo que sigo para arriba… y en seguida doy con mi calle de referencia y su bullicio de siempre. Cinco minutos después llego a mi cita, y al cuarto de hora ya está todo resuelto. Sólo queda regresar a la Calle del Comercio, y seguir luego hacia abajo, hasta la placita con iglesia en donde está mi coche.
Todo lo que habéis leído en los párrafos anteriores (exceptuando el último), son cosas que ahora sé —y vosotros conmigo— pero que entonces no sabía, de modo que ya podéis imaginaros cómo siguió la cosa.
Dejo mi calle de referencia y me meto por la que creo que es. A los cincuenta metros, soledad absoluta. Continúo calle abajo, sigo, bajo unas escaleras que no me suenan para nada… —¿Era por aquí…?— hasta que llego a una calle transversal cuyos dos extremos retrepan ladera arriba —¿Y esto...?— Obviamente no era por aquí. Subo, creyendo seguir el camino de bajada, pero no debe ser así, porque no llego a la Calle del Comercio, sino a otra placita con iglesia, que se parece a la que busco pero que no es —Pero bueno… ¿y ahora…?- Intento preguntar a varios transeúntes, pero los que entienden mi idioma, que son los menos, me reconocen que no son de allí y que no conocen el nombre de las calles. Por fin alguien me deja su mapa, y entre los dos conseguimos desentrañar, más o menos, dónde estamos y cómo se llega a mi calle de referencia. Una vez en ella reculo, calle arriba, y me meto por otra callejuela, que tampoco llega a ninguna parte. Consigo regresar y lo intento de nuevo por la siguiente, y por la siguiente, con idénticos resultados. Convencido de que por ese procedimiento jamás llegaré a mi coche, decido preguntar al empleado de alguna tienda, y me meto en una confitería, que anuncia mazapanes y otros dulces.
   Perdona, no quiero nada; es que me he perdido, he dejado el coche en una placita, junto a una iglesia… aquí mismo… pero no recuerdo exactamente dónde…
La pastelera, regordeta y campechana, me dirige una mirada que mezcla compasión y sorna.
    Que yo conozca, en el Casco Histórico hay unas cincuenta iglesias, casi todas con su placita delante. Aunque si añades conventos, sinagogas, mezquitas y otros edificios que son o fueron de culto, y que tienen pinta de templo, seguro que suman más del doble… Como no me des más datos…
Mi mirada de respuesta mezcla la vergüenza y la comprensión. ¿Y qué le cuento? ¿Que había algunos árboles y otros escasos coches aparcados? ¿Que estaba empedrada? ¿Que de ella partían callejones estrechos y en cuesta? ¡Pero si así es medio Toledo…!
La solución que adopté fue lógica, aunque esforzada: siguiendo calles importantes conseguí salir de nuevo del casco, para circunvalarlo después hasta dar con la calle por la que había entrado, siguiendo el mismo itinerario que había hecho a la llegada, hacía ya varias horas. Aún así me costó, pero finalmente di con la placita, en donde me esperaba plácidamente mi coche… con una multa de recuerdo en su parabrisas, para darle aún más emoción al fin de fiesta.
Menos mal que, a la pastelera, decidí comprarle unos mazapanes con los que endulzarme el regreso.
Por cierto que a Toledo he vuelto después de aquello en un montón de ocasiones, por trabajo o por placer, pero siempre aplico el mismo criterio: directo a un aparcamiento; y después, al centro, mejor andando.  

viernes, 17 de octubre de 2014

Si vas al centro, mejor andando (I)

Que nadie se asuste, que no tengo nada que ver con la Sra. Botella ni con ninguna otra autoridad municipal. El título no es un slogan sino una recomendación sincera, aunque en su versión corta, que para eso es un título. Desarrollada, la cosa quedaría así: “Si vas a visitar el centro de una ciudad histórica, no se te ocurra hacerlo en coche: mejor, vete andando”.
Seguro que todos habéis vivido jugosas aventuras, perdidos con vuestro coche en medio de algún laberinto medieval urbano. Pues yo os voy a ir dejando aquí alguna de las buenas. Y como ya sé que todos andamos siempre mal de tiempo, lo haré de una en una (de ahí el “I” del título). En breve volveré con más.
Reíd a gusto. Pero después, bebáis o no, recordad mi consejo: “si vas al centro, no conduzcas”
Anécdota nº 1: Daroca
Daroca es una preciosa ciudad medieval situada en el extremo sur de la provincia de Zaragoza, lindando casi con la de Teruel. La llegué a conocer bastante, pues a principios de los noventa participé en los trabajos previos a la construcción de la autovía Sagunto-Teruel-Zaragoza, conocida ahora como Autovía Mudejar. Por cierto, que la autovía en cuestión dejó descolgada Daroca —pasa como a diez kilómetros al este—, cosa que dudo que los darocenses hayan perdonado, pues la antigua carretera sí pasaba y sigue pasando por allí. Pero de verdad que no fue a mala uva: Daroca se enclava en un recodo del río Jiloca que pilla totalmente a trasmano para ir de Teruel a Zaragoza, y la nueva autovía acorta el itinerario un montón de kilómetros.
Gente ingeniosa y austera, los aragoneses en general y los darocenses en particular. Como muestra, un botón: En la intención de fomentar las actividades económicas de la zona, que ya estaban bastante tocadas antes de la puntilla de la autovía, se decidió construir un polígono industrial. Bueno, lo que en realidad se hizo fue plantar un montón de viales en medio del campo, con la esperanza de que a alguien se le ocurriese ir a instalarse allí. La cosa no tenía demasiada buena pinta, ya desde el principio, a pesar de que a la entrada del “polígono” dispusieron un enorme cartel que decía: “SE VENDEN PARCELAS INDUSTRIALES”. Y es aquí donde entra el contundente humor aragonés: un vecino de la localidad tuvo a bien rematar el cartel escribiendo debajo, con letras igual de grandes: A QUE NO. Lo preciso de su vaticinio puede verse en la foto siguiente, sacada del Google Maps, la cual muestra la situación del “polígono” veinte años después.

Fuente: google.es/maps
Bueno, a lo que íbamos con lo del coche.
Una tarde en la que acabé razonablemente pronto de recorrer alternativas para el trazado de la autovía, decidí dedicarle un rato al turismo cultural e ir a conocer los restos de las murallas árabes que coronan la ciudad. Conocía bien las que están junto a la carretera, pero no las de los cerros de enfrente, menos restauradas y accesibles. Subí por estrechas callejuelas, tiré el coche en un rincón cercano a la ermita de Nazaret y trepé hasta las murallas siguiendo sendas y trochas. Como sospechaba, el emplazamiento y relativo descuido de estas ruinas las dotaba de mayor encanto aún que el que poseían las espectaculares murallas del flanco contrario, estéticamente emparentadas con las de Ávila (nada menos, por otra parte; aunque éstas son musulmanas en lugar de cristianas).
Murallas del este de Daroca, que están como un pincel (fuente: aunclicdelaaventura.com)

Murallas del oeste de Daroca, gloriosamente deterioradas (fuente: musica-antigua-daroca.es)
A la vuelta ya oscurecía, y anduve distraído dejándome llevar cuesta abajo, zigzagueando por el laberinto de callejuelas irregulares, plazuelas y patios. Aquello no era tan grande, de modo que di por sentado que dos o tres manzanas más adelante ya estaría en alguna calle importante. Y casi fue así; pero sólo casi…
Fuente: Fotocommunity.es
En medio de fuerte ladera, desemboco en una placita no mucho mayor que un cuarto de estar, de la que parten dos estrechos callejones. El de la izquierda más que calle parece un precipicio, y todo apunta a que puede rematar en escaleras, de modo que cojo el de la derecha, que no tendrá más de dos metros de ancho. Veinte más adelante, mi calleja gira en ángulo recto —Pues sí que estamos buenos… pero dar marcha atrás aquí, de culo cuesta arriba para llegar a la microplaza de antes me parece fuera de mi alcance, de modo que intento el giro —¡Toma ya pericia, y toma ventajas de tener un coche pequeño…!—Curva imposible superada. Y al fondo ya se ve la luz y se oyen los ruidos de una calle de verdad. Estoy saliendo. Sólo tengo que concentrarme y moverme a cámara lenta, porque la infracalle por la que me deslizo parece estrecharse más y más. Llego a un pasadizo, para colmo en ligera curva, y entonces... ¡Raaaaaajjj…! (raspón en el espejo retrovisor de la derecha). Bajo la ventana y lo pliego. Luego hago lo mismo con el de la izquierda —Venga, hombre, que ya casi estoy— ¡Riuuuujjj…! Ahora raspo el de la izquierda, y eso que estaba plegado —¡Por Dios…!— ¡Raaaaaajjj…!, ¡Riuuuujjj…!, ¡Reeeejjj!... Sinfonía de arañazos en estéreo, ejecutada tanto por ambos espejos como por los dos laterales del coche —Pues ahora sí que la hemos jodido…— Más embutido que la salchicha de un perrito en su pan, intento tímidamente dar marcha atrás (¡Raaaaaajjj…!, ¡Riuuuujjj…!), luego para adelante (¡Reeeejjj!, ¡Riooooojjj!). Y todo esto a dos metros de desembocar en una calle de verdad. Bajo las ventanas, llamo a nadie, hago sonar el claxon… Gente que pasa por mi calle prometida se para, se asoman y comienza a formarse un corrillo.
(léase el siguiente diálogo empleando, cuando corresponda, acento aragonés)
—¡Oigan… los de ahí fuera….! ¿Pueden ayudarme…?— grito, a través de la ventanilla abierta, por la estrecha rendija que queda entre coche y pared.
—Pero… ¿Ande vas, maño…?— Responde socarrón y perplejo uno de los transeúntes del corrillo, regordete con pinta de labriego
—Me he quedado atascado… Estoy rozando por los dos lados…
—¿No has visto el letreo, pues…?
—¿Qué letrero…? ¡No había ningún letrero…!
—Vaya que si lo hay, arriba en la placica… Pero ya da igual.
—¿Y ahora qué hago…? El coche no sale ni para adelante ni para atrás… ¿Podían llamar a los bomberos?
–Y ¿qué les decimos…? ¿Qué traigan un abrelatas de los gordos…?— Era lo que me faltaba. El cachondeo se extiende por el corrillo, que no deja de aumentar, mientras yo me siento cada vez más idiota.
—Dale pues, que esto al final se queda sólo en chapa y pintura…
Regreso a la polifonía de metal, ladrillo y adobe (¡Raaaaaajjj…!, ¡Riuuuujjj…!, ¡Reeeejjj!), aunque ciertamente el coche consigue avanzar, centímetro a centímetro, camino de su liberación
—Venga, echarse para atrás y hacer sitio, que Daroca está pariendo un coche— remata su actuación mi consejero, para alborozo de sus paisanos.
Al final el tío tenía razón en casi todo: en la plazuela sí había un cartel que indicaba mínima anchura; pero aquello no fue solo chapa y pintura: fue chapa, pintura y bochorno.

Estrechuras como esa creo que no he pasado nunca, ni en el peor final de mes ni escalando la más angosta chimenea; aunque peripecias automovilísticas de similar calado sí tengo alguna más. Pero tal como acordamos, os dejo descansar. Dentro de poco volveré con más diversiones... como el cerdito Porky.

jueves, 16 de octubre de 2014

Algunas mentiras clamorosas sobre la salud y la alimentación


La inmensa mayoría de las cosas que aceptamos están ahí por convenio, por deducción, porque nos fiamos del consenso general. Yo puedo comprobar personalmente si es de día o de noche, si tengo dinero en el bolsillo o quién es mi vecino; pero no tengo cómo comprobar personal e inequívocamente a qué distancia está la Luna de la Tierra, si realmente existió Napoleón o el tamaño de China. Todos nos fiamos de lo que nos cuentan cuando nos fiamos de las fuentes que lo hacen. Pero en ocasiones esas fuentes no son tan nítidas o unánimes, y lo que al final acaba prevaleciendo como versión consensuada es lo que la “sabiduría popular” construye mediante interpretaciones, que por desgracia con frecuencia son simplistas e incluso equivocadas.
Un ejemplo de lo anterior: “si sufres un corte de digestión nadando en aguas profundas podrías morir ahogado, pues no es fácil nadar, vomitar y respirar a la vez". Cogiendo ese argumento de partida, y a base de darle vueltas, ha terminado por instalarse en el inconsciente colectivo el convencimiento de que, tras comer lo que sea, incluso una pieza de fruta, es obligatorio esperar al menos dos horas antes de bañarse. Se parte de una evidencia, a la que se da forma de bienintencionado consejo, y acaba saliendo un disparate.
Me voy a entretener arremetiendo contra varios ejemplos de eso mismo, más gordos y dolosos. Y que conste que ya sé que lo que sigue son anatemas, tanto para la versión oficial asentada por inercia entre las masas como para los intereses incalculables de los vendedores del deporte, de las dietas, de los productos “saludables” y de todo ese universo de cosas carísimas que nos dan tan poco y que nos privan de tanto.
El que quiera contrastar que busque una pizca (evitando conspiranoicos y otros desorientados), y verá como lo que sigue no es tan descabellado.

EL DEPORTE ES SALUD
Fuente: deeporteysalud.blogspot.com.es
Mentira clamorosa. El deporte, que no es sino la ritualización de la guerra, es una actividad muy beneficiosa para la sociedad -mejor la guerra ritualizada que la otra- y sin duda para el individuo, porque es divertido, desarrolla nuestra fuerza de voluntad y resistencia, fomenta el trabajo en equipo, etc.
Pero todo lo anterior lo hace a costa de la salud, porque hacer deporte no es “hacer ejercicio” (eso que es saludable), sino hacerlo compitiendo, forzando el cuerpo para ganar.
El ardid, la estupidez, es confrontar el deporte al sedentarismo. Es como si alguien dice “beber dos litros de vino al día es salud”, no porque lo enfrente a la alternativa de beber dos litros de agua, sino a la de morir deshidratado. ¡Pues claro, obvio…! El deporte es salud, si su contrario es el sillón y la tele. Pero si no, no. Sin ninguna duda.
EL COLESTEROL, POR DEBAJO DE 200
Fuente: enplenitud.com.
Mentira clamorosa. Esto es una idiotez de tal calibre que me entretendré poco en ella. Consultar a cualquier médico de confianza y que no tenga interés alguno en empresas de yogures milagrosos o de estatinas sintéticas, y podrá confirmároslo. Lo cual no obvia, lógicamente, que las dietas basadas en el embutido sean un disparate, que pasar de 250 no sea recomendable y que rondar los 300 sea comprar papeletas para un infarto.
Pero eso de bajar de 200 es una referencia disparatada, ficticia, inalcanzable –e insana- para el común de los mortales pasados los 40 años.
LA CALORÍA COMO REFERENCIA NUTRICIONAL
Fuente: obtengamasingresos.blogspot.com.es
Mentira clamorosa. Una caloría es un concepto físico: la cantidad de energía necesaria para aumentar la temperatura de un gramo de agua en un grado centígrado. Pero nuestros cuerpos no son máquinas de serie, y el metabolismo funciona de manera específica para cada individuo, variando además a lo largo de su vida. Por otra parte, los alimentos tampoco equivalen a combustibles homogéneos, y su “poder calorífico potencial” nada tiene que ver con lo que tu cuerpo es capaz de aprovechar en cada momento, por lo que la simplificación de las calorías es una completa tontería.
Por buscar una equivalencia, sería algo así como usar la demografía como valor absoluto para deducir cómo es determinada sociedad. Por ejemplo: si en EEUU, que son 316 millones, hay 256 premios Nobel, en China, que son 1.357 millones deberán ser 1.100 los premiados con ese galardón, ¿no es así? Pues no: sólo tienen 3. Y como China tiene 516 medallistas olímpicos, pues Alemania, que son 80 millones, deberá tener 31, ¿no? Pues vaya, tampoco sale, porque tienen 811. La fiabilidad de las calorías es similar. Y eso lo sabe todo el mundo, médicos, nutricionistas de todos los pelos… No es ya que lo sepan, es que lo proclaman (podéis mirar donde queráis y veréis que es así). Pues bien, da igual: todos los alimentos llevan inscrita esa quimera de las calorías que les corresponden a efectos metabólicos (para colmo: los criterios que se aplican para determinar las calorías de cada alimento son de finales del XIX, y ya nadie los acepta), todas las máquinas de ejercicios te dicen cuántas calorías has gastado, todas las dietas se referencian a la ingesta de calorías… ¡Pero si la caloría es un concepto físico inaplicable al metabolismo…! ¿No es de coña?
EL ÍNDICE DE MASA CORPORAL, ASÍ SIN MÁS, COMO REFERENCIA DE OBESIDAD
Tal como se usa el IMC, estamos ante otra mentira clamorosa, aunque el índice en sí mismo, pobrecito mío, no es que sea culpable de nada. Es obvio que aporta más información decir “fulanito mide 1,80 y pesa 80 kilos”, que decir únicamente “fulanito pesa ochenta kilos”; y el IMC es simplemente  eso, añadir al peso el dato de la altura. Pero es ridículo pretender que esos dos datos sean suficientes para decirme si estoy flaco o gordo. Esto está también más que trillado y lo reconoce todo el mundo (me refiero a médicos y similares): influyen decisivamente el sexo, la edad, la complexión, el tipo de vida… Pero sin embargo ahí está, como tótem incuestionable, especialmente desde que los zumbaos de la OMS santificaron la IMC, a pelo y sin matices, como referencia para decir quién es obeso y quién no.
Sólo como ejemplo: mido 161 cm y peso 74 Kg. Mi IMC es consecuentemente 28,55; es decir, tengo un sobrepeso muy considerable, a punto de entrar en la categoría de obeso Tipo I. Vale, no estoy en forma; pero obeso… ¿no es un poco excesivo? Va foto de ahora mismo (sin camisa y de perfil, para que quede más claro). 
Aunque no esté de acuerdo, voy a aceptar que ahora soy un cetáceo. Pero es que, a juicio del IMC, siempre lo fui, y eso sí que es ya directamente una broma. Porque hasta que dejé de fumar, hace 10 años, yo siempre había pesado entre 65 y 68 kilos, y con ese peso estaba hecho un toro: hacía fondo (corría maratones), jugaba al fútbol de lateral, escalaba como una lagartija… Si calculo mi IMC de entonces, sale lo siguiente: 161 cm, 67 Kg = 25,85. O sea, sobrepeso. Va otra foto de aquél gordo, a comienzos de los noventa.
LOS VEGETARIANOS SON MÁS SALUDABLES Y VIVEN MÁS
Fuente:notirivas.com.
Mentira clamorosa. Si lo que oponemos es una dieta vegetariana equilibrada a una dieta carnívora compulsiva, es obvio que es más saludable la opción vegetariana. También era más sano beber dos litros de vino al día que morir de sed, o hacer deporte que ser un completo sedentario. Pero habida cuenta de que el hombre es fisiológica, anatómica y metabólicamente omnívoro, no parece razonable considerar que una dieta contra natura pueda ser más saludable que una dieta pro natura. Sería algo así como decir que los osos, los jabalíes o los erizos –que como nosotros, también son omnívoros- deberían comer sólo vegetales; o pretender que raparse la cabeza y tatuársela es más saludable que dejarla con su pelo. Una cosa es que, por ideología o por la razón que sea, decidas llevar una dieta vegetariana, vivir en los árboles o renunciar a hablar. Vale, son opciones; pero pretender que es más natural o más saludable hacer esas cosas que comer de todo, vivir en el suelo y charlar… pues lo siento, pero no.
Al margen de opciones personales, es cierto que excluir la carne de la dieta permite reducir ciertos problemas de salud, como los riesgos cardiovasculares; pero también lo es que aumenta otros, como las posibilidades de padecer anemia o falta de calcio. Y respecto a lo de mayor longevidad… pues no lo dirán por los indios, en donde viven más de 400 millones de vegetarianos -el 40% de la población- y cuya esperanza de vida es de 66 años, frente a los más de 82 de España o los 77 de los uruguayos, carnívoros empedernidos donde los haya.
Lo que sí está más que probado es que comer poco y de todo, en especial pescado y vegetales, aumenta la longevidad, siendo los japoneses en general, y los de Okinawa en particular, los mejores ejemplos al respecto. 
Fuente: las-terrenas-live.com
Otra cosa es que yo, personalmente, prefiero quedarme en 82 a base de jamón, ensaladas con aceite de oliva y buen vino, en lugar de llegar a los 100 a base de hambre, pescado crudo y algas.
Fuente: entrenamiento.com


Qué se le va a hacer. Uno es como es.

miércoles, 8 de octubre de 2014

¡Cuidadín con los cajeros…! (tres anécdotas surrealistas)

Si es que son cosas extrañas, sobrenaturales. Una especie de altares ubicuos del dios Dinero con plenos poderes sobre nuestro destino: si les da por ahí, pues te dicen que sí y hala, a vivir que son dos días y a gastar que para eso eres el rey del mambo; y si te dicen que no, sea por causas justificadas o inventadas, pues eres indigente y tendrás que ver cómo te las apañas para llegar a casa cuanto antes.

Con lo esotérico en general, y los cajeros vaya si lo son, me llevo raro. Una especie de extraña relación amor/odio que me hace vivir las cosas más variopintas. Y con los cajeros tengo algunas historias francamente buenas, claramente por encima de la media. Porque a todo el mundo le suceden en los cajeros cosas más o menos absurdas, pero las tres que aquí os dejo son de categoría. Las expondré en orden creciente de surrealismo y absurdidad
La cabina
Ocho de la tarde de una tarde de invierno, húmeda y oscura. Voy en coche desde el centro de Madrid hacia la carretera de La Coruña. No llevo nada en metálico, y como quiero comprar algo antes de llegar a casa intento recordar dónde tengo un cajero de camino en el que sea fácil bajarse y sacar dinero sin tener que aparcar. —Ah, sí… hay un BBVA al principio de la calle Hilarión Eslava— recuerdo; de modo que me dirijo hacia allí y paro en la puerta. Pongo el warning y salgo arreando bajo la llovizna.
Hay un cajero fuera y otro a cubierto, en la antesala de la sucursal, hacia el que me encamino. No sé si por lo inhóspito de la tarde o por qué razón, el caso es que, en contra de mi costumbre, cierro el pestillo al entrar. Saco el dinero, y cuando voy a salir… me quedo con el pestillo en la mano. Lo miro perplejo. —¡No me jodas, esto es una broma…!—. Intento colocarlo de nuevo, pero no hay manera. Tiene un mecanismo extraño, algo se ha soltado y resulta imposible engancharlo. Intento por aquí, por allá… Despacito, a lo burro… Nada. Veo el teléfono de emergencias impreso en una pegatina junto al cajero… pero el mío está en el coche (total, si iba a ser un momento), el cual me espera ahí afuera, indiferente, con sus intermitentes parpadeando.
Un bulto pequeñito se acerca por la calle en penumbra —¡Eh, oiga…! ¡Señora…! ¡Señora—…!— grito inútilmente desde mi pecera al tiempo que aporreo los cristales. Dos ojos como platos se asoman por debajo del paraguas… y la señora sale de allí tan rápido como puede —¡Pero señora, no se vaya… que estoy encerrado…!—. Miro para la derecha, para la izquierda… Nadie. Me planto delante de la cámara de seguridad –Oigan, ¿me están viendo…? Esto no es una broma, es que me he quedado encerrado, y me he dejado el teléfono en el coche… no puedo llamar… ¿pero hay alguien viendo esto…?–. Agito los brazos delante de la cámara, salto… Caigo en la cuenta de lo ridícula que es la situación y del ridículo que estoy haciendo, y yo solo me echo a reír –Vale, no hay nadie viendo esto ahora. Es una grabación, y lo veréis mañana, o cuando sea. Pues cuando lo hagáis, descojonaros todo lo que queráis… pero después mandad a alguien a que arregle el pestillo.
Un rato después veo acercarse a un hombre de mediana edad, enfundado en su gabardina. Para no asustarlo como a la señora del paraguas finjo estar operando en el cajero, mientras sostengo el picaporte en la mano. Luego me vuelvo y hago como que lo del pestillo me acaba de suceder. Miro sonriendo a mi insospechado salvador, mientras le muestro la pieza rota con un gesto de sorpresa y le animo a abrir la puerta. Enseguida lo hace —¡Gracias…! Fíjate qué tontería: me acabo de quedar con el pestillo en la mano… Yo que tú lo intentaba mejor en el cajero de fuera– le comento aparentando naturalidad mientras me dirijo hacia el coche, imaginándome la juerga que se van a pasar al día siguiente los del banco al ver la grabación (si es que alguien la ve).
(Para los lectores no españoles o muy jóvenes: “La Cabina” es un mítico thriller surrealista del cine español de los 70, un mediometraje que narra la aventura de un desdichado individuo que queda encerrado sin remedio dentro de una cabina telefónica)
Rendijas insondables
Algunos años después de lo anterior, una mañana soleada me acerco a sacar dinero del cajero de ya no recuerdo qué banco. Estoy currando y voy con prisa, con mi carpeta llena de papeles, la agenda, planos… Saco el dinero, y mientras lo guardo dejo un momento la tarjeta sobre la repisa del frente del cajero; pero, entorpecido por el follón de cosas que llevo encima, empujo con la agenda la tarjeta y ésta se cuela por una insólita rendija que tiene el cajero entre el frente vertical de la pantalla y la repisa del teclado. Miro a la maquinita y no me lo creo —¡Mi tarjeta…! ¿Pero dónde está…?—. Me asomo, rasco con la uñita… meto una hoja de papel por la rendija… Nada. Pues hala, a contárselo a los del banco.
-  Buenas, que se me ha colado la tarjeta en el cajero…
-  ¿Se le ha olvidado a usted el pin?, ¿lo ha tecleado mal varias veces…?
-  No, es que la tarjeta se me ha colado por una rendija. Por una rendija del cajero…
-  ¿Por una rendija? ¿La ha intentado usted meter por la de salida de los billetes…?
-  No, no, no ha sido por ahí: se me ha colado por un agujero… por un sitio raro…
-  ¿…un sitio raro…?
- Pues sí, coño, sí: una raja que tiene en medio la mierda esa de cajero que tenéis ahí fuera… ¿quieres salir y te la enseño…?
Fuente: patentados.com
Los empleados del banco se miran unos a otros con cara de mosqueo. ¿Un loco? ¿Una nueva modalidad de timo o atraco? Sale el director de la sucursal.
- Buenos días, ¿qué le sucede?
- Buenos días, pues le estaba contando aquí a su compañero que se me ha colado la tarjeta dentro del cajero, y…
- No se preocupe: en cuanto cerremos revisaremos el cajero y nos pondremos en contacto con usted. Estas cosas pasan a veces… ¿La tarjeta estaba a su nombre?
- Que no, joder. O sea, si, si estaba a mi nombre, pero no se la ha tragado el cajero por su sitio normal, por el de meter la tarjeta, sino por una rendija absurda que tiene éste cajero en medio... o sea, en medio de la cosa física del cajero… de la caja del cajero… de la estructura…

Supongo que descartan el atraco y se quedan con lo del loco. Salen fuera conmigo el director del banco y el empleado que me atendió primero, y les enseño ufano la puñetera rendija –Por aquí, por aquí mismo— les digo mientras repaso la grieta emboscada con mi dedo. Se acaban de golpe las reticencias y se instala un ambiente de cachondeo que mal consiguen disimular –Pues vaya, qué curioso… no nos había pasado nunca— Ceremonia repetida de asomarse, rascar con la uñita, pasar una hoja de papel –Pues nosotros no la podemos sacar. Avisaremos a los de mantenimiento, para ver cómo se accede a esa parte del cajero. Pero tranquilo, que de ahí no sale. En cuanto la recuperemos, nos pondremos en contacto con usted ¿Podría pasar a darnos sus datos…?—. El director, todo un profesional, consigue guardar la compostura. Pero su empleado se aguanta como puede, al borde de la carcajada.
Mazinger Z
Tras una cena de amigos, a las tantas de la noche, decido parar en un cajero porque la reunión me ha dejado la cartera seca. Ando por la Plaza de Castilla, cerca de donde ahora están construidas las nuevas cuatro torres y entonces estaba la Ciudad Deportiva del Real Madrid. La velada ha sido magnífica, lo que inevitablemente merma mi psicomotricidad, y supongo que es por eso por lo que, tras operar en el cajero, al ir a recuperar la tarjeta ésta se me escapa volando y aterriza en la papelera —¡Tres puntos…! Estoy hecho un fenómeno… En fin, a ver dónde está…—. Meto la mano en la pequeña papelera, por suerte llena tan solo de papeles arrugados y similares, y la toco con la punta de los dedos; pero se me escurre hacia abajo, nadando entre el papelamen –Vaya por Dios…—. Sigo escarbando, papelera abajo, hasta que la tarjeta llega a lo que es el fondo de este peculiar recipiente, de poco más de cuatro dedos de ancho y dos cuartas de profundidad. Sujeto la tarjeta de canto, con dos dedos; y cuando voy a sacar el brazo… sorpresa: ¡estoy atrapado…! —¡Pero coño…!—. Giro el brazo, tiro suavemente, luego más fuerte, agarro la papelera con la otra mano mientras pego un tirón ya más enérgico, y consigo sacar el brazo de la estructura externa de la papelera, pero llevándome puesta la cestilla interior, como si fuera la manga de un abrigo. Mejor dicho, la manga de un robot, de 10 x 25 x 40 cm, metálica y reluciente. Y en la puntita de los dedos, asomando apenas del miembro robótico por las rendijas que conforman el suelo de la cestilla, la tarjeta —¡No me jodas…! ¡Pero si soy Mázinger Z…!
Fuente: photoinstants.com
Todas las cervezas, vinos y chupitos de la noche se ponen a bailar en mi cabeza y estallo en carcajadas, mientras levanto mi brazo blindado y saludo a la cámara, dejando caer a mi alrededor todos los papeles que contenía la papelera. Cuando consigo serenarme un poco, tras intentar infructuosamente liberarme de la prótesis bancaria pero aún del mejor de los humores, me dirijo a la cámara de seguridad, como al parecer empieza a ser mi costumbre –Oigan, que esto ha sido un accidente, que se me ha caído la tarjeta dentro, y al ir a cogerla, pues, ¡zas!, me he quedado enganchado… Y ahora no sale… de modo que me la voy a tener que llevar… Yo qué sé, ya la devolveré cuando me la consiga quitar y pase de nuevo por aquí…
Intentando mantener una actitud razonablemente digna, cosa poco menos que imposible con la absurda pinta asimétrica de cangrejo espacial que tengo, me dirijo hacia el coche. El brazo preso es el derecho. A ver qué tal para conducir…Pues fatal. No hay manera de cambiar y así no hay quien conduzca, de modo que se acabó la juerga y empieza el lío. A las tres de la mañana, en un barrio de oficinas desierto ¿a dónde voy a pedir ayuda? Recuerdo entonces que hay una gasolinera a un par de manzanas, y para allá que me voy.
Al llegar no hay nadie repostando, y un empleado somnoliento lee algo en la caja nocturna. Según me ve abandona su lectura, levanta el ventanuco de cristal y me pregunta que qué deseo, a lo que yo respondo plantándole en la bandeja mi brazo robótico –Mira lo que me ha pasado, en el cajero del banco de al lado…—. El hombre pega la nariz al cristal, abre los ojos de par en par y suelta una carcajada que resuena en toda la gasolinera. Al alboroto acude un compañero, que debía andar por el almacén —¡Mira tío, mira que flipe…!— Yo río con ellos, al tiempo que les insto a que hagan algo más. Instantes después están los dos fuera, con un espray de jabón líquido de limpiar los baños y otro de aceite lubricante, que por suerte no hará falta utilizar, pues dejándome el brazo chorreando jabón (obviamente el atasco se ha producido piel contra metal, sin jersey ni nada interpuesto), consigo liberarme de mi ortopedia, la cual acabé regalando como trofeo a mis dos salvadores, que seguramente pasaron la noche de guardia más divertida de su vida.
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Hace tiempo que no me pasa nada en los cajeros. Pero no bajo la guardia: si ya me han pasado tres historias tan absurdas como las que os acabo de contar, nada me garantiza que no me esté esperando una cuarta. Y si eso ocurre, ya me encargaré de encontrarle el ángulo más simpático para venir aquí a contárosla.