jueves, 27 de noviembre de 2014

Secuelas de la esclavitud


Estaba con una entrada relativa al periodismo paternalista (ya la terminaré y la colgaré otro día), cuando me ha llegado una noticia que ha hecho que me hirviera la sangre, como dice mi amiga Ana Vázquez, cuyo blog —mucho más visceral y reivindicativo que el mío— desde aquí abiertamente os recomiendo: quecabreotengo.blogspot.com.es
La noticia en cuestión era la de que, en un lejano y teóricamente civilizado país, de cuyo nombre prefiero no acordarme, acaban de sobreseer la muerte de un chaval de dieciocho años a manos de un policía. La cosa sucedió el agosto pasado, en pleno día y plena calle, sin que mediara ningún atraco o disturbio: una simple disputa, una regañina que sube de todo, se va a más… y acaba así. El chico no estaba armado, como ha podido constatarse; y a mí, personalmente, me importa un pito si había levantado las manos para entregarse, como dicen unos, o si en la disputa había terminado por atacar —con las manos— al agente, como otros aseguran: éste lo frió a tiros, allí mismo. Le disparó doce veces, acertando seis. Dos, en la cabeza.
Soy biólogo, ya lo sabéis, y de leyes sólo tengo una ligera idea, por pura cultura general; pero lo anterior es indiscutiblemente un homicidio. Porque “homicidio” —algo de latín sí sé— es simplemente eso: el acto de que una persona le quite la vida a otra. Pues no va a haber juicio, ya que al parecer la cosa es tan obvia que no hace ni falta: fue legítima defensa.
¿Alguien puede considerar justificado disparar doce veces, acertando seis de ellas —dos, en la cabeza— para apaciguar a un exaltado, suponiendo que ese fuera el caso? Seis disparos —dos, en la cabeza— contra un chaval desarmado, ¿puede ser una actitud proporcionada de legítima defensa?
Como mínimo, huyendo de disparates vengativos y siendo más que generosos (imaginemos que el crío era un oso enajenado, que el policía entró en pánico, etc.), el desenlace civilizado para una cosa así habría sido apartar de por vida del servicio a ese policía (¿cómo va a seguir patrullando armado un energúmeno como ese?), que el Estado asumiera la responsabilidad civil subsidiaria por el homicidio involuntario del joven, que se lavara la imagen de éste, y que se compensara generosamente a la familia por el fatídico suceso. Pues no, no va a haber nada de eso. El policía en cuestión queda limpio de polvo y paja, y “hala, a apatrullar la ciudad”, que diría Torrente.
¡Ay, perdonad…!: me acabo de dar cuenta de un detalle que no he citado y que por lo visto lo explica todo: el policía era banco, y el chaval, negro.
La cosa apesta de tal modo, da tal vergüenza ajena, tal asco, tanta pena… Y la explicación es así de simple: se trata de una secuela de la esclavitud. Otra más. Si, de la esclavitud, algo que parece tan lejano pero que en realidad aún colea en medio mundo, incluida la totalidad de América y el resto de territorios que las potencias europeas de los últimos 500 años explotaron inundándolos de mano de obra esclava; de gentes arrancadas de sus tierras y convertidas en ganado por el terrible delito de que sus sociedades era tecnológicamente inferiores; porque eran “menos civilizados”, según el término entonces acuñado, en un despiadado alarde de sarcasmo.
Por cierto, y ya que hemos puesto en marcha el ventilador: los mayoristas y abastecedores fundamentales de la demanda europea de esclavos fueron los árabes, a los que eso de clasificar a los seres humanos en gente, por una parte, y herramientas, por otra, no parece que históricamente les haya supuesto un gran conflicto: ¡LA ABOLICIÓN DE LA ESCLAVITUD EN ARABIA SAUDÍ FUE DECRETADA POR EL PRÍNCIPE FAISAL, EL 2 DE JUNIO DE 1963…! (yo tenía cuatro años...)
No he estado nunca —aún— en Norteamérica, pero tengo amigos que nacieron allí y otros residiendo, y todos me cuentan que, aunque en las películas quede muy bien eso de que casi todos los jueces sean negros, y aunque Obama también lo sea, aquella es una sociedad absolutamente estratificada, con un mínimo nivel de mestizaje (según el United States Census Bureau, en 2010 no llegaban al 2,5%), y las desigualdades sociales son étnicamente clamorosas: las clases altas están formadas en su inmensa mayoría por blancos, y las bajas por otras razas.
A Sudamérica sí he viajado algunas veces, y mantengo estrecha relación con Brasil, país notablemente mestizo (según estadísticas oficiales, son mezcla de diversas etnias más del 40%… aunque los brasileños que conozco opinan que deben ser muchísimos más). Pero obviando ahora la mayor o menor propensión a la promiscuidad de la sangre latina respecto a la sangre sajona, lo cierto es que allí también sucede algo parecido: hay un claro desequilibrio étnico de las clases sociales, de manera que los integrantes de las clases más favorecidas son en su mayoría blancos, y los más pobres son negros o mestizos.
Pero ¿cómo iba a ser de otra forma? Hace poco hablaba aquí de que el machismo que aún aqueja a nuestra sociedad se debe a que hace sólo tres siglos que empezó a desvanecerse el monopolio absoluto del poder por parte de los hombres ¿Sabéis el mínimo tiempo que hace desde que desapareció la esclavitud de la “normalidad” internacional… obviando delirios como el ya citado de Arabia Saudí? (por favor: dejemos para otro momento las nuevas formas de esclavitud). Pues vamos a echar la cuenta, y veréis qué sorpresa:
-       En USA, la esclavitud no fue efectivamente abolida hasta el final de su guerra civil, en 1865.
-       En Brasil, la celebérrima Ley Aurea que acabó con ella data de 1888
-       En nuestra civilizadísima y europeísima España, la esclavitud fue legalmente abolida el 7 de octubre de 1886 (¡joder, 73 años antes de mi nacimiento, en vida de mis abuelos…!)
Redondeando, podemos situar la cosa en el último tercio del siglo XIX.
Consecuentemente, los antecedentes de un chaval de 18 años como el frito a tiros que motiva esta reflexión, descendiente de africanos raptados de su tierra, podrían ser más o menos así:
-       Su padre debió nacer en el último tercio del siglo XX. Pongamos que en los ochenta. En su país ya se extinguían los ecos del Black Power, y ciertamente las cosas estaban mejor de lo que habían estado hasta entonces, a efectos legales. Pero solo a efectos legales y no en todo el mundo: en Sudáfrica el Apartheid se encontraba en pleno apogeo.
-       Su abuelo, padre del anterior, nacería a mitad del siglo XX. Lo dejaremos en 1950. Son los tiempos de Luther King, del Movimiento por los Derechos Civiles...
-       Su bisabuelo debió nacer en los alegres veinte. Alegres para los parisinos, porque por aquellas tierras era la época dorada del Ku Klus Klan.
-       Su tatarabuelo nació ya a finales del XIX. En aquellas tierras fueron los tiempos de las leyes de Jim Crow, que de facto propiciaron una extrema segregación racial, llegando incluso a suponer la denegación del derecho de voto.
-       ¡Y EL PADRE DEL ANTERIOR NACIÓ CON TODA PROBABILIDAD ESCLAVO…!
No somos lo que parece que somos, cosas cerradas y definitivas que se explican a sí mismas: somos un eslabón más en una carrera de relevos, y si estamos donde estamos es porque los demás hicieron las etapas anteriores del camino.
¿Qué etapas llevaban recorridas los ascendentes del policía, y los del crío de nuestra historia? ¿En qué punto les dejaron a ambos al nacer? ¿Cuántos hijos de analfabetos, braceros no especializados, supervivientes apenas, consiguen prosperar y llegar aunque sólo sea a la condición de clase media? ¿Cuántos, de entre los anteriores, pueden llegar a titulados superiores, como los jueces de las películas?
Es un proceso lento, un goteo, un arrastrarse contra siglos de inercia, estupidez, prejuicios, injusticia....
Es obvio que en los climas más benignos la gente siempre será más sociable y pensará tanto en prosperar como en gozar, mientras que en los climas más duros la gente siempre saldrá menos —en la calle no hay quien aguante— y se verá obligada a trabajar más —o te provees o mueres— Pero es igual de obvio que los del sur, blancos, negros o marrones, no somos más idiotas que los del norte, y si algunos tenemos carrera y otros no, eso tiene mucho más que ver con el contexto y el punto de partida de cada individuo que con la genética y la melanina.
En fin…
Pese a todo, y como ya tengo también dicho, sostengo que vamos bien. Que la humanidad evoluciona. Que cada vez estamos más lejos de Atapuerca y más cerca de colonizar otros mundos, llevando un pedacito de la Tierra más allá de donde nunca soñó Gaia que podría llegar.

Pero entre tanto, qué duro. Qué cabreo tengo, también yo. Porque hay una idea que no consigo quitarme de la cabeza: ¿Qué habría ocurrido si un policía, negro y pobre, mata de seis tiros a un chaval desarmado, blanco y rico, por un incidente de nada? Pues que ya estaría en el corredor de la muerte…

¿O no?

jueves, 20 de noviembre de 2014

Asimetrío: Para un poco

Algunas de las canciones de Asimetrío proceden de una semilla que alguno de los tres trajo a un ensayo. La puso allí delante, todos empezamos a jugar y se acabó convirtiendo en un tema. Pero otras veces no, como es el caso de esta pieza, "Para un poco". 

Frecuentemente, comenzábamos los ensayos improvisando, dejándonos ir para ver qué salía, escuchándonos los unos a los otros tanto como ejecutando, buscando territorios comunes, comprensión, complicidad. Una de esas veces lo que quiso salir fue algo que nos estaba diciendo a todos que paráramos de correr, que está muy bien eso de la actividad, de implicarse, de tomar partido y actuar. Pero, como con tantas otras cosas, si te dejas llevar por la vorágine corres el riesgo de que al final los árboles no te dejen ver el bosque. Y si no lo ves no puedes saber ni dónde estás, ni hacia dónde vas; y lo más importante: para qué.

De modo que, ese día, engarzamos en el mismo clima y comenzamos a fluir. De mi guitarra brotó -realmente salió de ella más que de mi- un pequeño rif de dos compases, tirando del cual acabó estructurándose, por lógica y casi solo, el tema central de la pieza.

No, esto no es un cuento de hadas, y lo que ahora podéis oír no salió del tirón y a la primera. Necesitó, como todo, de sus dosis de cocina; aunque en este caso fueron pocas. El asunto tampoco lo pedía, dada su sencillez conceptual y formal. Cosa de agradecer, creo yo, para un grupo tan vocacionalmente barroco como nosotros, eso de parir un tema casi zen... aunque los adornitos de unos y otros (los efectos de percusión de Paul, mis armónicos, la trenza de melodías que acabamos ejecutando Neville y yo...), aparentemente lo enreden algo.

La versión colgada en youtube está grabada de una sola toma, tocando los tres a la vez, y no lleva tratamiento ni filtro alguno. La cosa tiene en consecuencia un claro aroma a directo (para serlo del todo, sólo haría falta añadir algunos ruidos de vasos y conversaciones al fondo), con todas sus consecuencias: espontaneidad, frescura, esa cálida -y limitada- imperfección que procede de todo lo hecho a mano...


La foto que acompaña al vídeo es de una amiga, cuya involuntaria colaboración aprovecho para agradecer, y se corresponde al primer día de su vida que escaló. Era una ilusión que siempre había tenido y a la que ya casi había renunciado. Pero no era así, porque la vida sabe cosas que nosotros no sabemos, y ese día por fin escaló su montaña. La foto no es de la cumbre, como sería lo típico y tópico, sino precisamente de antes de empezar a escalar, cosa que me parece mucho más interesante: ahí esta ella, parando un poco, mirando, tomando perspectiva... Solo entonces tiene sentido escalar. 

Disfrutad del caramelito. Y lo dicho; intentad parar un poco, de vez en cuando. 

viernes, 14 de noviembre de 2014

El origen del machismo y cómo combatirlo (II)


La entrada anterior la dediqué a intentar diagnosticar qué es y de dónde creo que puede venir esa desgracia llamada machismo. Para quien que no lo leyera, y para coger impulso en esta aproximación a estrategias con las que combatirlo, voy a ofrecer una especie de concentrado de ideas, de dos líneas:
“El machismo es el sometimiento de las mujeres a los hombres, que aún perdura por la inercia de miles de generaciones durante las cuales el poder físico fue la base de todos los poderes”

También decía que, tras las revoluciones Industrial (la fuerza pasa del brazo a la máquina, accionable por cualquiera), y Francesa (adiós a las diferencias establecidas por el orden divino, y bienvenida la igualdad, la libertad y la fraternidad), hace tres siglos que comenzó el proceso de desagravio de lo femenino. Pero aún estamos lejos de alcanzar un punto de equilibrio estable, y a mi entender ello se debe fundamentalmente a que el proceso acaba de empezar: ¿qué son tres siglos, frente a cinco millones de años?
Como también adelanté, me parece mala idea intentar contrarrestar el tremendo peso de la inercia a base de verdades a medias, generalizaciones, prejuicios bienintencionados, discriminaciones positivas y zarandajas similares. Es como si para combatir la idea de que la Tierra es el centro del universo, oponemos la de que el centro es el sol. Puede que esa propuesta, parida originalmente hace dos mil trescientos años, fuera muy eficaz hace cuatro siglos para rebajar los delirios de grandeza de la humanidad y ayudarla a asumir que no somos el centro de nada. Pero el conocimiento no puede pararse ahí, en una mera aproximación a la verdad solo un poco menos equivocada que la equivocación a la que sustituye.
En el asunto que nos ocupa, lo de que los hombre son superiores a las mujeres sería el modelo geocéntrico; y lo de que somos iguales, el heliocéntrico. Pues va a ser que no: ni el sol es el centro del universo ni hombres y mujeres somos iguales.
Para empezar, resulta imprescindible superar una sutil trampa semántica: “Iguales”, es un término que necesita contexto para saber a qué nos estamos refiriendo, y no tienen nada que ver oponerlo a “diferentes” que a “superior e inferior”. Por ejemplo: ¿Brad Pitt y yo, somos iguales? Parece claro que no ¿verdad? Seguro que yo toco mucho mejor que él la guitarra… ¿o acaso estabais pensando en otra cosa…?
No son iguales, para nada, un café con churros y una cervecita con su tapa. Y si alguien pretende defender que una es superior a la otra es que, o es idiota, o no consigue pensar en abstracto; porque obviamente todos nos decantaremos por el café a la ocho de la mañana, y por la cerveza seis horas después.

Las diferencias entre hombres y mujeres son tantas y tan obvias (genéticas, celulares, fisiológicas, endocrinas, psicológicas…), que no me entretendré aquí en detallarlas o justificarlas. Lo que no es tan obvio es qué porcentaje de esas diferencias que corresponde a razones genéticas y cuál a causas culturales y educacionales. A discernir ese tipo de cosas se han dedicado generaciones enteras de científicos, y aunque ciertas cosas se van aclarando aún queda faena para rato. Casi siempre, lo acertado termina siendo algún punto intermedio entre los extremos “todo depende del entorno” y “todo depende de la herencia”. El tema es tan apasionante, al menos para mí y cuando se focaliza a asuntos antropológicos, que no descarto dedicarle algún día un buen rato en este espacio. Pero ahora, y para que la cosa no se nos acabe haciendo a todos eterna, voy a intentar coger el toro por los cuernos.
Olvidemos la estupidez de que hombres y mujeres “somos iguales”. Aún con mayor ahínco, olvidemos la suprema estupidez de presuponer que “diferentes” es una suerte de valoración o catalogación moral.
Sin red y sin que nadie me lo pida, pero con todo mi corazón, ahí lanzo mi decálogo (cada punto admitiría un tratado detrás para desarrollar la idea; pero lo he dejado en tres o cuatro líneas, de modo que agradecérmelo y ser indulgentes):
1º.- Si quieres cambiar el mundo, empieza por ti.
La humanidad es lo que sale de sumarnos a todos y a nuestras interacciones. Si en lugar de mirar hacia fuera, de quejarte de las cosas y de la gente, te miras a ti mismo, identificas tus criterios y actitudes erróneamente sexistas, y actúas para cambiarlas, ya estarás cambiando el mundo.
2º.- Piensa en ti y en los demás como personas, no como hombres o mujeres.
Quien trabaja contigo, con quien coincides en la carretera, a quien oyes hablar, a quien te diriges, tu pareja… todos son seres humanos, por encima de cualquier otra consideración. No presupongas nada en función de su sexo o de ninguna otra condición, porque con esa limitación tendrás siempre muy poco que ganar y mucho que perder.
3º.- Lo contrario de igual es diferente, no superior e inferior
No hay cualidades intrínsecamente masculinas o femeninas: todos las tenemos de todos los tipos, aunque lo usual es que algunas de ellas se presenten con mayor frecuencia en los hombres y otras en las mujeres. Y eso es todo: somos solo distintos guisos, cocinados con los mismos ingredientes.
4º.- Intenta llevarte bien contigo
No fuerces, no intentes estar a la altura, tente un poco más de respeto. Tú ya sabes quién eres (y cuanto mayor seas, mejor lo sabrás), y digan lo que digan, no tienes por qué ser más competitivo o más dócil, más prudente o más osado, más organizado o más improvisador. No aceptes etiquetas.
5º.- No intentes ser lo que no eres
Asume que, a lo largo de tu vida, cambiarás poco. Sólo puedes aspirar a pulir tus facetas más oscuras y a cultivar las más brillantes. Pero no eres culpable de tu naturaleza. No eres un ser defectuoso: simplemente, eres así. Y el de enfrente, hombre o mujer, también.
6º.- Convive con la frustración
Las cosas casi nunca sucederán exactamente como deseabas. La vida es así, y eso no es culpa de nadie (como diría Asimetrío “yo no tengo la culpa si follas poco”). Busca cómo desahogarte, si así lo precisas; pero no lo hagas usando al físicamente más débil: perderéis los dos.
7º.- Disfruta de tu sexualidad, no te sometas a ella
Pocas cosas te darán tanto en esta vida como el sexo. Disfruta de él cuanto puedas, pero cuidado: como todo lo poderoso, puede atraparte y condicionarte. El sexo es una fiesta que compartir, nunca un arma, ni algo que extraer de alguien para después descartar el resto.
8º.- No te inhibas, no te desentiendas de lo equivocado
No se trata de ser un héroe; pero no sigas la corriente al patoso, no rías la gracia fácil del simple ni aceptes sus abusos, solo porque es más popular o poderoso. Lo que está mal está mal, lo inaceptable es inaceptable y lo sabes; de modo que no le des pábulo: rompe la cadena, no perdones ni transmitas lo errado.
9º.- Evita sobrevaloraciones e idolatrías
La idealización, tanto de personas como de logros o actitudes, marca un camino a seguir que puede no ser tu camino ni tampoco el de quienes te rodean. Yo no soy, ni puedo ni debo intentar parecerme a nadie diferente de mí mismo; ni tú tampoco.
10ª.- Ayuda a los demás a encontrarse
No pretendas que los otros intenten alcanzar otras metas que las que les broten de dentro. No les señales lo que se espera de ellos, a qué guión deben ajustarse, qué es lícito en lo relativo a sí mismos y a su desarrollo. Solo hay dos opciones: dar con uno mismo, o perderse en el camino
Vale, vale, ya lo sé: el decálogo anterior rebosa de buenas intenciones, pero es imposible ponerlo en práctica como norma de vida.
Ni por lo más remoto pretendía tal cosa, como sí hacen otras famosas relaciones de principios éticos o morales, alcanzando en ocasiones el paroxismo de la prepotencia y autodenominándose “palabra de Dios”.
Mi listita de antes era solo un prontuario de recomendaciones, de sugerencias. Cosas en las que creo e intento aplicar, aunque no siempre lo consiga. Algo que ofrecer como alternativa a la disparatada corriente dominante, que cabría resumir del siguiente modo: Para luchar contra los abusos sexistas de poder, establezcamos como axioma que hombres y mujeres somos iguales; y como la tozuda naturaleza no parece querer darnos la razón, pues forcemos la feminización de los hombres y la masculinización de las mujeres, hasta conseguir que ellas vayan a gritar a los estadios y ellos se ruboricen leyendo en el metro las Sombras de Grey.

¡Uy, que se me olvidaba otra de las aclamadas técnicas antimachismo en boga!: retorcer el lenguaje para que no sea sexista: Nosotros y nosotras, cuando nos dirijamos a interlocutores e interlocutoras preocupados y preocupadas por el machismo y la machisma, seamos cautos y cautas expresándonos y expresándonas con un lenguaje y una lenguaja que no sea ni seo ofensiva ni ofensivo, para propiciar la concordia y el concordio de un mundo y una munda igualitario e igualitaria.

Hala, y paro ya que tengo que ir a hacer la cena. Porque en casa yo soy de largo el más hábil en la cocina —y el cocino—, como lo es sin duda mi mujer generando y administrando el dinero —y la dinera.

viernes, 7 de noviembre de 2014

El origen del machismo y cómo combatirlo (I)


Según he ido avanzando con este post me he dado cuenta de que era demasiada sustancia para un solo bocado, de manea que he decidido dividirlo en dos: vamos a aproximarnos ahora a de dónde viene eso del machismo, y en una próxima entrada abordaremos cómo ayudar a dejarlo atrás cuanto antes.
La Real Academia define el machismo de forma sencilla y contundente: “Actitud de prepotencia de los varones respecto de las mujeres”. No deja de ser una definición curiosa, sobre todo por lo que tiene de categórico. Pero cuando la cosa empieza a oler peor es cuando miramos qué dice la Academia sobre eso de la prepotencia, y descubrimos que prepotente es “más poderoso que otros”, o bien “el que abusa de su poder”. Es decir se supone que los varones, por el hecho de serlo, son “más poderosos” que las mujeres y “abusan de su poder”. Pues sí que vamos bien. Cualquiera diría que la RAE está compuesta básicamente por varones… Esperad, que voy a mirarlo. Composición de la RAE a octubre de 2014: 35 varones y 6 mujeres. Como dirían Les Luthiers (https://www.youtube.com/watch?v=VykHFwfLtoE), “Caramba, ¡qué coincidencia…!”
Sin tantas zarandajas lingüísticas, está claro lo que todos entendemos por machismo: la actitud sexista que presupone que los hombres son seres superiores a las mujeres, y que por tanto éstas deben estar a su servicio. Pero, ¿de dónde ha podido sacarse nadie algo así? ¡Ah, se me olvidaba… ! Si ya lo decía antes la RAE: la explicación viene de que el hombre es “más poderoso” que la mujer. Pues vamos a ver de dónde le viene al hombre ese supuesto poder. Y para realizar el viaje me voy a poner el uniforme de biólogo, que es lo que toca. Ventajas de ser un poliedro.
Fuente: eluniversal.com
Desde el punto de vista estrictamente muscular, es cierto que el hombre es más potente que la mujer. Eso no tiene ningún mérito ni ningún misterio: el dimorfismo sexual es algo natural y común entre multitud de especies animales, apareciendo prácticamente siempre —los gibones son una excepción— en los primates superiores. Esta diferencia de tamaño del cuerpo lleva aparejada una determinada actitud vital, una forma de ser y de relacionarse. En los primates superiores, al igual que pasa en otros muchos grupos (como referencia manida, pero aquí adecuada, piénsese en leones, ciervos o focas), los machos pelean entre sí, y las hembras escogen para aparearse a los vencedores. Esa es una buena idea desde el punto de vista evolutivo, pues es seguro que los más fuertes a la hora de dar mamporros también serán los más sanos y mejor adaptados a su entorno, de manera que los hijos que se tengan con ellos tendrán mayores posibilidades de sobrevivir.
Fuente: velocidadmaxima.com
Entiéndase bien —es crucial— lo que se dice en el párrafo anterior: no se trata de que las hembras “decidan por el bien de su prole” aparearse con los machos más fuertes; es, simplemente, que las que lo hacen alumbran hijos e hijas más aptos para sobrevivir, y las que escogen atractivos perdedores paren hijos menos dotados para la subsistencia. Como los hijos se parecen a los padres, la actitud de “el más burro gana” (perspectiva masculina) / “me casaré con el más burro” (perspectiva femenina), se asienta más y más a cada generación que pasa.
Nuestra especie existe desde hace aproximadamente doscientos mil años. Pero seguro que los primeros sapiens se parecían muchísimo a sus antecesores, y estos a su vez a los suyos, por lo que cabe considerar que pautas de comportamiento parecidas en lo relativo al reparto de roles por sexo, son la norma de nuestra estirpe desde hace millones y millones de años.
El que da mejor y más fuerte los porrazos puede darlos para fines diversos, y no solo para imponerse a otros pretendientes. Su fortaleza física puede valerle, por ejemplo: para defender al grupo de enemigos y depredadores, para acceder prioritariamente a los recursos, para imponer su criterio… Y ¿cómo se llama todo eso junto? Pues muy sencillo: poder. El más burro manda. O, como mínimo el más burro mandaba en Atapuerca… y debió de ser casi literalmente, así durante muchísimo tiempo.
Cabría pensar que como lo que ha permitido destacar al hombre sobre el resto de especies ha sido su inteligencia y no su fuerza, el principio anterior tendría que haberse diluido. Pues sí, eso es precisamente lo que está ocurriendo; pero a un ritmo muchísimo más lento del que nos gustaría, debido básicamente a dos razones:
1ª- Los más fuertes no tienen porqué ser necesariamente idiotas, y los conocimientos son compartibles, mientras que el tamaño y la fuerza, no. Es más, nuestra tendencia natural nos mueve a imitar a los demás y a compartir nuestros conocimientos, de modo que mientras el más fuerte no fuera rematadamente imbécil y aprendiera lo suficiente (incluidas alianzas con el más listo, intercambiando protección por conocimiento), su reino quedaría garantizado.
2ª- Todo en esta vida tiene su inercia, y si al comenzar la carrera partes con ventaja, lo más probable es que la ganes. Así, el hijo del burro (que lo más probable es que se pareciera a su padre), seguro que tuvo una infancia mucho más cómoda que el hijo del listo. Cuando ambos llegaron a adultos, su competición estaba amañada.
La obviedad del último de los argumentos puede aplicarse a cualquier otro contexto y funciona de maravilla: ¿Quién tiene más posibilidades de estudiar una carrera, el hijo del ingeniero o el del obrero? ¿Habrían llegado a reyes y emperadores tantos reconocidos idiotas, si no hubieran sido hijos de sus padres?
Lo que no es ya malo, sino peor, es que los tiempos en los que las hembras escogían a los más fuertes se diluyó en la noche de los tiempos, y desde hace ya quién sabe cuántos milenios ellas ni siquiera tienen la opción de elegir, como hacen las hembras de muchísimas especies (si una osa o una cierva no se dejan, el macho no puede cubrirlas), pasando a ser simplemente una propiedad más de los machos.
Me quito el traje de biólogo y me pongo el de sociólogo, para rematar el viaje y llegar al presente.
A lo largo de la historia de la humanidad los matriarcados —que casi nunca lo son más que de forma parcial— son excepciones singulares, que no abordaré en este momento. La aplastante generalidad es el patriarcado, la asociación total del poder a lo masculino, engarzando con naturalidad el poder físico del bíceps con la propiedad de los bienes y el monopolio intelectual y espiritual. Y ahí tenemos a los tres grandes monoteísmos, Judaísmo, Cristianismo e Islam (que para mí siempre han sido versiones de lo mismo), como paradigma del acaparamiento de la totalidad de los poderes por parte del macho y la relegación de la hembra a elemento auxiliar a su servicio.
Fuente: bloggea2soft.com
A medida que el ingenio le va ganando la partida al músculo los vínculos entre poder y fuerza física se van debilitando. Pero el proceso es tan lento que no se aprecian cambios realmente significativos hasta el siglo XVIII, pudiendo tomar como referencias la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. La primera de ellas le quita la fuerza al brazo del hombre y se la da a la máquina, la cual, al menos teóricamente, puede ser accionada igual por el fuerte que por el débil… o incluso por una mujer. La segunda revolución afecta a las conciencias, a la perspectiva ética de la vida, y abre las puertas a la reconsideración del papel de cada sexo, al sustituir el tradicional “respeto de las diferencias naturales establecidas por Dios“, por la nueva fórmula de “Igualdad, Libertad y Fraternidad”.
Por cierto, que las revoluciones que estoy empleando aquí como referencia se gestaron y desarrollaron en occidente, llegando al resto del planeta tarde y sólo de forma parcial y sesgada, a través del colonialismo y de otros perversos sistemas de relación entre pueblos con desarrollo tecnológico dispar. Parece más que cantado que esa es una de las razones por las que, en las regiones menos “occidentalizadas” del mundo, como el África y Asia profundas, perduran las culturas más primitivas y ferozmente patriarcales, llegando en casos a anacronismos medievales delirantes.
Fuente: brizas.wordpress.com
Bueno, dejando un ratito de lado a los zumbaos de Boko Haram y resto de rémoras, y considerando a la humanidad en su conjunto, parece que hemos dado los primeros pasos realmente serios para alejarnos de nuestros primos los chimpancés. Pero, ¿os hacéis una idea del poquísimo tiempo que ha pasado desde el inicio del cambio, y del peso de la inercia a vencer? Vamos con cuatro números, y veréis como la cosa marea. Considerando que un siglo comprenda, de media, cuatro generaciones (esto es, que cada 25 años la gente alumbre más gente) tenemos lo siguiente:
 Desde los primeros homínidos hasta la aparición del Homo sapiens van cosa de 5 millones de años: 200.000 generaciones
- Desde que apareció nuestra especie hasta el inicio del neolítico (adiós a la caverna, invento de las ciudades y la agricultura, etc.), van ciento noventa mil años: 7.600 generaciones.
- Desde el comienzo del neolítico hasta las revoluciones Industrial y Francesa, nueve mil setecientos años: 388 generaciones.
- Desde las revoluciones del XVIII hasta la actualidad, tres siglos: 12 generaciones
¡DOCE GENERACIONES…! ¡¿PERO OS DAIS CUENTA…?! Más de doscientas mil generaciones de reparto de roles por sexos, y sólo doce de intento de reconducir la situación.
La tradición, las enseñanzas recibidas de nuestros padres y maestros nutren fatídicamente los procesos inerciales que hacen perdurar al machismo, pues como norma general enseñamos a nuestros hijos aplicando los mismos principios que sirvieron para educarnos a nosotros; y aunque éstos puedan ser adecuados para sobrevivir no lo son para cambiar las cosas.
Lo último no es que sea precisamente un descubrimiento, pero es algo que debe ser dicho alto y claro, a ver si a base de repetirlo acaba removiendo conciencias y surte algún efecto: LA CULPA DEL MACHISMO EN NUESTRA SOCIEDAD LA TIENEN BÁSICAMENTE LAS MADRES: al ser ellas las que cargan con el peso fundamental de la educación de los niños, son ellas las que hacen posible, tanto por acción como por omisión, la enésima reedición del modelo sexista. Porque son ellas las que transigen con que su hijo no se haga la cama, pero no se lo consienten a su hija; las que aplauden los impulsos competitivos en sus hijos, y la docilidad en sus hijas; las que exigen fuerza y valentía a sus hijos, al tiempo que enseñan a sus hijas a buscar amparo. Y acaso lo peor de todo: las que transmiten a sus hijas el mensaje de que serán ellas las que tendrán que encargarse la educación de sus propios hijos, mientras que a sus hermanos les inculcan que su responsabilidad será sostener a sus familias.
Claro, claro, claro… no son solo las madres. Obviamente, es la sociedad en su conjunto la que perpetúa el modelo sexista. Pero echar balones fuera no es que contribuya precisamente a resolver el problema, y no creo que le pueda caber a nadie la menor duda de que lo más decisivo en la formación de los individuos es el entorno en el que se cría; es decir, la familia.
Pero, ¿porqué es un problema el machismo? No lo es para leones, ciervos o tantísimas otras especies que llevan por aquí más que nosotros, ajustadas a repartos aún mucho más rígidos de roles por sexos. El quid de la cuestión es que el Homo sapiens es terriblemente exigente, y al individuo no le vale simplemente con sobrevivir y satisfacer sus necesidades primarias: quiere desarrollarse, explorar sus posibilidades, conocer y conocerse, llegar tan lejos como le sea posible… cosa evidentemente inviable si al inicio de partida le advierten de que sólo podrá utilizar la mitad del tablero. Y esto vale tanto para hombres como para mujeres, y para los dos a la vez. Porque cuanto más plenamente desarrollado está un individuo, sea hombre o mujer, más busca rodearse de gente tan desarrollada como él mismo, y peor se siente junto a seres a medias.
Quiero creer que ninguno de los hombres que me leéis podría desear como pareja a una suerte de electrodoméstico sexuado, una mujer analfabeta y absolutamente inculta que no supiera nada de nada a excepción de lo estrictamente doméstico. Y, por todos los dioses, no me seáis simplistas, que estoy hablando de pareja, no de juguete ocasional.
Quiero creer que ninguna de las mujeres que me leéis podría tener como pareja a una suerte de gorila insensible, un hombre absolutamente indiferente hacia todo lo que no fuera el poder, el placer y sus derivados (sexo, deporte, coches, política…). Y por todas las diosas, no me seáis simplistas, que estoy hablando de pareja, no de ningún seguro.
Fuente: portal.ugt.org 
Ahora toca lo más complicado: cómo combatir esa perspectiva simplista y atávica que continúa haciendo que, incluso hoy en día y en las zonas más desarrolladas del mundo, la gente siga sin ser más que la mitad de lo feliz que debería. Mucha tela que cortar, de modo que lo voy a dejar para una próxima entrada. Pero no me resisto a lanzar ya una primera pista de mi perspectiva poliédrica, que, cómo no, va contra corriente de las ideas en boga:
-       La peor forma de combatir una mentira, es una verdad a medias.
No creo que, a estas alturas, haga falta mucho argumentar para estar de acuerdo en que eso de que los hombres son superiores a las mujeres es una rotunda estupidez y una completa mentira. Pero eso de que somos iguales… palabra de biólogo, que en el mejor de los casos sólo podría calificarse como de “verdad a medias”. No somos iguales. Ni de coña. Y en próximos post pienso dedicarme a conciencia a destacar las diferencias… que a mi entender no arrojan ningún vencedor o perdedor, aunque sí sorpresas respecto a los roles que podría ser más razonable que desempeñaran preferentemente por unos y otras…

¿Alguien se atreve a ir opinando…? (se admiten y agradecen comentarios)

lunes, 3 de noviembre de 2014

Si vas al Centro, mejor andando (III)

Esta nueva anécdota de coches y estrecheces urbanas no es propia, sino prestada, y por ello no tengo información tan detallada como la que tenía de otras que os he contado aquí; pero se trata de un suceso tan surrealista que encajaría perfectamente en un capítulo de Mister Bin, por lo que entiendo aceptable que la transcripción de la realidad se pliegue en poco —un poquito solo— a la literatura.
La historia comienza como todas, uno de esos días con prisas en los que toca hacer una gestión en el centro de una ciudad histórica. Por cierto, aprovecho para echar una instancia al buzón invisible e inútil del Maestro Armero: la Administración debería desistir de utilizar para usos prácticos los edificios emblemáticos de los cascos históricos, porque a esos lugares no hay manera de llegar si no es en calidad de turista zen, de forma que los pobres ciudadanos a los que nos toca acudir a resolver algún asunto nos vemos indefectiblemente metidos en problemas. Sobre todo si cometemos la estupidez de ir en coche.
La historia me la contaron hace ya algún tiempo, y no recuerdo dónde sucedió. Puede que en Ávila o en Salamanca, aunque dado que me he concedido doble licencia literaria, voy a situarla en Granada; ciudad que no escojo precisamente al azar, como bien entenderá quien haya intentado conducir por sus entresijos.
Graná
Granada es bonita a rabiar. Tan bonita que casi duele. Si dejamos fuera los barrios periféricos modernos, que podrían ser los de cualquier ciudad occidental, sólo la parte baja del casco histórico —a lo que llaman “El Centro”— sería suficiente como para considerar a esta ciudad tan interesante como Segovia, Cáceres o Ávila. Pero es que además, y como trasplantado hasta allí desde otro continente, pegado al anterior está el Albaicín, que es el más admirable y mejor conservado conjunto urbano de tipología musulmana de toda España. Y para rematar está la Alhambra, que quedó finalista en la elección de las siete maravillas del mundo moderno. Ya sé que esa elección fue un evento mediático cuyo rigor e imparcialidad es cuestionable; pero se movieron más de 100 millones votos a nivel mundial, de modo que sí cabe considerar significativo que la Alhambra fuese uno de los diez conjuntos arquitectónicos más aclamados del planeta.



Las alabanzas anteriores tenían que ver con admiración monumental, y no con funcionalidad. Pero aún así, por el mismísimo Albaicín transitan con naturalidad surrealista autobuses urbanos y turismos. Y eso que aquí sí que señalizan sin posibilidad de equívoco lo impracticable de algunas calles, bastante mejor de lo que lo hacen en otros sitios… y no hablemos más de Daroca (va foto)
Bueno, pero eso es solo para las calles estrechas, no para las "grandes avenidas" como la que se parecía en la siguiente foto…

… porque es evidente que por esas grandes arterias no habrá el menor problema en que circulen los autobuses urbanos, ¿verdad?...

Si la imagen es alucinante vista desde fuera, no lo es menos desde dentro del propio autobús (por cierto, aunque no entiendo cómo, lo cierto es que salieron vivos del lance todos los peatones que aparecen en la foto)

Lo anterior es tan solo la cotidianeidad imposible del tráfico en esa ciudad diseñada hace un milenio (la ciudad romana antecedente prácticamente había desaparecido cuando los musulmanes comenzaron a edificar allí lo que acabaría siendo una de sus mayores urbes europeas). Vamos ahora a la prometida anécdota de Mister Bin.
Edificio administrativo, histórico, bonito aunque algo incómodo para los funcionarios que en él trabajan, porque la distribución interior de sus espacios no ayuda precisamente. Su ubicación, accesos y estacionamientos incomoda bastante más aún a sus desdichados usuarios. Si hubiera posibilidad de ir con calma, de dejar el coche en algún aparcamiento fuera del centro y llegar hasta allí en autobús o andando, todo sería más fácil. Pero no es el caso, y nuestro protagonista ya llega tarde, como casi siempre. Por suerte no es la primera vez que acude, y ya se sabe más o menos el recorrido; aunque, por desgracia, la calle en donde suele tirar el coche, medio subido a la acera, está hasta arriba, de modo que le toca callejear en busca de algún otro lugar  —¿Y esa esquina…? Pues no está tan mal, no se incordia a nadie… y además, va a ser un momentito…
No fue un momentito, pero tampoco mucho más. Media horita, a lo sumo, y ya está de nuevo camino del coche; pero según se aproxima detecta cierto tumulto, gente que se apiña y que parece enfadada. Lo mismo ha habido un accidente, precisamente en esa esquina...
—¿Qué pasa?— pregunta a uno de los situados en la zona exterior del corrillo.
—Pue un imbéci, que mira ónde ha ido a dehá el coche…
(nota: ni el "pue, ni el "imbéci", ni el resto de grafismos raros que siguen son erratas, sino intentos de aproximaciones al habla local)
Se asoma por entre las cabezas y ve un autobús atravesado, gente vociferando, policía municipal…
—¿Viene ya esa grúa o qué…?¡Que la hente que llevo no tiene culpa de ná…!— vocifera el conductor del autobús desde su ventanilla a un municipal, que se encoje de hombros mientras intenta disculparse —Pero si é que la grúa tampoco pué llegá, por culpa la atagco…
El coro de curiosos y afectados se gusta, se viene arriba por momentos—Ni grúa ni ná… ¡Menudo sinvergüenza…!, ¡Lo que tenía que hacé l´autobú e empujá el coche y empotrálo contra la paré…! ¡No hay derecho…!
Nuestro infortunado mira a su alrededor, sopesa la situación y decide pasar a la acción… de la forma que considera más inteligente: sumarse al coro —¡Chorizo, sinvergüenza…! ¡Si es que la gente no respeta nada…!
Poco después parece la grúa por dirección contraria para dar cuenta del vehículo tapón, que ciertamente estaba en una esquina mucho menos comprometida que las del Albaicín, pero no lo suficientemente diáfana para el Centro y sus autobuses convencionales. El asunto se resuelve así, entre vítores de la concurrencia y algún que otro insulto de postre, en el más puro granaíno:
—¡Valiente cipollo el tío…! ¡Ya hay que tené mala follá…! ¡Media mañana pollardeando, por culpa del chavea…! ¡El porculo que ha edtao dando a media Graná…! ¡Si lo llegamo a pillá…!
Mientras la grúa carga el coche, nuestro protagonista se aleja discretamente del lío hasta una parada de taxis que hay en la misma calle, un poco más adelante —Buenos días. Por favor, siga a la grúa que va a pasar ahora— El taxista se vuelve, pero él esquiva la mirada, temeroso de que lo delate y la cosa pase aún a mayores.

Detalles aparte, la historia que os acabo de contar es rigurosamente cierta. Nuestro amigo salió de allí tarde, abochornado y con la cartera algo más ligera, pero al menos ileso; y con seguridad persuadido de lo acertado del lema de esta sección: “Si vas al centro, mejor andando”.