domingo, 19 de abril de 2015

Capítulo apócrifo de El Ministerio del Tiempo

Hala, ya nos han quitado el juguete. Para una cosa que se les ocurre realmente ingeniosa y diferente, van, la dejan cuatro días y nos la quitan. A saber cuál habrá sido el motivo. No creo que sea la pasta, porque en este caso el máximo valor del invento era la historia, los guiones, y casi todo se resolvía con pocos actores y pocos escenarios, la mayoría naturales.
Lo mismo algún lumbreras ha consultado el share y ha resultado que no se alcanzaban las cuotas previstas; lo que bien pudiera haber ocurrido por una simple razón: esta serie, a diferencia de la mayoría, está destinada a un público ni demasiado mayor ni demasiado burro, y mucha de esa gente ve la televisión básicamente a través del ordenador. Ya arremetí en su día contra esa entelequia llamada share (el que quiera revisar mi argumentación, que pinche aquí), y no lo haré ahora de nuevo; pero si existiera algo que compaginara el registro de los audímetros con las visualizaciones por internet, lo mismo se alcanzaba una perspectiva un poco más aproximada de la realidad.
Bueno, pues yo no me resigno, de modo que he decidió parir un nuevo capítulo para la serie, el IX, cuyo título será “Estrés laboral”. Ya sé que los ocho anteriores incluían en el título la palabra “Tiempo”, pero creo que el jueguecito que se estaba haciendo ya un poco pesado. Bueeeno, como título alternativo, y para hacerles un guiño a los padres del invento, dejaré ahí como opción al anterior “Demasiado tiempo trabajando”.
(Se hace inevitable una cuña previa: la proporción estándar entre un guión y una filmación es de una página por minuto. Para un capítulo de una hora, el guión desarrollado al completo necesitaría de no menos de cincuenta páginas; pero eso no cabe en una entraba de blog, de modo que me vais a permitir un conciso resumen, en donde ahorraré las descripciones y diálogos que pueda, yendo casi directo al grano)

Comienza el cuento…
Viernes, por la tarde, los funcionarios del Ministerio se despiden por los pasillos para regresar cada uno a su casa y a su tiempo. Alonso de Entrerríos le entra a su jefe, Salvador Martí, expresándole su sorpresa por el hecho de que, de lo que lleva visto, su tiempo fue el de mayor gloria para España, habiendo ido ésta continuamente hacia atrás desde mediados del siglo XVI. Salvador le intenta despachar con cuatro datos, que si ahora las cosas han empezado a mejorar algo, que si el más desastroso fue el XIX… Pero Alonso no se resigna y continúa pinchando, hasta que al final consigue enredar a Salvador para tomar un vino —que acabarán siendo unos cuantos— en un bar próximo al Ministerio.
A medida que corre el vino los dos compañeros de trabajo se van yendo arriba, indignados por la trayectoria histórica seguida por su amado país gracias a unos dirigentes incompetentes.
—Ahora, el peor de todos, de largo, Fernando VII ¡Menudo pájaro…!
—¿Pero no decíais que fue conocido como “El deseado”?
—Y lo era, cuando estaba preso en Francia y nosotros invadidos por los franceses. Claro que lo que nadie sabía era que durante su prisión, que fue más bien un exilio dorado, se dedicó a adular a Napoleón de forma indecente. Y tampoco podía saber nadie que a su llegada iba a dedicarse a armar una zapatiesta tras otra, a cargarse a cualquiera que no fuera un mero lameculos, a propiciar una sucesión de guerras civiles, a desenganchar a España de la historia… Un desastre. Si lo haría mal ese imbécil que durante su reinado perdimos definitivamente el imperio: ¡se sublevaron y se independizaron prácticamente todas las colonias americanas…!
Más vino y más indignación.
—Don Salvador, ¿porqué no cambiamos eso? Ya sé, está prohibido. Ordenes son ordenes, y lo que se manda ha de obedecerse, pero…
—Perdona que te diga, Alonso, pero eso no es así. Es decir, ordenes son ordenes, por supuesto; pero lo de que no se puede cambiar el pasado… ¡pero si el Ministerio lleva en realidad toda su vida haciéndolo…! Entendámonos, cosas de alcance limitado, no somos todopoderosos. Vaya que si hemos intervenido…
—Me dejáis perplejo…
—Cosas pequeñas, ya te digo; aunque de calado. Que si asegurarnos de que Felipe González llegara a tiempo a Suresnes… que si conseguir que Adolfo Suárez estuviera en la terna para que pudiera elegirlo Juan Carlos… que a Luis Aragonés le sucediese Vicente del Bosque…
—¿Comandantes de nuestros ejércitos…?
—En cierto modo… Calla, Alonso, calla y pide más vino, que me estás empezando a dar miedo.
Ambos quedan introversos en sus propias ensoñaciones, de las que emergen gracias de nuevo al ímpetu de Alonso.
—Don Salvador, ¡cambiemos la historia, démosle a esta gran nación el papel que le corresponde…!
—Por Dios, Alonso, que una cosa es ganar el mundial y otra cambiar los últimos dos siglos…
—¡Pero si darle golpes de timón a la historia es el deber de los hombres de honor, cuando están en condiciones de hacerlo…! ¿Qué otra cosa, si no, hizo Don Juan de Austria en Lepanto, Cristóbal Colón en las Américas…? Nosotros podemos hacerlo ahora, convirtiéndonos por azar en grandes. Dándole a España lo que por derecho siempre debió ser suyo. Y a cambio… ¿qué podemos perder?
Salvador mira a un horizonte que sólo él ve. Se acaba de un trago su vino.
—¡A la mierda, Alonso! ¡Al Ministerio…!


Camino del Ministerio, el Subsecretario de Misiones Especiales le da a su subordinado las instrucciones necesarias para hacerse en los almacenes con un lanzacohetes Instalaza Alcotán-100, y reunirse con él después frente a la puerta 187, que les llevará a las afueras de Figueras la madrugada del 22 de marzo de 1814, muy cerca del camino por el que Fernando VII regresa desde Francia para encontrarse con el general Copons.
La siguiente escena muestra como los dos funcionarios esperan la llegada de la comitiva en la penumbra, agazapados tras unos arbustos. Alonso acciona el lanzacohetes y el carruaje salta por los aires en mil pedazos.
Regreso al ministerio. La puerta 187 vuelve a abrirse y regresan los protagonistas de la hazaña. Pero, para su desconcierto, todo parece completamente cambiado. Los muros de ladrillo y los estrechos corredores mal iluminados han sido sustituidos por flamantes pasillos ultramodernos, anchos y despejados. Los funcionarios que discurren por ellos, de acá para allá, portan vestimentas de cuarenta épocas, como siempre; pero no aciertan a dar con ninguna cara conocida; excepto con la de Diego Velázquez, que se muestra turbado y les hace desde lejos algo parecido a una seña de que guarden silencio.
Tampoco está la escalera de siempre, sino unos modernos ascensores, en donde un ordenanza al que no reconocen les invita a entrar con gesto resignado. Llegan a la planta de los despachos principales de la Subdirección, y allí se encuentran con que unos guardias uniformados les están esperando.
—Por favor. El Señor Subdirector aguarda— les invitan a acompañarlos
Salvador tampoco reconoce la puerta del que debía de ser su despacho, ni al hombre que les mira desde su mesa al entrar, con una mezcla de displicencias y enojo.
—¡Hombre, mira tú a quién tenemos por aquí…! Toda una leyenda del Ministerio, recién desembarcada de comienzos del XIX. Pero ¿cómo se le puede ocurrir a nadie tamaño dislate…? ¡Hala, a cambiar la historia, con un par…! Y puestos a cambiarla, pues a lo grande, cargándose nada menos que al Deseado… ¿No eran claras acaso las tajantes instrucciones de jamás, repito, jamás, hacer nada que modificara sustantivamente la historia…?
—Tengo entendido que eso no es exactamente así…—intenta defenderse Alonso.
—¿Cómo que no? ¿Quién le ha dicho a usted ese disparate? ¡Al Deseado, a Fernando VII…! ¡Qué idea delirante!...
—Ese hombre iba a ser el peor rey de toda la historia de España, el que nos embarcó en una sucesión de guerras civiles, el que descarriló a nuestra nación del progreso, el que nos hizo perder las colonias americanas…—se atropella Alonso, reproduciendo como puede la lección de historia que acaba de recibir en el bar.
—¿De qué está usted hablando, pedazo de psicópata… magnicida gratuito… integrista ibérico…? Nada de lo que está usted contando pasó jamás. Suerte que Carlos V supo cubrir la pérdida de su hermano y negociar hábilmente con Inglaterra hasta la derrota final de los franceses, para aliarse después con Prusia y poner a la pérfida Albión en su sitio… hasta hoy. Y de lo de “perder las colonias americanas”… ¿en qué mala novela ha leído esa locura? A ver si recuerdo el chiste la próxima vez que visite a mí hermano en Méjico; que esta mañana se levantó siendo Gobernador de Durango, aunque ahora ya no sé qué pensar… En fin…— El Subdirector menea la cabeza, ajusta sus gafas y regresa a sus papeles, pareciendo ignorar a su visita durante unos segundos. Finalmente, levanta la vista y remata:
—Por supuesto, está usted despedido. Pase por personal, donde encontrará lisitos los papeles. Y regrese después a su Sevilla del XVI. Puede buscar a su mujer y continuar con su historia personal. Considérelo un premio por los servicios prestados. Pero ni se le ocurra ir más allá. Recuerde que seguimos teniendo funcionarios allí y que le estaremos observando. Si intenta cualquier cosa, lo que sea, dese por muerto.
Salvador contempla toda la escena alucinado, yendo de uno a otro sin encontrar el momento para intervenir o sin atreverse a hacerlo. Alonso se vuelve y se encamina hacia la puerta, junto a la que permanece Salvador; pero antes de llegar, el Subdirector se dirige a él de nuevo.
—Alonso, antes de irse: se cuenta que otro funcionario le acompañaba en su última y espontánea misión, aunque aún no hemos podido dar con él… que por supuesto está tan despedido como usted… ¿Sería tan amable de decirme quién es, o de decirle a él que se ponga en contacto con nosotros?
—Créame: ya no será necesario— Y Alonso atraviesa el fantasma de Salvador, abre la puerta y se aleja por el pasillo.

Fundido en negro.
—¡Pardiez, Don Salvador…! os dejo un instante para traer más vino, y os encuentro traspuesto…
Salvador levanta la cara de la mesa en donde la tenía apoyada y observa a Alonso con la boca abierta y los ojos desorbitados. Después echa una mirada a su alrededor, contempla el resto del bar, se frota los ojos y se pone en pie trastabillado— Gracias, Alonso, pero creo que ya he bebido más que suficiente…—Saca un billete de su bolsillo y lo deja sobre la mesa, se pone la chaqueta que descansaba en el respaldo de la silla y se dirige hacia la salida, frotándose las sienes. Tras un par de pasos se vuelve hacia Alonso.
—Disculpa, pero no me encuentro bien. Me voy a casa. El lunes no creo que venga al Ministerio. Iré al médico, a pedir la baja. No estoy bien. Estrés laboral, o algo así… Me parece que paso demasiado tiempo trabajando…
FIN DEL CAPÍTULO IX (también conocido como Capítulo I del Ministerio de Avellaneda)
(Pd: Hermanos Olivares, Alicia, Marc: permanezco receptivo a vuestras  posibles propuestas. Y si no, pues no pasa nada: arrieritos somos. Tiempo al tiempo…)

martes, 7 de abril de 2015

¡Viva la emotividad...! (sea cual sea la escusa)

Una Nochebuena de finales de los noventa, en casa de mis padres, sucedió algo irrelevante, pero singular. Todos los Ferradas tenemos buen oído. No es nada meritorio, es una simple cualidad genética, como lo de ser bajitos; aunque lo cierto es que no deja de ser una bendición haber nacido con ese infalible juguete incorporado. El caso es que, en medio de la juerga, y después de haber bebido lo suficiente, alguien se arrancó con una canción a mitad de camino entre lo pastoril y lo militar, una especie de himno que cantaba mi padre en Rusia (falangista y con méritos pendientes de demonstrar por su papel durante la guerra civil —le tocó en el bando “contrario”— se vio impelido a sumarse a las fueras de la Wehrmacht), que trataba de un cadete que encontraba a una doncella celestial en medio de una pradera. Lógicamente, todos acompañamos la canción. Pero resultó que, otro de los presentes, engarzó con absoluta armonía lo anterior con el “A las Barricadas”, uno de los mantras anarquistas de nuestra guerra civil. De nuevo todos acompañamos festivamente la ocurrencia musical, que duró lo justo hasta que alguien le dio solución natural a lo anterior con el “Cara al Sol”, el himno falangista… que otro de los presentes resolvió enlazar con “La Internacional”, con la que efectivamente concordaba en tempo y tono. Y la cosa siguió, siguió y siguió, entre el buen humor, la sorna y el cachondeo, saltando del himno de la Unión Soviética al de España, pasando por el de la República Federal Alemana, el del Barça y la música del Nodo (estos dos últimos enganchan tan bien, en el punto justo, que parecen la misma composición).
¿Qué había detrás de todas esas músicas? Pues emotividad, amor por los tuyos, pulsiones positivas lanzándote para arriba, animándote a seguir, dándote energías para perseverar en el empeño, en tus nobles ideales…
Emotividad, emotividad, emotividad… El ser humano es adicto a ella, le pone. Le pone tanto, que lleva desde siempre buscando justificaciones para desarrollarla, esparramarla, dejarla fluir a borbotones. Y vaya que si lo consigue, sea cual sea la escusa. En estas fechas, nos acabamos de dar un atracón al respecto.

¿Qué porcentaje de los participantes -como actores o como público- en las procesiones de estos días, son realmente cristianos conmemorando el acto más dramático y el mayor de los misterios de su fe? ¿Alguno se parará a pensar en lo que supone toda es dramaturgia, que no es otra cosa que creer en la resurrección física y material de un hombre, que al mismo tiempo era el mismísimo Dios? A todo esto, se supone que Jesús, algún tiempo después de resucitar, ascendió a los cielos. No su alma, sino él enterito, incluido su cuerpo resucitado ¿Alguno de los participantes en las procesiones se habrá planteado en qué lugar físico concreto del cielo andará ese cuerpo físico? ¿En Alfa Centauro? ¿En Ganímedes? ¿En otra galaxia…?
Pero qué burradas estoy diciendo… ¿qué tendrá que ver la resurrección de Cristo con la Semana Santa? La emotividad que ahí se palpa, y a raudales, tienen que ver con la empatía hacia el injustamente maltratado, hacia la madre que ve sufrir a su hijo, hacia la buena persona vilipendiada y traicionada… ¿Quién podría ser indiferente a esas cosas? Pues ya lo tenemos: ¡Ay, qué pena más grande…! ¡Ay que dolor…!
Salgamos de cosas tan tétricas, y acerquémonos a otros fervores no menos emotivos ¡Que viva la Blanca Paloma…! ¡Saltemos la verja y trepemos los unos por encima de los otros para tocar su manto! O si no, pues ¡Que viva la Virgen del Pilar! ¡Visca la Moreneta¡ ¡La Macarena é la má grande! O ya, directamente, ¡ Que viva la Virgen de mi pueblo…!

 

¿Cuántos de los devotos marianos de cualquiera de los cientos de vírgenes de este país –miles, a nivel mundial- sabrán de dónde vienen todas esas variaciones de la misma cosa hacia las que sienten tan singular afinidad? Ahí van cuatro datos. No es opinión, son datos (al margen de que mi forma de contar las cosas suela aportar cierto tinte… que intentaré minimizar, en la medida de lo posible):
  • El cristianismo nace como una escisión reformada del judaísmo, pero comparte con él, entre otras señas de identidad, un feroz machismo, congruente con la sociedad judía de aquél entonces (común a la inmensa mayoría de los pueblos de la antigüedad): Dios es Padre, jamás Madre; abundan los profetas, y apenas existen las profetisas; la intermediación entre los hombres y Dios es tarea exclusiva de los sacerdotes varones; Dios nos mandó a su hijo, jamás habría mandado a su hija; etc.
  • Cuando el cristianismo se convierte en el culto oficial del Imperio Romano y absorbe a la religión greco-romana hasta entonces imperante –en realidad tuvo tanto de absorción como de fusión– se encuentra con el problema de que ésta última tiene un panteón femenino nutridísimo: Venus, Juno, Minerva, Diana, Ceres, Vesta, Flora, Fortuna, Tellus, Proserpina, Aurora, Luna… Frente a tal exuberancia, el cristianismo apenas dispone de una única figura femenina semidivina: la Virgen María, madre de Jesús.
  • En un proceso largo y sostenido, se fue trasmutando a las tradicionales deidades femeninas más adoradas en cada territorio en “versiones” —denominadas advocaciones— de la cristiana Virgen María, justificando su singularidad local en base a apariciones, milagros u otras manifestaciones acaecidas precisamente en ese lugar. De ese modo, conservando fechas de las festividades, e incluso lugares de culto y “talantes” (hay Vírgenes marineras, Vírgenes de las nieves, Patronas de todos los oficios…), la cristianización del mundo pagano fue más llevadera y menos traumática.
  • El procedimiento anterior resultó tan eficaz que volvió a aplicarse siglos después, en posteriores fases de expansión del cristianismo, como por ejemplo tras su llegada a América. Valga como ejemplo que la mejicana Virgen de Guadalupe “sustituyó” en el santuario azteca de Tepeyac a la diosa Coatl-cuéitl, diosa de la fertilidad y la tierra y una de las más importantes del panteón prehispano. Fue precisamente ahí  donde la Virgen tuvo a bien aparecerse al indígena converso Cuauhtlatoatzin (por suerte para todos, se rebautizó como Juan Diego); y no está claro cómo denominó él en su idioma náhuatl a la Virgen Maria, aunque parece probable que no fuera Coatl-cuéitl, es decir, “Señora de la falda de serpientes" (que era el nombre de la diosa local), sino acaso Coatlallope “Señora que aplasta la serpiente”… imagen que no cuesta nada trasmutar en la Virgen María venciendo al mal, aplastando al demonio, etc. Por cierto, intentad decir deprisa tres o cuatro veces “Coatlallope”, y veréis como acabáis diciendo Guadalupe.

¿Pero de qué locuras estoy hablando, que si serpientes, que si diosas romanas que, si qué se yo…? La virgen de mi pueblo es la mejor, y punto. La más bonita, la que vela por nosotros, la que nos ayuda y nos guía… ¡Se me saltan las lágrimas sólo de pensar en ella…! ¡Que viva la Blanca Paloma…! ¡Que viva la Virgen del Pilar! ¡Visca la Moreneta¡ ¡La Macarena é la má grande! ¡ Que viva la Virgen de mi pueblo…!
Bueno, vale ya de darle cera a los pobres cristianos, que se van a creer que es algo personal. La explosiones incontenibles de emotividad no necesitan del más allá para justificarse, pueden erupcionar con otras muchas escusas, como por ejemplo:
Sentir los colores, ser uno con ellos, que lo dan todo por la camiseta, que se dejan la piel… Son los míos, mi gente, los que portan nuestros valores, el esfuerzo, el tesón, la entrega al grupo, la lucha en pos de la victoria, aguantando lo que haga falta para demostrar quién son, quienes somos, lo que valemos… ¡Hala Madrid, hala Madrid, hala Madrid…! ¡Atleeeeeeti, Atleeeeeeti, Atleeeeeeti…! ¡Barça, Barça, Baaaaaaarça…!

Son increíbles. Yo es que, les oigo, y me recorre un escalofrío por el cuerpo entero. Nadie como ellos sabe transmitir lo que es el amor, lo que es sentir, que tu vida tenga sentido, saber que hay alguien ahí que daría la vida por ti, que te electrocuta con rozarte y que te manda directa al cielo con un solo beso. Qué voces... Es que es oírles y sentir que flotas, que te mueres. Y encima, ¡cómo están …! ¿Te imaginas una cita con uno de ellos, que te llevara a cenar, a bailar…? Sólo de pensarlo ya me están dando ganas de gritar… pero espera, que ya salen… ¡Si, son ellos…!, ¡Están ahí… ¡Sí, están ahí…! ¡Ay, que está mirando para aquí…! ¡Me está mirando…! ¡Yo me muero…!


Agrupémonos todos, con la camisa nueva, por el triunfo de la Confederación. Dios salve a Alemania, por encima de todo. Que sepa el Universo que el Barça juega en verso.
Lo dicho: ¡viva la emotividad! Y ya encontraremos una escusa para dejarla fluir.