miércoles, 28 de diciembre de 2016

Lo que nunca pasaría en un encuentro con extraterrestres

Tengo que reconocer que me encantan las películas de ciencia ficción, aunque lo cierto es que ese “género” es un inmenso cajón de sastre en donde se acaba metiendo casi todo lo que tenga cierto trasfondo futurista, por más que buena parte de lo que así se etiqueta sean aventuras de acción y fantasía. Y no es que esas no me gusten, desde La Guerra de las Galaxias (batallas épicas) a Blade Runner (cine negro), pasando por Alien (thriller de monstruos), o Avatar (western ecologista). Pero las que más me ponen son aquellas en las que la ficción científica adquiere auténtico protagonismo y los guiones se retuercen de forma inquietante. Me estoy refiriendo a 2001 o a Interestelar, y también a Matrix, Gataca, Doce Monos, Marte u Oblivion, cada una a su nivel.
Pues bien, sin nos centramos en las películas más inequívocamente adscribibles a este género, resulta curioso comprobar que casi todas giran en torno a uno o varios de los siguientes ejes: los viajes en el tiempo, las distopías y los encuentros con extraterrestres. Me propongo aquí hacer algunas observaciones a propósito del último de dicho ejes, aprovechando el reciente estreno de La Llegada (tranquilos, que no hay spoilers: aún no la he visto), aunque desde un ángulo poco habitual, con un pie en la ciencia y otro en la filosofía. No en vano esta entrada está clasificada dentro de la categoría “espiritualidad”. Ya veréis qué tiene sentido.
Encuentros con extraterrestres. Para empezar, para que eso sea posible tendría que haber alguien ahí fuera ¿Vosotros creéis que lo hay?
Imaginaros a dos hormigas, miembros de una colonia que ha tenido a bien prosperar en un tiesto de tu terraza, asomadas en el filo de la maceta mirado al horizonte. Si su cerebro fuera un poco mayor (el de una hormiga tiene alrededor de un millón de neuronas y el tuyo cien mil millones) y pudieran hablar, y una le preguntase a otra “¿Crees que allá afuera habrá alguien más como nosotras?”, no estaría haciendo un ridículo mayor que el que hacía yo en el párrafo anterior.
Durante milenios vivimos en nuestro tiesto, sin saber siquiera que había más tiestos en la terraza. Desde nuestra ignorancia fabricamos explicaciones a medida de nuestro minúsculo universo, y nos quedamos tan contentos porque las cosas parecían efectivamente cuadrar. La Tierra, plana y quieta, era el centro del cosmos, todo giraba a su alrededor, y el resto de los seres vivos eran rematadamente idiotas comparados con nosotros. La única interpretación razonable para todo aquello era que nosotros constituíamos una maravillosa singularidad, creada para reinar por alguna clase de ser superior, Causa Primera e Incausada, a la que nos inflamos a ponerle nombres y a atribuirle las cualidades que más nos cuadraban en cada momento.
Pero un día, una hormiga especialmente osada se lanzó a recorrer el infinito mar de baldosas que se extendía más allá de nuestro tiesto; y algunas semanas después regresó contando historias de otros tiestos que, al parecer, había en el flanco contrario del balcón. Allí había más hormigueros, cuyos habitantes también se habían considerado a sí mismos una maravillosa singularidad, hasta que, en una ocasión, el viento arrastró hasta ellos a una hormiga un tanto diferente, que les informó de que también había hormigas viviendo en el suelo del parque, al otro lado de la calle.
Generación tras generación, hormiga tras hormiga, fuimos ampliando nuestro universo. Tales, Aristarco, Tolomeo, Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, Einstein… Casi cumplido el primer cuarto del siglo XXI, nuestro conocimiento ha dado ya varios pasos en un territorio que está más allá de nuestro sentido común. Sabemos ahora que la realidad funciona a varios niveles, y que las leyes que rigen los objetos de nuestra escala no son de aplicación ni para las partículas elementales ni para el nivel astronómico.
Hoy en día sabemos también, y con datos constatados, que la Tierra es apenas una canica estelar más, que hay un número casi incontable de planetas ahí fuera (en la Vía Láctea varios cientos de miles de millones; y seguramente hay entre uno y dos billones —billones latinos, de los de un uno y doce ceros— de galaxias), de los cuales un porcentaje significativo son aptos para la vida. Porque el agua y el resto de elementos y condiciones necesarias para la vida abundan por los cuatro costados.
Nuestro tiesto no tiene nada de singular; y previsiblemente nosotros tampoco: si hay casi ilimitados planetas aptos para la vida, ésta estará presente en muchos de ellos; y si somos tan poco singulares, cabe suponer que la vida que se desarrolle en una buena parte de esos planetas siga reglas similares a las de la vida que conocemos, la cual es un proceso evolutivo que siempre tiende a lo complejo. De modo que aunque existan mundos habitados solo por microbios, gusanos y similares, habrá otros con seres realmente sofisticados. Y no conocemos nada más sofisticado que nuestro sistema nervioso y lo que de él se deriva: inteligencia, capacidad de modificar tu entorno, capacidad de soñar que eres una maravillosa singularidad… y también de viajar más allá de tu tiesto.
Resumiendo: hay trillones de planetas aptos para la vida, por lo que puede darse por seguro que en billones de ellos la habrá, y en numerosas ocasiones esa vida se habrá complicado hasta alumbrar seres inteligentes. Es deductivo, de acuerdo. Pero es blanco, está dentro de una botella y no es horchata ¿No será leche…?
Hay gente que se ha dedicado a intentar calcular lo anterior con rigor científico. Es la famosa Ecuación de Drake, y sus mil variantes y evoluciones (dejo un enlace a la Wikipedia para quien quiera curiosear). Pero las cuentas que echan son las del barquero, y mientras para algunos debe haber por ahí no más de diez civilizaciones extraterrestres contemporáneas a la nuestras, para otros son miles de millones. Ahora bien, lo que parece cada vez más asumido es que no se trata de un albur: allí fuera hay vida y hay “gente”; aunque no sepamos ni cuánta ni dónde.
Segunda cuestión: ¿podrían venir a vernos?
Esto es mucho más peliagudo que lo anterior. A la humanidad, oh maravillosa singularidad, le ha costado 200.000 años llegar a la Luna, que está aquí al lado. Nosotros aún no, pero nuestros trastos han conseguido incluso salir del sistema solar, lo que para las hormigas de nuestro cuento equivaldría a decir que hemos bajado del tiesto y cruzado la primera baldosa. Nos faltan otras cuarenta y nueve para llegar al tiesto de enfrente; pero puede que cuando lleguemos no demos con nadie, porque nunca haya aterrizado allí una reina preñada o porque la colonia que en él existió en su día ya haya desaparecido cuando lleguemos.
Seamos realistas: ni nosotros, ni nuestros hijos, ni probablemente los nietos de nuestros tataranietos lleguen en persona al planeta más cercano en el que poder coincidir con una civilización extraterrestre. Dentro de 15 años —tendré 72— estaré pegado a la tele para ver al primer hombre pasear por Marte, como hice en el 69, levantándome de la cama de madrugada para ver a Armstrong pisar la Luna. No será mucho después cuando nos lleguen datos desde las sondas que mandaremos a atravesar los geiseres de Encelado y Europa, que nos confirmarán la existencia de vida microbiana en sus océanos. Pero poco más. El conocimiento científico —y la técnica que de él se derivarán— necesarios para conseguir que pongamos artilugios en Próxima b, el planeta potencialmente habitable más próximo (está a “solo” 4 años luz de la Tierra; o lo que es lo mismo, a 40 billones de kilómetros), aún tardará siglos o milenios en alcanzarse. Con las máquinas que ahora tenemos tardaríamos decenas de miles de años en llegar. Consecuentemente, los “humanos” que se conviertan en viajeros interestelares no seremos nosotros, sino unos descendientes nuestros que a saber cuántas modificaciones habrán incorporado. No me estoy refiriendo a idioteces como que tengan manos con doce dedos o un ojo en medio de la frente (no abordaré aquí el espeluznante tema de los híbridos humano-máquina, aunque puede que algo de ello sí haya), sino a cosas infinitamente más sutiles… pero sustantivas.
Vamos a pensar en quiénes podrían venir a vernos, y a qué, tomándonos a nosotros mismos como referencia, pero asumiendo que los “hombres” que podrían hacer un viaje como ese a ver a sus vecinos serían nuestros descendientes remotos ¿Cómo sería esa gente?
El conocimiento no es una cosa aislada, y la evolución de la humanidad, tampoco. En paralelo al avance de la ciencia ha ido siempre el progreso de la técnica, y de la mano de los dos las estructuras sociales y la propia dimensión intelectual/emocional/espiritual de los individuos. Los egipcios o los romanos disponían de un nivel de desarrollo global impresionante; pero no tenían ni siquiera máquinas de vapor —no digamos ya ordenadores o aviones— de la misma manera que tampoco tenían ni vacaciones pagadas, ni seguridad social ni derechos de la infancia. Todo va parejo, y aunque las cosas tarden un mundo en prosperar (aún hay niños esclavos, por citar un ejemplo global y obvio), lo acaban haciendo. Alabado sea Punset y su certero y demoledor mensaje: cualquier tiempo pasado siempre fue peor.
Al margen de que las hecatombes sean literaria y cinematográficamente muy eficaces, estoy absolutamente seguro de que no nos dirigimos hacia la autodestrucción, ni muchísimo menos. No entraré aquí en detalles al respecto, o esta entrada acabaría siendo eterna, pero como  botón de muestra os dejo aquí un link a otra entrada de este blog, en la que hablo del Cambio Climático.
El futuro a corto plazo, como una década o incluso un siglo, puede intuirse y no será demasiado distinto del presente. Pero pensad en plazos mayores, mil años, diez mil años… ¿A dónde no habrá llegado entonces el conocimiento científico y la técnica derivada del mismo? Los problemas energéticos serán historia, como las enfermedades y hambrunas medievales. Y una vez resuelto el problema energético, quedarán automáticamente resueltos los problemas de contaminación y alimentarios, que al desaparecer se llevarán igualmente al recuerdo la inmensa mayoría de los problemas sanitarios. Coged el área temática que queráis y metedle cien o doscientos siglos de evolución. Aquella gente, nuestros descendientes, es imposible que sean como nosotros.
Imaginad un mundo en el que la bioteconolgía alcance tal desarrollo que la gente realmente no envejezca, que todo deterioro pueda ser frenado. La duración de la vida de esos seres podría ser de siglos, o incluso de milenios, hasta acabar… ¿cuándo y por qué habría de acabar? ¿Por accidente, y solo en casos excepcionales? ¿Por cansancio y aburrimiento, tras miles de repeticiones de todo lo potencialmente interesante? ¿Y si la biotecnología también tiene cómo combatir el cansancio y el tedio? ¿Podrían ser nuestros remotos descendientes prácticamente inmortales? Si eso llegase a suceder ¿qué tipo de principios éticos y morales tendrían? Sin duda no serían los nuestros, en los que el miedo a la muerte y el terror a dejar de ser lo condicionan absolutamente todo. También el miedo al dolor propio y la empatía con el dolor y la muerte ajena. Pero si tales cosas desaparecieran, o prácticamente desaparecieran, ¿qué clase de ética regiría a esos individuos?
¿Qué religiones o perspectivas espirituales tendría esa gente? La codicia, por citar algo muy sencillo, tiene que ver con las ansias de tener del que no tiene, y sabe además que la vida es corta. Pero si tu tiempo es prácticamente infinito, ¿para qué ser codicioso? La cuasi-inmortalidad lo mismo volvía a todo el mundo budista.
Intentad concebir la siguiente escena: en las navidades del año doce mil dieciséis, nuestros n-nietos, cuasi-inmortales, en sus naves inimaginables (seguro que ni remotamente se parecerían a trasatlánticos ni a aviones de combate), tras plegar el espacio-tiempo viajan a contactar con la civilización X del planeta Y, en la galaxia Z, a mil años luz de distancia ¿A qué os imagináis que podrían ir? ¿A invadirlos, a quitarle sus riquezas, a parasitar el planeta? Por favor…
Una pequeña cuña: no estoy tratando aquí el tema OVNI porque, aunque no lo parezca, es colateral y tremendamente complejo, y si me enredo con eso me distraería del asunto principal. Pero baste señalar que, aunque el 99% de los ovnis avistados puedan explicarse de un modo u otro, el 1% restante suma una ingente cantidad de realidades constatadas y aún no aclaradas. Podrían ser naves extraterrestres, cierto; aunque me inclino a pensar en otras posibles alternativas —que acaso algún día intente abordar en este foro— por la misma razón que adelantaba en el párrafo anterior y que continúo abordando en el siguiente: una civilización tan increíblemente avanzada como para realizar viajes interestelares… ¿podría ser avistada “por sorpresa”, en un descuido, mientras recolectan lechugas a lo ET, o abducen infelices a lo Encuentros en la Tercera Fase? Si quisieran hacerse públicos lo tendrían facilísimo. Y lo cierto es que aún no lo han hecho.
Dejemos pues a los ovnis para otra ocasión y continuemos con la miga de esta historia: suponiendo que existan civilizaciones extraterrestres hiperavanzadas capaces de hacer viajes interestelares, ¿para qué querrían venir a vernos?
Si viniera alguien a vernos sin duda lo haría desde muy lejos. Su conocimiento de la realidad tendría que ser apabullante, comparado con el que nosotros hemos conseguido hasta el momento. Solo así habrían podido fabricar agujeros de gusano, máquinas de teleportación cuántica, sillas con las que cabalgar agujeros negros, o la locura que sea la que se necesite hacer viajes interestelares, los cuales para nosotros son tan imposibles como lo eran para los neandertales los viajes en avión ¿Alguien se puede creer que una gente como esa iba a venir hasta aquí para hacer la guerra, para robar nuestra agua (una de las sustancias más abundantes del universo), para interferir en nuestras rencillas políticas o cualquier otra idiotez similar? ¿Alguien puede creer que el desarrollo científico/tecnológico de esos seres podría haber tenido lugar sin una paralela evolución psicológica, emocional, moral, espiritual…?
Stephen Hawking, entre otros, defiende que, si algún día una civilización extraterrestre viniese a la tierra nos tratarían como a simples bacterias. Yo pienso que el sabio —nadie podría dudar que lo es— se equivoca total y absolutamente: la única razón relevante para que una civilización extraterrestre viniese a la Tierra somos precisamente nosotros. El resto, el agua, todos los materiales que conforman nuestro planeta e incluso la propia vida que sustenta en su conjunto, es con toda probabilidad algo tan vulgar y abundante que jamás justificaría un viaje tan largo. Pero nosotros sí. Y no porque seamos una realidad única (de ello dan fe nuestros visitantes), pero sí poco común. Porque ¿sabéis lo que somos?:
SOMOS LA TIERRA, SU MÁXIMO FRUTO: POLVO DE ESTRELLAS CONSCIENTE Y CAPAZ DE AMAR, QUE SE ASOMA AL COSMOS PARA INTENTAR ENTENDERLO Y ENTENDERSE.
Desde esa perspectiva, planteamientos como los de 2001, Interestelar o Contact, me parecen plausibles, mientras que los de La Guerra de Los Mundos, Independence Day, etc., etc., etc., totalmente inverosímiles. Mejor, ¿no?

¡FELIZ AÑO A TODO EL MUNDO!

viernes, 16 de diciembre de 2016

La mala educación

Supongo que a mis cincuenta y siete años no estoy autorizado aún a considerarme un viejo cascarrabias, aunque empiezan a manifestare síntomas de que lo seré. Pero obviando que la disminución de mi tolerancia pueda ser o no en parte justificable, lo cierto es que hay un asunto en particular que me saca de quicio y del que me propongo despotricar aquí a mis anchas: EL USO MALEDUCADO DE LOS MÓVILES.
El paroxismo de la cosa se manifiesta en la adolescencia. No sé si es así en el resto del planeta, pero en mi entorno es imposible ver a un adolescente que no tenga un móvil en la mano. Es una prolongación de su cuerpo, el canal fundamental a través del cual conectan con la realidad; la cual, como todo el mundo sabe, incluye tres dimensiones (aprovecho para indicar el orden de relevancia de las mismas):
1ª) Aquello a lo que se accede a través del móvil: los amigos, los colegas, vídeos, canciones, juegos…
2ª) Lo que es emitido por un reproductor de imágenes y sonidos no personal; esto es la tele, ipod, ordenador, radio o lo que sea, que está de fondo emitiendo 24 horas al día.
3ª) Aquello a lo que se puede acceder de forma directa a través de los sentidos y que no procede de ninguna pantalla o reproductor intermediario. Es una realidad secundaria, cuya existencia es cuestionable… hasta que alguien le da carta de naturaleza a través de un móvil o algo parecido.
Yo he llegado a tener en casa a mi hijo y 8 amigos suyos, todos apasionados por el fútbol, “viendo” un partido importante al tiempo que los 8 miraban sus móviles, se mandaban mensajes, e incluso comentaban las jugadas que se supone que estaban “viendo”, en lugar de hacerlo directamente.
Cuando veo un partido con mi hijo, tengo que comentarle la mitad de lo que pasa, ya que se lo pierde por estar atendiendo a la mierda de su pantallita. Porque la falta de pudor de los adolecentes es infinita, y salvo amenaza de muerte (o algo peor: amenaza de quitarles el móvil), como les sucede durante las horas de clase, no dejan de usarlo en ningún momento, estén donde estén y hagan al tiempo lo que hagan.
Intuyo una explicación sencilla de este fenómeno: la adolescencia es una etapa de búsqueda de la identidad, de alejamiento de lo hasta entonces conocido (familia, escuela, reglas, pautas, gustos y criterios “inculcados” etc.), y de creación de un universo propio. Ese universo al principio es muy pequeñito y se restringe a un mínimo grupo —para colmo, cambiante— de amigos y entornos específicos y ajenos a lo conocido. Tradicionalmente, a esas cosas solo podía accederse puntualmente, durante los fines de semana o las vacaciones. Pero ahora, gracias a la telefonía móvil, ese microcosmos del adolescente, que para él es infinito y el único realmente relevante, es accesible de forma constante. Ergo que hablen lo que quieran papá, mamá o el profe, que yo donde realmente estaré todo el tiempo que pueda, donde yo seré yo, será en mi universo particular, cuya puerta de acceso es mi móvil.
Y hasta ahí, pues vale. Este viejo gruñón prematuro lo que tiene es arterioesclerosis cerebral, y el vértigo adolescente le marea. Ojalá fuera solo eso; pero me temo que la cosa es peor: lo del enganche a los móviles no conoce edades y es una enfermedad más extendida que el catarro común.
¿Quién no está metido en veintisiete grupos, de los cuales solo un par le interesan? Pero el resto son inevitables: el de los compañeros de trabajo, el del colegio de tus hijos, el de las actividades extraescolares de turno, el de la familia en general, el de la parte de la familia con la que tienes ciertas cosas de las que no quieres que se entere la otra parte, el de tus amigos del alma, el de esos otros amigos no tan del alma pero que quedarías fatal si pasaras de ellos, el de tu otra actividad, hobby o lo que sea…
Suena el cacharrito, y como no hay manera de saber si el mensaje es realmente importante o no, pues te tiras de cabeza a mirarlo. Y el 90% de las veces resulta ser una idiotez, una foto que cualquier curiosidad que algún ocioso manda; porque en cada grupo, indefectiblemente, hay dos o tres ociosos y mensajeros compulsivos que se pasan la vida enviando gilipolleces irrelevantes. El otro 10 % de los mensajes acaso tenga algún interés, aunque lo más probable es que no se trate de nada urgente. No hacía falta que lo mirases, pero ya es tarde, ya lo has hecho, y antes de que te dé tiempo a darte cuenta estás respondiendo. Y la persona con quien estás, ninguneada. No importa, da igual quien sea, ha dejado de estar ahí. Y si no estás con alguien en concreto, pues quien es ninguneada es la realidad real al completo, incluida toda la humanidad: cruzas sin mirar, te paras en medio de la acera entorpeciendo el paso, eres un peligro al volante…
Quiero creer que esta epidemia mundial de poca educación, que a mí me mata (lo digo por si no os habíais dado cuenta), se debe a que estamos ante un juguete nuevo. Si alguien quiere ponerse profundo podemos decir que no se trata de un juguete, sino de un vehículo que posibilita un salto evolutivo sin precedentes en la forma de comunicarnos y de acceder a la información. A cualquier clase de información y en cualquier momento o lugar, lo que ciertamente no es poca cosa. Podemos darle el alcance que se quiera. Pero lo que es indudable es que se trata de una situación completamente nueva, que aún estamos aprendiendo a manejar.
Y eso que ya hemos mejorado: hace apenas una década la vida era un festival de intromisiones sonoras cada vez que empezaba una película en el cine, una conferencia, un entierro, una clase o cualquier otro acto similar. Cada vez que un grupo de algunas decenas de personas se quedaba en silencio, antes de que pasara un minuto sonaba por aquí o por allá alguna de las odiadas y conocidas melodías, para cabreo general y sonrojo del culpable, que siempre tardaba una eternidad en localizar el cacharrito y darle al botón correspondiente. Eso ahora ya no pasa casi nunca, justo es reconocerlo.
También hemos mejorado nuestra educación en relación con otras costumbres que parecían eternas. Seguro que a los que tenéis más de cincuenta la imagen siguiente no os resultará extraña:
Yo recuerdo perfectamente ir de crío al médico, a finales de los sesenta y principios de los setenta, y que éste te recibiera fumando. Obviamente, yo también fui fumador en su momento (momento que duró 30 años, hasta que lo dejé hace ya doce), y aunque ahora me avergüence, hace veinte años podría haber sido perfectamente mía la mano que sale en la siguiente imagen:
Fumando en el coche, y con mis hijas pequeñas dentro ¡Qué falta de cabeza y de respeto! ¡Qué mala educación…!
No yo, que ya digo que hace más de una década que superé esa terrible drogadicción (eso es lo que es el tabaquismo y no otra cosa, como acaso algún día exponga detenidamente), sino los actuales fumadores, no hacen ya esas cosas. A mis amigos y familiares que aún fuman —ya lo dejarán… o serán ellos quienes nos dejen, como bien saben— no se les ocurre encender un cigarro en casa sin preguntar antes, y sin aceptar después con naturalidad mi invitación de que salgan a fumar al jardín.
De modo que paciencia, que la educación continuará su progreso y el uso de los móviles llegará algún día a civilizarse. Supongo que ayudaría a la cosa el que los mensajes tuvieran alguna clase de codificación de su grado de urgencia, de manera que solamente aquellos realmente singulares (está ardiendo tu casa, te ha tocado la lotería, estas despedido, te ofrezco el contrato de tu vida…), activaran algo que te impeliera a centrar tu atención en la pantallita desatendiendo cualquier otro asunto, cosa que todo el mundo comprendería. Pero solo en esas circunstancias. Para el resto, confío en que, dentro de poco, dejar a alguien con la palabra en la boca para atender a tu móvil sea tan socialmente inaceptable como que te arranque a sonar a mitad de película o como echarle el humo a la cara a un niño: mala educación ya superada.


domingo, 11 de diciembre de 2016

Lotería sin premio

Casi siempre sucede lo más probable:
Recoges minúsculos frutos de ímprobos esfuerzos.
Escudriñas su dulzura, injustamente escasa.
Fatigas tu buzón, repleto de sustancias ajenas,
de propuestas equivocadas.
Madrugas día tras día para llegar antes que el sol,
y apenas regresas con lo justo para seguir,
para madrugar mañana
con el gesto torcido.

Casi siempre sucede lo más probable.
Pero, a veces,
una por millón,
Yahvé, Alá, Visnú, Fortuna,
o como más te guste llamarle,
se divierte cargando los dados
y sucede lo improbable,
a lo que llamamos milagro.

Una por millón.
Y a mí, ya me ha pasado tres veces.
Me da menos vergüenza contarlo
que mi cara de imbécil oteando el horizonte,
en busca del cuarto.

Desde mi frustración gratuita, el once de diciembre de 2016,



(Nota: el dios de Estós ha intentado disimular pero le he pillado: casi se le escapa una sonrisa).

Y como con el poema anterior, y por las mismas cuestionables causas, adjunto escaneo del original (sí, es lo que parece: esto lo parí de camio al aeropuerto, y lo escribí allí en servilletas del bar mientras esperaba a mi amor)




sábado, 10 de diciembre de 2016

¿De nuevo, un poema?


Vergüenza de deberes sin hacer,
de tía anciana a la que nunca llamas.
Destemple de zapatos sin calcetines,
de ropa sudada sobre piel de ducha.
Fingida indiferencia que proclama tu culpa.
La culpa,
el sentimiento en el que menos creo
jactándose de su potencia.

Me parapeto tras media sonrisa
y busco un rincón.
Mi infantil artimaña
concentra  aún más los focos:
“¡Cuánto tiempo…! ¿A qué debemos el honor?”
Acorralado y desnudo,
opto por lo que entiendo la verdad:
“Es que todo era tan urgente
que el corazón apenas me ha dolido”
Alguien pregunta:
“¿Ha dicho dolido o sentido?”
El veredicto es un demoledor silencio.
Mientras, al fondo,
el dios de Estós mueve la cabeza.


En mi casa, buscándome, el diez de diciembre de 2016

Nota: el dios de Estós es uno de los personajes principales de un cuento mío (y en realidad, de mi vida), titulado "La Leyenda de Estós", que podéis encontrar en una recopilación de cuentos cuyo título es Desasosiego)
Y ahí os dejo el incunable de mis garabatos, aún calientes. Quién sabe, lo mismo algún día pueden tener interés para alguien.


miércoles, 30 de noviembre de 2016

Después de leídos ¿para qué valen los libros?

Viniendo de un escritor, supongo que la mayoría pensaréis que la pregunta es sarcástica o meramente retorica; pero no es así. Os invito a reflexionar sin prejuicios sobre el tema: ¿cuál es la razón de ser de los libros, una vez leídos?
En mi casa la cultura siempre fue un bien valioso en sí mismo. Creo que el promotor de tal idea, al menos a mi escala, fue mi padre, quien ciertamente fue un hombre culto; aunque tampoco tanto como en su momento creí. Y lo de “tanto” lo digo contrastando el nivel cultural que le recuerdo con el de otras personas que conozco o que he llegado a conocer. Pero en su momento, y teniendo en cuenta su entorno, él destacaba notablemente; cosa que no dudaba en aprovechar para erigirse en referencia dentro de su pequeño microcosmos. Porque en la España aislada y culturalmente subdesarrollada de mitad del siglo pasado, tener estudios superiores, hablar más de un idioma y haber viajado era algo que le sucedía a muy pocos, y si lo sabías explotar —era un maestro del protagonismo— podías brillar a pesar de tus posibles carencias en otras áreas tradicionalmente aclamadas, como el patrimonio o el abolengo.
El caso es que en mi casa siempre hubo multitud de libros, y entre ellos alguna voluminosa enciclopedia, como la famosa Espasa-Calpe. Era imposible que en cualquier reunión familiar, cumpleaños, navidades, lo que fuera, no surgiera entre nosotros alguna controversia, casi siempre irrelevante, tipo “¿Quién nació antes, Cervantes o Shakespeare?; o ¿Qué país tiene más superficie, Australia o Canadá?”, y raudo saltábamos a por la Espasa, cada cual seguro de encontrar ahí la validación incuestionable de sus argumentos. Hasta tal punto interioricé la imprescindibilidad de una buena enciclopedia que cuando me independicé de mis padres, al casarme por primera vez en 1986, en mi lista de bodas figuró una edición de la Espasa, algo más moderna y reducida que la de mi padre. Treinta años después ahí sigue conmigo ¿Cuántos años hará que no la abro, que la Enciclopedia Universal Definitiva que es Internet la sustituyó para siempre?
Me acerco al salón y le hago una foto ahora mismo, que testifique el papel que hoy en día ocupa en mi vida la que fue pilar central de mi cultura, Ahí va:


Acumulando polvo en las estanterías conservo otro buen montón de libros no literarios, tanto de mis tiempos de estudiante (libros de bioquímica, genética, zoología, geología…), como textos profesionales (guías de todo tipo, de plantas, animales, atlas climáticos, estudios técnicos de cuarenta asuntos), o relativos a aficiones (de montaña, de fotografía, de viajes…), que también cabría considerar libros de consulta y que en su mayoría hace ya muchos años que no consulto, dado que, sea cual sea la duda a dilucidar, siempre es más rápido versátil y contrastable hacerlo a través de Internet que hojeando objetos de celulosa con tinta impresa.
Lo anterior para los libros de consulta. Veamos ahora los de lectura, los que están concebidos para entrar por una punta y salir por la otra, ya te lleve el recorrido unas horas o varias semanas.
No conservo ni la tercera parte de lo que me he leído; pero no dejan de ser un buen montón, acaso dos o tres centenares. Algunos de ellos los recorrí varias veces, ya fuera porque fueron especialmente significativos y quise mamar de su sabiduría en diferentes momentos de mi vida, o porque su naturaleza se prestaba a ello. Podríamos meter ahí libros de poesía (Residencia en la Tierra, de Neruda; El Rayo que no cesa, de Miguel Hernández; Altazor, de Vicente Huidobro…); de calado filosófico (Siddhartha, de Herman Hesse; Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach; Ficciones, de Borges… Sí, he dicho Ficciones, de Jorge Luis Borges, y si alguien cree que es un libro de cuentos y no un tratado de filosofía, que se lo lea de nuevo, que no se ha enterado de nada); y también narrativa excepcional (La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa; La familia de Pascual Duarte, de Cela; Cien años de soledad, de García Márquez…). Va otra foto.
Muchos de los que ya no tengo sé que los regalé, o que los presté y luego olvidé a quién, costumbre singular mía completamente idiota pero de la que me enorgullezco: cuando leo algo que me apasiona lo recomiendo encarecidamente, hasta que alguien al final me pide el libro en cuestión, se lo dejo, y hasta siempre. Tan solo repararé en su pérdida cuando, acaso años después, me surja una duda que quiera consultar o se lo indiquen como lectura a mi hijo en el colegio. Ese día, fatigaré desconcertado las estanterías buscándolo… para acudir finalmente a consultarlo/descargarlo en mi ordenador, o pasar por alguna biblioteca a pedirlo prestado.
Algunas pérdidas recientes se deben a mi perro Nube, gran aficionado a la literatura al que no conviene dejar sólo en un cuarto con libros, porque el muy cabrón se los devora (por desgracia, no es una metáfora: en tres ataques distintos ya ha dado cuenta de algo más de una docena).
¿Para qué demonios conservo pues toda esa quincallería emocional decorando mis espacios? Sé que no sería capaz de tirarlos, sin más. Podría donarlos, y acaso debería hacerlo, porque para el que no lo ha leído cualquier libro es nuevo, es una puerta entreabierta invitando a pasar, un sitio no visitado que te está llamando; como lo fueron en su día esos mismo libros para mi.
Pero si donara mis libros, y me estoy refiriendo a todos de golpe, no a soltarlos de uno en uno a alguien en concreto y como regalo especial del alma, sé que no reconocería mi casa, mi espacio, mi universo. La casa de un Ferradas es inconcebible sin una Espasa, con sus páginas pegadas por falta de visitas, actuando como faro espiritual, proclamando desde la atalaya de su estante que el conocimiento existe, que las cosas son de determinada manera porque generación tras generación la humanidad se dedicó a comprobarlo, refutarlo, redefinirlo y dejarlo por escrito, negro sobre blanco… en su día: hoy, negro sobre blanco amarillento.
Y también vigilan mi corazón desde la estantería los versos que tanto me conmovieron y que me volvieron poeta, y los barcos pirata en los que me embarqué, las batallas que perdí, los reinos que gané, los dioses que conseguí entender y aquellos de los que abominé. Tienen forma de papel callado, viejo, sabio. Saben que es improbable que vuelva a visitarlos. No es necesario, siguen cumpliendo su misión silenciosa al fondo de mi memoria, y la mera visión fugaz y ocasional de sus lomos es suficiente para hacer detonar dentro de mí toda su potencia. Más bonito todavía: de cuando en cuando incorporan algún nuevo hermano destinado a la misma tarea, al margen de que sea un recién llegado. Y menos mal: mientras haya nuevas incorporaciones, aunque sean pocas y espaciadas, es que aún estás de ida. Es que aún no has llegado.
Concluyo así mi reflexión, que me ha ido llevando de la mano sin guión previo, y cuyo inesperado resultado a mi mismo me sorprende:
No te deshagas de los libros ya leídos. Cuando entiendas que es lo correcto, dónalos de uno en uno y con el corazón a quien creas que crecerá con ellos como tú lo hiciste. El resto déjalos reposar en sus estantes: solo con mirarlos podrás recordar siempre quién eres. Dejando al margen que acaso alguien, incluido tu perro, pueda encontrarles una utilidad en la que nunca pensaste.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Lo que amo de USA; lo que odio de USA


Los habitantes de países pequeños sentimos siempre una mezcla de admiración y envidia hacia los países grandes. Qué tíos, cómo son, menudo país tienen, no les falta de nada. Menuda producción artística, científica, tecnológica, menudo poderío. Qué cantidad de medallas ganan en todas las olimpiadas, qué de premios Nobel, lo que inventan, lo que nos venden. Qué maravilla… Y al tiempo, qué cabrones, qué asco.
Estoy seguro de que lo anterior es universal y vale lo mismo para un español hablando de USA que para un lituano hablando de Rusia o un vietnamita hablando de China. Pero para el caso concreto de los países que antaño fueron poderosos creo que hay un factor añadido que contribuye a inclinar la balanza del lado de la admiración o del de la envidia, y es el tiempo transcurrido desde su pasada grandeza.
Hace cuatro mil años Egipto era el cénit de la humanidad, en todos los sentidos. Cabe considerar a Grecia su relevo, y allí fue donde nacieron las concepciones filosóficas, científicas y políticas sobre las que apoya la actual sociedad planetaria (nada menos). Roma, que sería la siguiente referencia (ya sé que China, India y América siguieron sus propios itinerarios; pero sé poco de ellos y obviarlos ahora no creo que comprometa mi argumentación), alcanzó su hegemonía tras absorber y reciclar cuanto pudo de las culturas helena y egipcia. Pues bien: ¿dónde está la chulería, prepotencia y resentimiento de egipcios, griegos o italianos? No hay tal. Hace ya demasiado que estuvieron arriba, y cuando miran a los grandes no se comparan.
Vamos a echar ahora la cuenta al revés, de adelante hacia atrás. Hace poco más de un siglo el Imperio Británico abarcaba, redondeando, a 500 millones de almas y 30 millones de kilómetros cuadrados, lo que equivalía al 25% de la población mundial y el 20% de las tierras emergidas. Los británicos alcanzaron en parte su esplendor tras acabar con la hegemonía francesa; y unos y otros solo pudieron montar sus negocios tras acabar con quien había sido su predecesor, el Imperio Español, que si sería planetario que en él no se ponía nunca el sol.
Pues bien, es más que manifiesta la soberbia nacional, orgullo patrio y mirada de soslayo (mezcla de condescendencia, envidia y desprecio), de británicos, franceses y españoles hacia las potencias contemporáneas en general, y hacia los EEUU en particular. Y además en ese orden: los que más, los británicos (difícil encontrar a alguien más enamorado de su propio ombligo); a considerable distancia los franceses (aunque éstos también tienen lo suyo), que a su vez nos aventajan claramente a los españoles, maestros en la autocrítica despectiva pero con un irrenunciable orgullo de fondo que nos hace mirar a los yanquis como a nuevos ricos.
Puff, perdonad por la larga introducción; pero es que, ya me conocéis, soy apóstol de la perspectiva, y siempre me parece preferible dar datos por exceso que por defecto, antes de comenzar con las opiniones.
Vamos a ello.
Este españolito siempre ha sentido fascinación por USA, y al tiempo una considerable aprensión. Parte de mi admiración es la misma que supongo sentirán la inmensa mayoría de los habitantes del planeta ante el descomunal poderío americano, a todos los niveles. Pero esa admiración, en mi caso, no es ni de lejos la más relevante. Lo que realmente me pone de ellos son las cosas que he llegado a conocer y de las que he podido disfrutar. Y todo a pesar de no haber estado nunca allí, aunque tenga amigos que residen en ese país, otros nacidos allí pero asentados en España, y conozca además a mucha gente que han visitado USA. Y lo anterior por citar fuentes más o menos directas, porque las indirectas, la información de todo tipo que nos llega desde allí es inabarcable.
En el lado positivo, y por encima de todo, tengo que destacar la auténtica esencia del American Dream: la valoración del esfuerzo personal, la fe en el individuo, el respeto a la iniciativa, la firme creencia en que todos estamos autorizados para intentar lo que sea, y que a priori nada es imposible, acabe al final la cosa como acabe. Yo soy uno de los millones de cándidos adolescentes que empezó a hacer fondo tras ver Roky en 1976… y acabé corriendo maratones. Thanks forever.
Siguiendo de cerca a lo anterior, su capacidad para la fantasía, para la creación artística. Y ahí tengo que meter desde mis lecturas de Whitman, Poe, Hemingway, Asimov o King hasta las películas de Spielberg, Allen, Disney, Welles, Coppola, Scorsese, Lucas… Si pasamos a la música mi amor puede acabar convirtiéndose en idolatría, y no ya tanto por la obra de autores en concreto (ahí, me temo que la mayor parte de mis dioses son europeos: alemanes, rusos y franceses de hace entre 300 y 100 años, y británicos contemporáneos), sino por ser los “inventores” de la inmensa mayoría de lo que es la música contemporánea, empezando por el jazz, siguiendo por el rock y terminando por donde queráis.
Y puestos a hablar de inventos, entre los siete mil asuntos que le debemos a su ingenio se encuentra nada menos que Internet. La globalización/planetarización bien entendida que yo tanto defiendo no existiría sin tal cosa.
Podemos rematar diciendo que amo todo lo que tenga que ver con la exploración espacial (y si no fuera por la NASA apenas existiría), la ecología y otras cuarenta materias que no serían lo que son si no fuera por lo que han aportado tantos hombres y mujeres norteamericanos que necesitaría diez páginas solo para relacionarlos.
Y para colmo tienen Las Rocosas, el Gran Cañón, Yellowstone, Yosemite, Florida, Alaska, Haway… (soy más ratón de campo que de ciudad, y por eso no cito New York ni ninguna otra de sus apabullantes megaurbes)
Como decía al principio: ¡Qué maravilla…! ¡Qué cabrones…!
Peeeero….
A pesar de todo lo anterior, la sociedad estadounidense incluye una serie de rasgos y elementos desconcertantes que hacen que me refiera con frecuencia a ellos como “una panda de adolescentes”, “gente subdesarrollada”, o cosas aún peores. Adjunto algunas reseñas de lo que más me cruje. Y ya sé que cada uno de los 50 Estados que conforman esa nación tiene sus peculiaridades; pero como referencias globales, valen:
Su relación con las armas
¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI se considere normal que los civiles vayan armados por la calle y que a los niños Santa Claus les regale fusiles de asalto? ¡Eso es una reliquia del Far West, de cuando el Estado caía lejos y no podía garantizar la seguridad de nadie, de modo que mejor era autoprotegerse! Ahora es inaceptable que siga siendo así. O si no, si realmente nadie está seguro en ese país si no es empuñando un arma… lo primero, ese país es una mierda; y lo segundo ¿para qué pagan impuestos? Si yo no me fiase de las fuerzas y cuerpos de seguridad de mi Estado, no daría un euro para su mantenimiento. Y para qué vamos a hablar de las consecuencias de que todo el mundo, indistintamente gente honrada, psicópatas, niños, quien sea, tenga tan fácil acceder a un arma como a un móvil: a) Todo el mundo está inseguro, porque cualquiera con quien te cruces puede ser una amenaza. b) Cualquier tonta disputa, que debería acabar con tres gritos, o a lo sumo con dos mamporros, puede acabar con varios muertos. c) La policía dispara primero y pregunta después, pues es casi seguro su interlocutor que ira armado. d) Todo lo anterior se traduce en: ¡más de 90 muertos al día…! Mucho más que en la mayoría de las guerras contemporáneas. TENENCIA LIBRE INDIVIDUAL DE ARMAS= SUBDESARROLLO.
 Pena de muerte
La pena de muerte es pura y simplemente Venganza de Estado, Ley del Talión cuyo único objetivo es reconfortar a los perjudicados por el condenado. Es conceptualmente amoral, paleolítica, y no resuelve absolutamente nada, pues está más que demostrada su ineficacia preventiva. Que quien quiera mire dónde se aplica en la actualidad la pena de muerte: salvo en Japón (otros que tenían que hacérselo mirar), y en EEUU, únicamente está vigente en dictaduras, sociedades feudales y lo más profundo del tercer mundo PENA DE MUERTE= SUBDESARROLLO.
 Criterios morales desquiciados
Si en una película sale una teta, eso la califica de moralmente peligrosa, lo que restringe su ámbito de distribución, con todo lo que conlleva (yo llegué a creer de adolescente que las yanquis nunca se quitaban el sujetador para mantener relaciones). Pero que alguien se tome la justicia por su mano para asesinar a quien se le ponga por delante, hombres, mujeres, niños o lo que sea (asunto que centra el 90% de las películas populares), no tiene nada de reprochable, y la película es apta para todos los públicos. Leyes restrictivas de las relaciones sexuales, incluso consentidas y entre adultos, estuvieron vigentes en medio país… ¡hasta 2003…!
Esto de sus disparates morales/legales es tan delirante que merece como mínimo otra reseña: la mayoría de edad, en 47 de los 50 Estados, está establecida a los 18 años; pero la edad penal no está tan clara, y hay muchos estados que la sitúan por debajo de los 14 años, por lo que en EEUU hay varios miles de niños ¡condenados a cadena perpetua…! Pero la edad a la que se autoriza beber alcohol sí está más estandarizada en los 19 años. Total, que UN ESTADOUNIDENSE DE 18 AÑOS PODRÍA SER PRESIDENTE DEL PAÍS… PERO LE DETENDRÍAN SI SE BEBE EN PÚBLICO UNA CERVEZA.
Decir patético es decir poco.
 Segregación racial de hecho
De esta circunstancia me han informado de forma reiterada e inequívoca testigos directos: salvo en contadísimas excepciones, los estadounidenses negros viven en una sociedad ajena al resto. Se casan entre sí, viven en barrios de negros, van a escuelas de negros, apenas se relacionan más que con negros. Por eso apenas hay mestizos; excepto entre los latinos, clatro está, porque como en el resto de Sudamérica, casi todos son mezcla de cuarenta sangres. Los negros, por lo demás, son de largo los más pobres, menos cultos, los que ganan menos, los que llenan las cárceles… No es que existan hoy en día leyes segregacionistas; pero la realidad de hecho es que se trata de un país racialmente estratificado.
Incultura + proteccionismo + preservación de la impunidad = Desinterés por lo global
La inmensa mayoría de la población es rematadamente inculta y solo se interesa por asuntos directamente relacionados con sus respectivos microcosmos. Eso también pasa en España, lo reconozco, y en ambos casos, siendo generosos, apenas podríamos rescatar de la marea del burrerío a un 20% de personas curiosas y aceptablemente leídas (eso sumaría cosa de 60 y 9 millones de norteamericanos y españoles transitables, respectivamente). Pero la relevancia mundial de España es muy limitada, mientras que la de EEUU es crucial, de manera que si a los españoles se nos hubiera ocurrido el dislate de negar el cambio climático o no haber firmado en su día el Tratado de Kioto, no habría pasado nada; pero que lo hicieran los estadounidenses sí fue muy serio para el resto del planeta (vale, ahora han firmado el Acuerdo de París; pero ha habido que pelear con ellos 20 años para hacerles bajar del burro). Y entre el desinterés popular y el celo de su autonomía/impunidad, la lista de tratados y convenciones de importancia mundial que EEUU no tiene asumidos (ergo que torpedea), incluye desde el Tribunal Penal Internacional (una cosa es juzgar a genocidas yugoslavos y otra pretender hacerlo con los horrados gestores de Abu Graib), hasta la Convención de los Derechos del Niño.
Esto no es un examen, no toca contrastar virtudes y defectos para obtener una nota media. Eso daría completamente igual, porque fuera la que fuera nada haría cambiar las maravillas con las que empezaba y las miserias con las que terminé. Lo que me proponía era precisamente lo contrario: ayudar a reflexionar a los aduladores incondicionales de “los americanos”, para que no olviden lo mucho que aún les queda por delante a aquella gente, y en la media de las posibilidades de cada cual (más de las que todos sospechamos), que ayuden empujando en la buena dirección. E igualmente a los críticos despiadados e irreflexivos, para que reparen en lo muchísimo que la humanidad les debe a ese gran pueblo. Incluido que este escrito haya podido llegar hasta vosotros.