jueves, 29 de enero de 2015

¡Que viene el Coco...!

¡Que viene el Coco, que viene el Coco…! Esta vez trae coleta y un aire juvenil de hippie intelectual que hace pensar en algún hijo de Lennon o de Dylan. Pero no os engañéis: si le miráis con atención es fácil reconocer en él esos ojos sanguinolentos, esos cuernos, ese rabo… ¡Corred, que viene el Coco…!
Contra el miedo manipulador, no hay mejor arma que la perspectiva. Y esta, igual que las setas salen solas en otoño a nada que se junten la lluvia y el sol, te brota de dentro sin necesidad de apretar, si vives lo suficiente y tienes curiosidad y memoria.
Cincuenta y cinco años aplicando la fórmula anterior dan bastante de sí. Por eso, me parto de risa con los que pretenden venirme de nuevo con la celebérrima canción del Coco ¿Sabéis cuántas veces la han cantado ya, por estas tierras, en el último medio siglo? La respuesta es sencilla: tantas como las veces que el Establishment (no os confundáis: no soy uno de ellos, de modo que no diré “Casta”; además, no es casta todo lo que reluce), huele a muerto. Cuando la cosa inequívocamente se va al garete, siempre se intenta esa última jugada: acojonar al personal para que nada cambie, para que todo continúe como siempre, para que aceptemos el mal menor (o sea, para que les dejemos seguir ahí, en todo lo alto, manejando), antes de arriesgarnos con aventuras de cambio. El que viene es nada menos que el Coco ¿Quién puede querer eso? Y como los niños desmemoriados, burros y asustadizos, son muchísimos, pues el ardid lo mismo funciona…
Solo que este poliedro, mira tú por dónde, va a intentar poner su granito de arena para joderles la jugada, Y no porque sea fan de ningún nuevo salvapatrias, sino porque estoy más que harto de ese burdo ardid, de esa trampa, de ese seguir en el trono como si fuera patrimonio privado por el único mérito de inculcar a la gente que se trata de ellos, o el caos.
Echad conmigo la vista atrás… y veréis qué curiosa reiteración.
1975: ¡Que viene el Coco…!
Yo tenía 15 años, cuando resonó a lo largo y ancho de la piel de toro aquella frase lapidaria —nunca mejor dicho— de “Españoles: Franco ha muerto”. ¡La que se nos venía encima…! ¿Qué haría España sin su timonel? La desintegración en la patria era inevitable. Las Vascongadas reclamarían su independencia, Cataluña otro tanto. Regresábamos al 36, y una nueva guerra civil era inminente; especialmente porque el idiota de Juan Carlos nos había colado como nuevo presidente a ese don nadie de Suarez, un crío inexperto que se dedicó a desmontar piedra a piedra lo que era la gloriosa “Una, Grande y Libre”, llegando al paroxismo con la legalización del partido comunista, en 1977. No es que viniera el Coco: es que ya estaba aquí, y se nos iba a comer en cualquier momento.
Y al final… ¿qué pasó? Pues nada de lo vaticinado. España no se rompió, sino que se convirtió en una especie de República Federal con Rey, y la gente se dedicó a hablar, a ceder, a pactar. Aquello tuvo sus dosis de pena y de gloria, pero globalmente no estuvo nada mal. Antes al contrario: a partir de ese momento empezamos realmente a salir del siglo XIX y a reincorporarnos a la comunidad internacional.
A todo esto, ¿qué le ocurrió al Establishment franquista? Pues que se fue a la mismísima mierda. Como diría Tolkien, por boca de Bárbol: “a la herrumbre de Saruman, se la llevó la corriente”.
1982: ¡Que viene el Coco…!
Entonces tenía 22, tocaba en un grupo aficionado de Rock Sinfónico, llevaba ya dos tercios de carrera y acababa de entrar a investigar en la cátedra de entomología. Y de nuevo, la misma canción: ¡Que viene el Coco…! Ahora sí que era ya el acabose: regresaban los rojos, los asesinos de curas, los incendiarios de iglesias. Sin duda nacionalizarían la banca, expropiarían a todos los honrados empresarios que tanto habían hecho por levantar España y se lo repartirían entre ellos. Sepultarían el Estado bajo un monstruoso aparato administrativo, impondrían a la sociedad sus criterios morales —mejor dicho, amorales— y acabarían con todo atisbo de tradición.

Y al final… ¿qué pasó? Pues nada de lo vaticinado. Aquello tuvo también sus raciones de pena y de gloria, pero ni se quemó nada ni se nacionalizó casi nada (lo de Rumasa, por injusto y gordo que fuera a nivel particular, no fue globalmente relevante) Es más, pasaron cosas que ni los más osados se habrían atrevido a imaginar, como el ingreso de España en el Mercado Común… o lo que sí que fue ya el colmo: en la OTAN. ¡El Partido Socialista Obrero Español metió a España en la OTAN…! Pero ¿no se suponía que donde iban a meternos era en el Pacto de Varsovia?
A todo esto, ¿qué le ocurrió al Establishment de UCD que había pilotado la transición? Pues que se fue a la mismísima mierda. De nuevo: “a la herrumbre de Saruman se la llevó la corriente”.
1996: ¡Que viene el Coco…!
Tras catorce años de felipismo yo ya tenía 36, era padre de dos hijas y estaba más que asentado en el mundillo del Impacto Ambiental. Y hete aquí que la cancioncita en cuestión volvió a ponerse de moda: ¡Que viene el Coco…! Regresaba la derecha más retrógrada y reaccionaria, que con seguridad se tomaría cumplida venganza de los tres lustros socialistas. Legislarían a golpe de biblia, prohibirían de nuevo el divorcio y el aborto. Privatizarían absolutamente todo, los servicios sociales desaparecerían…

Y al final… ¿qué pasó? Pues nada de lo vaticinado. Como durante la etapa socialista, aquello también incluyó sus aciertos y sus errores; pero desde luego que las cosas no se parecieron lo más mínimo al temido radicalismo, no se legisló a la contra ni retrocedieron los derechos sociales adquiridos. Antes al contrario, y como había sucedido con los socialistas, pasaron cosas impensables para un gobierno conservador, como pactar legislaturas enteras con partidos nacionalistas —independentistas— o acabar con el Servicio Militar. Increíble: ¡González nos metió en la OTAN, y Aznar acabó con la Mili…!
Bueno, y ¿qué le ocurrió al Establishment socialista? Pues que se fue a la mismísima mierda, corriente abajo, acompañando a las herrumbres anteriores.
El siguiente cambio político nacional aconteció en el 2004, pero en esa ocasión nadie citó al Coco. El relevo fue amargo y supongo que inevitable, tanto porque en esta tierra solemos renovar el armario más o menos cada década, como porque una política de alianzas mal calculada nos había metido en una guerra en la que no nos iba nada, nada teníamos que ganar y si mucho que perder, como finalmente ocurrió.
Ocho años después, nuevo cambio razonable y sin noticias del Coco. Ya tocaba, y además la pésima gestión a nivel nacional de la crisis planetaria había devastado económica y anímicamente al país, por lo que el cambio era inevitable.
En el 2004, a Zapatero se le podía llamar Bambi, falto de iniciativa, obsesionado por quedar siempre bien, por sonreír y dejar hacer, por nadar a favor de corriente sin guardar la ropa y sin precaución alguna. Eso y más; pero Coco, no. Miedo, lo que se dice miedo, no daba, y el Establishment no se sentía mortalmente amenazado. Las cosas iban a cambiar respecto a la era Aznar; pero no era esperable una revolución. Y no la hubo.
Y al llegar Rajoy en el 2011, pues otro tanto. Bien que se le llamó —y se le llama— diletante, maestro del no hacer casi nada y dejar que las cosas se solucionen solas… o se pudran. Bueno, lo anterior no es del todo cierto, porque sí que ha hecho, y mucho, para adelgazar el tamaño del Estado y engordar el de la iniciativa privada… cosa que tiene su parte estupenda y su parte horrible. Pero como el anterior, miedo no es que dé mucho. Como Coco, no vale gran cosa; y su llegada tampoco supuso ninguna revolución del sistema.
Pero ahora, y esta vez antes de cumplirse los 8/10 años de rigor, por el horizonte asoma un nuevo posible cambio de mayor calado, por lo que han sido desempolvadas las viejas partituras y vuelve a resonar a coro la antigua melodía ¡Que viene el Coco, que viene el Coco…!
Por las obvias razones que se deducen de lo que va escrito, le tengo a esta cuadrilla un pavor similar al que merecieron en su momento Suarez y UCD, González y el PSOE o Aznar y el PP.
Y con lo anterior no quiero decir que “todos sean lo mismo”, ni muchísimo menos. Cada persona, incluidos los políticos, es única, y cada formación empuja las cosas hacia un lado o hacia otro… aunque siempre terriblemente  —o benditamente, según se mire— acotados por la terca realidad, por lo que verdaderamente es posible, por el contexto internacional y tantos y tantos otros imponderables que hacen del ejercicio de la política —y no digamos ya del poder— algo tan prosaico y tan alejado del romanticismo de los idearios.
Pero una cosita más, antes de despedirme: ¿os habéis dado cuenta de que el coro de los cantores del Coco está integrado, a partes iguales, por gentes del PSOE y del PP? Eso da que sospechar que acaso ambos formen un mismo Establishment, que ve peligrar su continuidad. Y por otra parte, apoya la tesis, cada vez más extendida, de que se nos viene encima una Grossen Coalitionen a la española; o sea, la corporización del PPSOE… que acaso lleve de facto gobernando España desde hace 33 años, aunque la mayoría no nos hayamos dado cuenta hasta ahora.
Esto de la política es divertido, ¿verdad?
En una próxima entrega, voy a ofreceros un “barómetro demoscópico personalizado”, que estoy pergeñando ahora mismo, basado en la siguiente idea: “habida cuenta de mis filias y fobias hacia unos partidos y otros, ¿qué parlamento surgiría si éste estuviera compuesto de forma proporcional, pero única y exclusivamente, por mi criterio?” Seguro que sale un puré incapaz de conformar mayorías capaces de sustentar a un gobierno… pero puede ser divertido.
Lo termino de rumiar y os lo regalo, para que cada uno lo aplique y fabrique su propio parlamento a medida.

lunes, 26 de enero de 2015

La diosa Estadística

Creemos tener perspectiva –sobre todo los ingenuos como yo— pero lo cierto es que cada uno de nosotros sólo tiene acceso a una porción ínfima de la realidad. Yo sé cómo me encuentro, lo que ve mi hijo en la tele, los coches que circulan por las calles de mi pueblo o si está lloviendo al otro lado de mi ventana. Pero, ¿cómo te encuentras tú, ahora mismo?; ¿qué ven tus hijos por la tele? Y ya puestos, ¿qué ven en sus casas el resto de habitantes del planeta? En cuanto a la circulación, ¿cómo estará ahora en tu barrio?; ¿y en Soria?; ¿y en Kuala Lumpur?; ¿qué tiempo estará haciendo en esos lugares?
Lo anterior, que apenas es una particularización trivial de una reflexión global, me lleva a una pregunta ontológica que pudiera sonar algo dramática: ¿existen realmente las cosas a las que no podemos acceder directamente? ¿Existen “lo que ve la gente por la tele”, “el tráfico” o “el clima”?
Claro que existen, no me he vuelto loco del todo. Pero su auténtica naturaleza no es, como intuitivamente asumimos, la de realidades autónomas equiparables a aquellas que conocemos de primera mano. Son abstracciones pactadas, fórmulas consensuadas que nos permiten sintetizar una cantidad apabullante de información, concretándola en términos que podemos procesar.
Información, información, información… Billones, trillones de datos pululando incesantemente por aquí y por allá. Yobibytes por milisegundo (1 yobibyte = 280 bytes) ¿Quién podría asimilar algo así? Por suerte, la diosa Estadística nos rescata del marasmo y nos traduce esos megapifostios insondables, convirtiéndoles en cosas sencillitas, abarcables, a nuestra escala. Ella es la traductora de la realidad, su intérprete.

Y antes de que nos demos cuenta, ya no existe eso de quién ve qué, sino el share. Tampoco lo de mayor o menor cantidad de coches circulando, sino el tráfico; ni lo mucho o poco que llueve, sino el clima. No es una mala idea. Acaso sea la única alternativa para tener al menos una aproximación a todo aquello que sucede más allá de lo que abarcan nuestros sentidos.
Peeeero (este poliedro, siempre sacándole punta a las cosas), lo anterior nos mete de cabeza en un serio problema: la información es poder, y como nuestra sociedad no es sino una gigantesca partida –unas veces de ajedrez, otras de póker, y algunas directamente de boxeo— la información en cuestión casi nunca nos llega limpia, sino sesgada de la forma que más beneficia a quien la proporciona.
Nuestros mecanismos para filtrar información son limitados e ingenuos. Sospechamos enseguida de las fuentes difusas —“dicen”, “se comenta”, “he leído en internet”…— o de los mensajes descarados —“ocho de cada diez dentistas…”— Pero nos la cuelan hasta el fondo si las fuentes son conocidas y presuntamente respetables—El Banco Mundial, El Ministerio de Lo-Que-Sea, la BBC— Y lo que es más grave, cuando se trata de asuntos que no terminamos de entender, pero que los especialistas del tema en cuestión sí entienden… o eso dicen.
Para colmo, y con carácter general, los números nos marean. Tengo que reconocer que me divierto muchísimo con los periodistas, cuando les toca dar noticias de ciencia y sueltan disparates astronómicos, como si tal cosa. Después nunca hay petición de disculpas, ni aclaraciones, ni nada. Total, qué más da, si seguro que el 99% de la audiencia —como poco— ni se ha enterado del dislate. Me refiero a cosas del tipo:
   … la sonda voyager, que ya se encuentra a más de treinta millones de años luz de la Tierra… — (es decir, que suponiendo que viajase a la velocidad de la luz, debió lanzarla en pleno Oligoceno algún megaterio, o cualquier otro bichejo de aquel entonces)
   … la selva amazónica, que pierde anualmente cinco millones de kilómetros cuadrados… — (pues el que quiera verla que corra, porque al parecer le queda poco más de un año de vida)
   el cometa Churiumov-Guerasimenko, de dos mil kilómetros de longitud…— (no está mal el cometa en cuestión, que por lo visto es un pelín más pequeño que Plutón)
Lo dicho: entre nuestra predisposición a aceptar datos/resumen que nos permitan entender las cosas, y nuestra fácil capacidad de ser desbordados cuando se trata de números, por ahí nos la meten hasta la cocina, hasta el puño, hasta el fondo. No tiene nada de extraño: si cada vez que la diosa Estadística nos suministra una de esas cifras que hacen que las cosas sean comprensibles nos dedicásemos a investigar de dónde y cómo ha salido el numerito, todo volvería a ser de nuevo inabarcablemente complejo. De modo que, lo dicho: nos tragamos el dato, y arreando. Que sube el paro, malo. Que baja, bueno. Que murieron un x% menos en las carreteras, estupendo. Que las exportaciones cayeron un y%, pésimo.
Una vez que la información sesgada nos ha calado hasta el tuétano, la realidad “no sesgada” deja de existir. Todo pasa a funcionar conforme a esa “verdad inducida” que hemos interiorizado, el mundo gira en la dirección y a la velocidad que ella establece. No estoy exagerando. Y como prueba, ahí van algunos ejemplos.
¿Sabéis cómo se calcula el share, la cuota de pantalla, el “quién ve qué”? Pues a partir de la información proporcionada por unos sensores, llamados audímetros, dispuestos en determinados televisores, que registran en todo momento qué canales están siendo sintonizados. En España, que es considerada un país modelo por su rigor en este tipo de mediciones, están instalados en torno a 5.000 audímetros. Como en este país hay cosa de 15 millones de hogares — y a saber el número de bares, hoteles, etc.— no sería disparatado interpretar que habrá al menos 30 millones de aparatos. Eso quiere decir que cada uno de los 5.000 televisores testigo “representa” a 6.000. En mi pueblo, que somos poco más de 15.000, redondeando, tocamos a 2. Ni aunque me dedicase la vida entera a conocer a mis vecinos sería capaz de escoger a 2 que fuesen representativos del conjunto de inquietudes informativas/culturales/de ocio de los habitantes de Guadarrama.
En definitiva: es absolutamente palmario que el famoso “share” no es una fidedigna representación de la audiencia. Pero en base a él se producen, contratan y descartan programas, baila la publicidad, se eligen los horarios de lo que se emite… ¡se mueven más millones en un solo día que los que todos los estáis leyendo esto y todas vuestras familias llegaréis a mover en vuestras vidas…!
Más ejemplos.
Sale la ministra de Fomento, y dice que la inversión de su ministerio subirá este año un 6,6 %. Hala, se acabó la crisis, la obra pública volverá a tirar del carro de la economía… Solo que ese 6,6% más de 2015 respecto a 2014 es insignificante en comparación con la brutal y sostenida reducción de inversión practicada durante el último lustro: ¡Pero si estamos en el nivel de 1980…!

En 2014, murieron en las carreteras españolas 1.131 personas. Respecto al año anterior, el descenso del número de víctimas fue de apenas un 0.02%, frente a reducciones del 10%, e incluso mayores, que se dieron durante varios años seguidos la década pasada. En respuesta a esa alarmante ralentización del descenso de las víctimas ya se están estudiando medidas, como reducir la velocidad máxima permitida, y cosas así... ¡Pero si lo que obviamente pasa es que ya se han corregido los disparates del pasado, y que sería imposible que se produjeran ahora descensos similares…!

No os cansaré con más ejemplos, pero sería sencillo poner varias docenas.
Menudo dilema, ¿verdad? No nos queda otra que ser fieles devotos de la diosa Estadística, salvo que queramos vivir ajenos al mundo, sin enterarnos de nada. Pero luego resulta que, casi siempre, cuando te dan un número te están diciendo a la vez qué es lo que tienes que pensar, qué es y qué no es importante, qué deberías hacer, a quién tendrías que votar…
En fin, desde aquí sólo puedo despedirme dejándoos un consejo: además de la duda metódica (nunca os fiéis total y absolutamente de nada… incluida vuestra propia opinión), tened especial cuidado con los datos estadísticos: tan importante son los datos en sí mismos como quién y cuándo te los proporciona.

jueves, 15 de enero de 2015

Cosas que pronto quedaran atrás: la caza, la pesca, los toros...

Muy buenas a todos. Tras los benditos excesos de las Navidades, y la dolorosa vuelta al cole, aquí me tenéis de nuevo, adicto como siempre al vicio de pensar y a la osadía de compartirlo.
El año pasado fue para mí más bien complicado, y he hecho todo tipo de conjuros, votos y propósitos para que éste que comienza sea mejor. Y para empezar, me he propuesto que las entradas de este blog sean más cortas, básicamente por dos razones: la primera, porque como dice Victor Manuel —en “El Cuélebre”, una canción suya poco conocida— “Las palabras enredan y tornan oscuras las buenas ideas”; de modo que si ahorro un poco en palabrería, pues mejor. Y la segunda, porque son tantos los temas sobre los que apetece reflexionar y compartir reflexiones, que si sigo haciendo entradas de entre 10.000 y 15.000 caracteres, no hay manera de que meta más que una o dos al mes, y de que vosotros no os agotéis a mitad de visita.
Pues eso.
Y ahora, al turrón (disculpad la expresión, ligeramente nostálgica… pero es que me encantan las tres cosas: la nostalgia, la expresión… y el dulce en cuestión).
Según nos cuenta la cruda actualidad, cierta parte de la humanidad cree que lo mejor sería regresar al Medioevo. Pues va a ser que no. Y no porque a mí, o a las otras ocho décimas partes de la humanidad no nos apetezca, sino porque la realidad es aún más terca que la actualidad y las modas, y hay determinados procesos que no tienen vuelta atrás.
Un día, determinado primate dio con la forma de domesticar el fuego. Y no hubo vuelta atrás. Un descendiente suyo, millones de años después, consiguió domesticar a plantas y animales; y tampoco hubo vuelta atrás.
Cuando pasó lo de la domesticación de animales y plantas, dejamos de ser un puñado de micos correteando de acá para allá y nos convertimos en una ingente muchedumbre. Sembrar, cuidar y recoger, ya fuera seres vegetales o animales (que me perdonen los vegetarianos, pero este poliedro es biólogo, y hay ciertas cosas obvias para algunos que para mí no lo son en absoluto), generaba muchos más recursos que recolectar lo que la madre Natura tuviera a bien disponer, o abatir a los animales que pasasen por allí.

Si ya no hacía falta cazar ni pescar —que no es otra cosa que cazar gente de agua— ¿porqué esas actividades no se abandonaron definitivamente? La respuesta es desconcertantemente simple: ¡Porque molan…! Esta especie lleva cazando desde antes de existir como tal, millones y millones de años. La pulsión de acechar, de emboscarse y saltar sobre otro ser vivo, matarlo y comérselo después, late en nuestros genes con una fuerza comparable a la que nos hace buscar pareja o cuidar a nuestra prole. Es lo que hemos hecho “siempre”, es parte de nuestra identidad biológica, como lo es para una abeja construir un panal o para un gato perseguir ratones.
Peeeero…
Somos una cosa realmente rara. Un primate peculiar, una máquina de modificar nuestro entono y a nosotros mismos. Ya redundaré en otras entradas sobre temas filosófico/religioso/metafísicos. Pero ahora, entreabro la puerta y dejo caer algo:
Acaso somos un estadío evolutivo de la cristalización del Ser. Un puñadito de agua y polvo de estrellas que se trasciende a sí mismo y da sentido a cierta inercia cósmica. Una obstinación de lo que Es en su vocación barroca de complejidad, en ir desde la antimateria a la materia, desde el caos al orden, desde lo hipotético a lo concreto. Un sutil proceso geológico —sólo eso es la vida— que se lleva a Gaia más allá de sí misma, hasta quién sabe dónde. Si hay un arquitecto detrás de todo esto (el tal “Dios”, supongo), o si la obra y su autor son la misma cosa… ¿realmente importa?
Tras el desparrame anterior, lo de los toros… como que se queda en ná, ¿no? Pero démosle cancha, ya que estaba en el título. Y olé.
El toro de lidia solo existe porque existe la lidia, y el día que ésta desaparezca, éste también lo hará. Se trata del bicho domesticado más privilegiado y que mejor vive de cuantos ha intervenido la especie a la que pertenece el perverso primate que suscribe: comparar su vida a la de una gallina ponedora sería como comparar la de un príncipe a la de un mendigo. Pero la tauromaquia y su universo no son sino referencias neolíticas, cosas de antes de anteayer, ritos de exaltación del valor del hombre frente a la bestia, incluso regodeo del castigo infringido por el dominante al sometido… que tuvieron sentido en su momento, pero que ya —o casi ya— no.
Acaso, con un poco de suerte, lo de los encierros, los recortes en la plaza, y resto de lances sin sangre, perdure dos o tres siglos más. Y después, adiós. Gracias, fue bonito mientras duró. Ahora Gaia está muy entretenida en la terraformación de Ganímedes, en entender la biológica de los seres abisales de Europa —me refiero al satélite de Júpiter— y en pactar con la física puertas de atrás con las que poder acceder a vecinos menos cercanos…
El fanatismo, tanto el de los que matan a cómicos porque no entienden sus chistes como el de los que se benefician de ese disparate para hacer generalizaciones que parecen apoyar sus simplificaciones, siempre son hijos de los mismos padres: mamá Ignorancia, y papá Miedo.
Con un poco más de conocimiento, y un poco más de valor… joder, seguro que no iba a todos mucho mejor.
Bien venidos a 2015. Y a por él, que lo tenemos rodeado, somos más, tenemos razón… y él está lleno de cosas interesantes que podremos saborear… a nada que le echemos imaginación, tesón y ganas.
(pd: ¿a que ha sido más facilito que de costumbre…?).