sábado, 27 de febrero de 2016

¿Porqué las religiones odian/temen tanto al sexo?

Generalizar siempre es arriesgado, lo sé. Pero dado lo universal y peliagudo del tema, voy a hacerlo.
El asunto en cuestión es la curiosa actitud que, con carácter prácticamente universal, muestran las religiones hacia el sexo. Ya sé que al referirme a “las religiones” lo estoy haciendo a una gran diversidad de sistemas culturales, creencias y normas de convivencia, cada una con señas de identidad específicas. Pero si nos quedamos con la media docena de doctrinas que aglutinan a más del 90% de los habitantes de este planeta que se consideran creyentes, podemos encontrar algunas pautas muy similares. Una de ellas es su actitud hacia el sexo, faceta de las relaciones humanas hacia la que todas profesan una mezcla de obsesión reguladora, temor y odio visceral.
Ojo, no estoy diciendo que las grandes religiones satanicen sistemáticamente el sexo y la sexualidad, para nada. Lo que hacen, por el contrario, es sacralizarlo de forma perversa, limitando hasta el delirio lo lícito y lo ilícito, lo aceptable e inaceptable. Básicamente, el esquema general es algo así: “la sexualidad es una dimensión sagrada, un regalo de Dios/los dioses que sólo puede ser usado con exquisito respeto a las normas establecidas”. Ni que decir tiene que las reglas en cuestión son las establecidas por los administradores religiosos. El placer inherente a la sexualidad es potencialmente peligroso, y sólo en el marco excepcional de las normas que las religiones establecen puede ser aceptado y disfrutado como lo que es, un regalo de Dios/los dioses. Fuera de ese marco, es el peor de los enemigos. Prácticamente, la personificación del mal.
Lo anterior, en román paladino, cabe traducirlo en que las relaciones sexuales sólo son lícitas dentro de la pareja heterosexual previamente consagrada por Dios/los dioses, y que todo lo demás es equivocado, erróneo, vicioso, perverso. Incluso dentro de la intimidad de las parejas heterosexuales divinamente bendecidas, también existen limitaciones, considerándose en muchas ocasiones perverso aquello que centra su foco en el mero placer, sin relación alguna con la procreación.
No voy a hacer una lista aquí de lo que, con carácter general, las religiones consideran prácticas impuras, porque no iba a acabar nunca. Además, no tengo la menor intención de que esta entrada se me desvié a territorios técnicos o “morbosos”. Baste pensar, simplemente, que en esa infinita lista de prohibiciones habría que meter a todo lo que tenga que ver con la masturbación, con las relaciones homosexuales, con el sexo esporádico, e incluso con el más clásico encuentro estándar entre novios enamorados… si aún no han pasado por el altar.
Pero ¿cómo es posible tamaña monstruosidad? ¿Cómo es posible que sistemas de creencias creados por la humanidad a lo largo de su evolución para intentar explicar el porqué de su existencia y la lógica que sujeta el Universo, concebidos para intentar rescatar a los hombres de sus miedos y angustias, carguen de manera sistemática y despiadada precisamente contra aquello que, de la forma más sencilla, barata e infalible, podría darles al menos algunos instantes de felicidad? Algo que brota espontáneamente dentro de cada ser vivo y cuyas posibilidades de generar felicidad, tanto a uno mismo como a los demás, son inmensas.
Obviamente, la pulsión sexual, como cualquier otra pulsión humana, puede ser usada de forma positiva o negativa. Las ganas de mejorar son imprescindibles para avanzar; pero también pueden exacerbar la competitividad y el “todo vale”. La curiosidad es igualmente imprescindible; pero también cabría calificar como de curiosidad lo que sentía el doctor Mengele cada vez que entraba en su laboratorio…
 No obstante lo anterior, las religiones parecen focalizar de forma obsesiva su atención hacia el sexo, singularmente para alertar sobre los terribles peligros de dejar que fluya de forma natural, y que se exprese según lo sentimos sin someterlo a la férrea disciplina de unas normas, incomparablemente más castradoras de las que las religiones tienen previstas para controlar otros apetitos naturales.
Sobre este desconcertante asunto llevo reflexionando desde mi preadolescencia. Y yo, que siempre he sido —como Machado— “en el buen sentido de la palabra, bueno”, que tengo menos peligro que una espada de tela, y soy tan sexualmente curioso como el que más, jamás terminé de entender cuál era el lado satánico de la sexualidad. Es más: llevo décadas convencido de que esa equiparación forzada y surrealista de sexo espontáneo y mal está en la base de muchas actitudes realmente perversas. Citaré al respecto el más simple y elemental de los ejemplos: “Si el sexo fuera de las normas es sucio, yo y todos todos los adeptos al mismo merecemos castigo”. Acabamos de inventar el sadomasoquismo.
Dándole vueltas y vueltas, una explicación que durante mucho tiempo consideré como la más razonable fue la necesidad de establecer reglas que acotasen la procreación dentro de los grupos humanos. Las sociedades humanas se basan en la familia (esto es antropología, un mero dato sociobiológico y no una hipótesis), y ésta requiere de una fidelidad —al menos temporal— entre sus miembros, para que los ímprobos esfuerzos que los integrantes del grupo hacen por su pequeño clan reviertan con seguridad en beneficio de seres consanguíneos. A nadie le gusta criar a los pollos del pájaro cuco. El patrimonio de la familia es de la familia, y todos los miembros de ésta han de serlo con seguridad y a todos los efectos.
La explicación anterior, de carácter biológico/evolutivo, justificaría el desarrollo de actitudes contrarias a la promiscuidad, que en un momento dado habrían podido ser apoyadas en mitos, evolucionando después a dogmas religiosos. También podría haberse visto justificada así la castidad hasta el momento en el que el vínculo fuese socialmente consagrado, pues como los noviazgos pueden dar o no en pareja estable, las relaciones entre novios cabría equipararlas a cierta clase de promiscuidad
Pero eso sólo explicaría una parte del problema. Vale: en lo relativo a la procreación, todo queda prohibido fuera del vínculo social y divinamente consagrado ¿Y el resto? Porque hace falta ser rematadamente imbécil para entender que la sexualidad humana se restringe al coito heterosexual y sus eventuales prolegómenos… ¿Qué riesgos para la fiabilidad consanguínea familiar podría suponer, por ejemplo, la masturbación?
No, claro que no. El auténtico quid de la cuestión es otro mucho más simple: EL PLACER.
A lo que las religiones temen es al placer carnal, a cualquier clase de gozo que no sea espiritual y que provenga, o bien del altruismo, o bien de estados de gracia en los que nuestro yo profundo entra en contacto con otras dimensiones de la existencia: Dios, el Absoluto, el Universo… o incluso el vacío primordial que constituye el No-Ser de los budistas.
Que, ¿estabais pensando todos que contra quien cargaba en esta entrada, usando circunloquios distractivos, era contra el cristianismo en general, y contra el catolicismo en particular? Pues nada de eso: no estoy cargando contra nadie, sino intentando entender. Y además, resulta que las cosas en Oriente no son muy diferentes que en Occidente. En algunos casos, incluso peores: la perspectiva budista es una de las que con menos tapujos sataniza la sexualidad. Desde su punto de vista, las fuentes del dolor humano son el apego y el deseo, y ambos componentes son la materia prima de la sexualidad. Para alcanzar el nirvana, la realización absoluta, uno ha de liberarse de toda clase de deseo, de todo apego. Ergo el interés por el sexo, sea del tipo que sea, solo puede ser un obstáculo en ese camino.
Atención: el budismo no quiere hacer de ti un ser desgraciado al intentar que renuncies a tu sexualidad: para ellos, eso es tan solo una renuncia más de las que debes de afrontar para dejar atrás definitivamente el circulo vicioso del desear-tener-perder, el ciclo de las reencarnaciones, siempre confundido por la ilusión, por los engaños de maya…
No seguiré aquí con ese tema, pero para mí que esta perspectiva es directamente inhumana: si al ser humano le privas de todo anhelo, de todo deseo (recuerdo que en una razonable lista de “deseos”, lo más probable es que, además de tu vecina, se encuentren cosas como el bienestar de los tuyos o la paz mundial), simplemente habrás acabado con él. Sin deseos no hay voluntad de acción, y sin acción no hay vida, ni ser humano, ni nada ¿Eso es el Nirvana, deshumanizarnos absolutamente hasta convertirnos en piedras? Pues que con su pan se lo coman.
Ojo, no seamos burros, que el budismo es una filosofía (más que una religión) minoritaria en Oriente, en comparación con el hinduismo o el taoísmo. Éstas defienden perspectivas distintas que no persiguen la extinción de los deseos. Pero las ideas de Buda, que tanto admiro en otros aspectos, me venían que ni pintadas a propósito de la mala prensa que tiene en muchas ocasiones el placer.
Si miro ahora un poco más hacia Occidente, la satanización del placer de los grandes monoteísmos puede explicarse desde dos ángulos. Uno de ellos es terriblemente perverso, y aunque seguro que es lo que más de uno estaréis pensando, me inclino a creer que no es el más acertado.
El argumento perverso sería el siguiente: las religiones odian el placer porque éste hace a la gente libre y feliz, y el que es libre y feliz deja de ser dócil y manejable ¿Para qué voy a cumplir mil normas que me hacen mi vida más desgraciada aún de lo que ya es ella sola de por sí? ¿Para comprarme una parcela en el Cielo? ¿Y si luego se equivocan, y las cosas no son como me cuentan? ¿No es más razonable ser feliz aquí y ahora, si está en mi mano, que arriesgarme  a ser ahora desgraciado, y que luego no me espere nada como premio?
La hipótesis, en definitiva, sería la siguiente: las religiones atacan a muerte todo lo que tenga que ver con el placer sexual para garantizarse que arrastras una frustración que te hará ávido comprador de su producto, aceptando vivir bajo sus estrictas normas a cambio de un premio en el más allá. Rizando el rizo, el Islam, que es mucho menos beligerante que el cristianismo contra el placer sexual (aunque también lo acota severamente, prohibiendo la homosexualidad, etc.), promete abiertamente placeres carnales en el paraíso, si en vida cumples con sus preceptos.
La simplificación anterior me parece poco consistente. Algo tan contra-natura como el hipercontrol de la sexualidad nunca habría podido asentarse a nivel planetario durante milenios, solo para beneficio de ciertas castas. Se habría venido abajo muchísimo antes, de no ser porque además resultaba de alguna manera eficaz, “útil para el grupo”, por mucho que pudiera ser duro para el individuo. Desde ese ángulo, se atisba una explicación menos infantil y que acaso se aproxime más a la realidad. Y para ello, hace falta tener en consideración en qué momento histórico evolutivo surgieron las grandes religiones a las que aquí me estoy refiriendo.
La práctica totalidad de las religiones actuales se establecieron hace siglos —quince, veinte, cuarenta— mucho antes de los cambios de perspectiva propiciados por la Ilustración y la Revolución Industrial. En unas sociedades sin apenas variaciones relevantes durante milenios, las religiones articularon unas normas sociales de convivencia orientadas hacia el bien común, que centraron el foco en acotar los egoísmos y gozos individuales que podrían ser perjudiciales para la comunidad. Así, todas ellas proscriben la pereza, porque el grupo se ve perjudicado por la poca aportación de los perezosos; la gula, porque el glotón podría acabar con las reservas de la comunidad. Y podríamos seguir con el resto de los denominados “pecados capitales”, o sus equivalentes en otras religiones: en todos los casos se corresponden con pautas o actitudes egoístas y potencialmente peligrosas para la comunidad. Por el contrario, son ensalzadas como virtudes aquellas actitudes que de una u otra forma se corresponden a facetas del altruismo. Al final, todo se resume en eso:
LAS RELIGIONES CONFORMAN CONJUNTOS DE NORMAS DE CONVIVENCIA DESTINADAS A MAXIMIZAR EL ALTRUISMO Y MINIMIZAR EL EGOÍSMO, POR EL BIEN GLOBAL DEL GRUPO.
Y como la formula es eficaz, funciona y se asienta. Puede ser, y es.
Que conste que no estoy buscando ninguna clase de exculpación, sino intentando entender algo que en principio parece irracional y surrealista. Y la explicación sería, simplemente, que la cruzada anti-sexo de las religiones es tan solo una consecuencia colateral de su cruzada anti-egoismo, que seguramente fue muy útil para la evolución de las sociedades humanas durante milenios.
Lástima que se hayan pasado de frenada treinta y siete pueblos, y que en pleno siglo XXI continúen manteniendo perspectivas absolutamente anacrónicas, provocando un sufrimiento gratuito e improductivo a miles de millones de seres humanos
No, señores míos Los tiempos hace ya trescientos años que son otros. Los grupos no son tan débiles, y exigirle a los individuos que vivan por y para el altruismo, considerando equivocada la búsqueda inocua del propio placer, es tan absolutamente inhumano como el delirio budista de pretender adjurar de todo deseo. Salvo que unos y otros lo que en realidad quieran sea la extinción de nuestra especie y su sustitución por alguna clase de seres mágicos: ángeles en Occidente, y piedras en Oriente.
Yo, por mi parte, prefiero asumir mi condición humana, y hacer uso de ella hasta sus últimas consecuencias.
Así, y por lo que respecta al sexo, me dejo llevar e intento disfrutarlo tanto como puedo, con escrupuloso respeto a una única regla: nunca hacer daño (y eso incluye el cumplimiento de mis promesas), ni hacérmelo o permitir que me lo hagan.
¡Caramba…! Pero si esa es, precisamente, la misma única regla que intento aplicar al resto de facetas de mi vida…








miércoles, 10 de febrero de 2016

El Cambio Climático: ¿tragedia... o hito evolutivo?

La tozuda realidad ha terminado por imponerse y ya nadie duda del cambio climático. Quienes lo negaban, más que ignorantes eran cortoplazistas interesados. Pero al final han podido más las evidencias, así como el hecho de que las relaciones causa/efecto son bastante claras: un número ingente de primates nos hemos dedicado a quemar todo lo que pillábamos, modificado la composición de ese fino manto de gases que es la atmósfera y consiguiendo que se comporte de forma diferente a lo que tenía por costumbre. Hasta ahí, verdad constatada y asumida. Las discrepancias surgen cuando se debate si ese cambio es combatible, cómo hacerlo y qué nos aguarda en función de lo que hagamos.
Está asumido que el cambio es inevitable aunque ya no se queme nada más, habida cuenta de lo que llevamos quemado. No hay acuerdo respecto a hasta dónde llegará el proceso en marcha. También se asume que, durante décadas, aún seguirán realizándose importantes emisiones de gases de efecto invernadero, y el alcance final del cambio dependerá de cuánto tiempo se tarde en reducir dichas emisiones.
Como se comprueba todo es un mar de dudas, porque el asunto atañe a dos ámbitos endiabladamente complejos cuyo mecanismo llevamos desde Atapuerca intentando comprender y aún estamos a medias: la dinámica atmosférica y la de las sociedades humanas.
Fuente: amazon.es
Respecto a nuestro limitado conocimiento del funcionamiento de la atmósfera, a los hechos me remito: hoy en día es fácil encontrar pronósticos que te claven lo que va a hacer en tu pueblo mañana; pero su margen de fiabilidad es inversamente proporcional al plazo de la previsión, de modo que seguramente se queden cerca al vaticinarte lo que pasará dentro de dos o tres días, aunque no tanto con lo que hará la semana que viene. Del tiempo que tendrás de aquí a quince días sólo podrán ofrecerte alguna pista. Y si quieres saber lo que hará el mes que viene… pues mejor que te acerques al estanco y te compres el Calendario Zaragozano, que por increíble que parezca, aún se vende.

No me entretendré aquí respecto a nuestra incompetencia para prever la evolución de las sociedades humanas. Baste recordar que ni uno solo de los hitos trascendentes que han agitado a la humanidad fue previsto (obviando a los cuatro visionarios de turno que nunca se toman en serio), encajado y ordenado: ni la revolución industrial, ni las revoluciones proletarias de principios del siglo XX, ni los totalitarismos antagónicos a las anteriores, ni la actual revolución de la información…Por no prever, y eso que ya estábamos en plena era digital, ni siquiera fuimos capaces de ver venir los éxodos demográficos de inicios del siglo XXI que se nos venían encima. Respecto a esto último, y sólo como curiosidad: hace 30 años todos los demógrafos de Occidente alertaban aterrados del envejecimiento de Europa, y hace 15 ya no se hablaba del asunto, porque estábamos siendo invadidos —¡Oh: sorpresa!— por americanas y africanas en edad de procrear. Pero ahora, como a causa de la crisis —¿Crisis? ¡Oh, nueva sorpresa!— las anteriores se están volviendo a casa, pues empiezan otra vez a machacarnos con la cantinela.
Total, que aún seguiremos quemando combustibles fósiles y todo lo que pillemos (especialmente en el Tercer Mundo, que legítimamente quieren ascender a Primer Mundo y para eso siguen punto por punto nuestros atolondrados pasos), no sabemos seguro de por cuánto tiempo ni de con qué consecuencias. El punto de inflexión definitivo, imagino, llegará cuando los avances tecnológicos posibiliten a la humanidad sustituir por completo sus fuentes de energía neolíticas por otras no basadas en la combustión de nada. Tal vez en la parte más privilegiada del planeta eso llegue antes de que acabe este siglo; pero para que sea una realidad planetaria a lo mejor falta el doble de tiempo. Mucho pues aún de echar humo, y humo, y humo.
Dicho todo lo anterior, que de verdad tan solo pretendía ser una intro (me he alargado un pelín, pero es que el tema lo pedía), ahí va el Poliedro con su típica reflexión, a pie cambiado:
¿Y si el Cambio Climático, visto con perspectiva, no es en realidad ninguna tragedia, sino un hito positivo e imprescindible para la evolución de la humanidad?
Somos el ser vivo con mayor conciencia temporal de cuantos han pisado nunca esta canica sideral, y nos aterran los cambios. Todos los cambios. Llevamos desde que somos algo intentando prever qué es lo que va a pasar, para estar prevenidos y que no nos pillen por sorpresa, de modo que cuando las cosas cambian y no se ajustan a nuestras previsiones nos venimos abajo.
Me imagino la desesperación de nuestros ancestros al terminarse la última era glacial y ver como las migraciones de las manadas que cazaban se iban desplazando más al norte, y más, y más… y cómo luego las especies que siempre les habían alimentado iban extinguiéndose. Anda que no morirían de inanición clanes y clanes enteros. Yo no me habría atrevido a acercarme a ninguno de ellos a decirles que todo aquello iba a ser para bien, que la agricultura y la ganadería traerían el sedentarismo, la civilización… De la misma manera, tampoco me atrevo ahora a plantarme en el Central Park o en Las Ramblas a decirles a neoyorkinos y barceloneses que, en un futuro, es probable que sus ciudades estén pobladas únicamente por peces… pero que eso puede que sea inevitable y beneficioso para la humanidad en su conjunto.
Decía antes “en un futuro”, no sin intención, porque los plazos de todo esto están más que abiertos.
Hace un par de años, National Geographyc publicó un reportaje magnífico —como todos los suyos: menuda joya de publicación— en el que ofrecían una serie de mapas muy realistas de cómo podría ser el mundo, si el cambio climático deshelara por completo los casquetes polares. Continente a continente (faltan algunos, pero pinchando en el enlace podéis ir a la publicación original a verlos todos), la cosa quedaba así:

Para que quede más claro ahí va una imagen un poco aumentada de Europa:
¡Oh, Dios mío…! Adiós a Londres, Lisboa, Barcelona, Sevilla, Estambul, Ámsterdam, Holanda al completo…
Atención señores, que las imágenes anteriores son engañosas: lo que están reflejando es lo que sería el perfil de las costas si TODO el hielo del planeta se derritiese, lo que incrementaría el nivel del mar en cosa de 65 metros. Por más que he buscado no he conseguido encontrar una fuente seria que señale cuánto tendría que aumentar la temperatura del planeta para derretir la totalidad de los casquetes polares, pero sin duda no sería unos pocos grados, sino una burrada… acaso más de diez, cosa que al hombre le costaría conseguir aunque se lo propusiese: la temperatura media del planeta es hoy en día de 15ºC, un grado más de la que había en el siglo XIX. Y como referencia al respecto, ahí van un par de datos más:
  • Las previsiones más optimistas creen que se puede conseguir que el calentamiento global a lo largo del siglo XXI no supere los 2ºC. De ser así, el nivel del mar subiría 50 cm.
  • Las previsiones más pesimistas dicen que el calentamiento del planeta en este siglo podría ser de más del doble, incluso superando los 4ºC. En ese supuesto, el nivel del mar subiría nada menos que… UN METRO.
Para que La Tierra se pareciera a los preciosos mapas del National Geographyc el mar tendría que subir SESENTA Y CUATRO METROS MÁS QUE LA MÁS PESIMISTA DE LAS HIPÓTESIS. Cierto es que la previsión de la prestigiosa revista no era para finales del XXI, sino para dentro de unos 5.000 años, lo que equivale a decir “en un futuro x”, de una Tierra sin hielo y con vaya usted a saber qué temperatura media, lo mismo de 30 ºC. Pero en un escenario como ese las cosas podrían ser muy distintas y no limitarse a una variación de la línea de las costas. Por ejemplo: cierta hipótesis postula que un deshielo repentino de los glaciares de Groenlandia supondría una modificación de la salinidad del Atlántico Norte capaz de interrumpir la Corriente del Golfo, lo que a su vez desembocaría en una nueva glaciación. Nada menos.

Quedémonos en perspectivas memos cinematográficas –después retomaré ese ángulo de la cosa, que me encanta– y pensemos pues en que el cambio climático es una realidad consumada que aún no ha alcanzado su apogeo y que determinará que la temperatura media de la Tierra pase de los 14 ºC de la era preindustrial a cerca de 20º C, a mediados del siglo XXII ¿qué supondrá eso?

En el lado negativo, y qué duda cabe que de considerable relevancia, el clima de las zonas más cálidas del planeta se extremará aún más, haciendo algunas de ellas prácticamente inhabitables (entorno del Sahara, Oriente Medio), y dificultará notablemente las cosas en otras zonas importantes (entorno del Mediterráneo, por ejemplo). El nivel del Mar subirá, acaso dos o tres metros, lo que borrará del mapa algunas islas y ciudades, aunque la mayoría de ellas sólo perderán barrios, obligando a la construcción o recrecimiento de diques (peccata minuta para los holandeses). Las superficies totales que desaparecerán bajo las aguas serán, en términos globales, muy pequeñas. Y como referencia, veamos la siguiente imagen, que muestra cómo sería el mundo si el mar subiese 6 m, que seguramente es más de lo que subiría con un aumento de 5ºC respecto a la temperatura actual:
En rojo se representan las zonas que pasarían a quedar sumergidas. Tampoco es para tanto, ¿verdad?
En el lado positivo, el miedo al cambio climático y a cuáles podrían a ser sus últimas consecuencias determinaría una aceleración exponencial en el desarrollo de las tecnologías limpias. Suena a burrada, pero es una realidad ya constatada en el pasado: la medicina, las comunicaciones, la aeronáutica y tantas otras ramas del saber nunca crecieron tanto hasta entonces como lo hicieron durante la Segunda Guerra Mundial. Esta nueva Guerra Mundial contra el clima cambiante propiciaría —ya lo está haciendo— un salto tecnológico sin precedentes. Pero, además, el hecho de que el clima de la Tierra se suavizase determinaría que millones de kilómetros cuadrados de territorios hoy en día inhabitables pasasen a ser aptos para la agricultura y para cualquier otro uso:
  •  Siberia tiene 13.000.000 Km2 (más que EEUU y Méjico juntos), y en ella malviven apenas 36 millones de personas.
  •  Groenlandia tiene más de 2.000.000 Km2 (como España, Francia, Alemania, Italia y Reino Unido juntos), y allí sólo aguantan poco más de 50.000 temerarios, agarrados a los bordes de los glaciares.
  • Las áreas de Alaska, Canadá, China, Mongolia, etc., cuyos posibles usos se encuentran severamente condicionados por sus fríos climas, suman tanto como las dos anteriores.
En resumen: la humanidad podría pasar a disponer para su desarrollo de veinte millones de kilómetros cuadrados más de los que dispone en la actualidad.                                                                                                                                                                                         
Vale: crucificadme todos los conservacionistas de pro, todos los que creéis que lo suyo es que nada cambie, que todo se mantenga en una foto fija… que no sé muy bien de dónde os habéis sacado, salvo de un pasado ideal que nunca existió. Mirad fotos reales de vuestro pueblo. En mi caso, puedo aseguraros que la Sierra de Guadarrama tiene ahora incomparablemente más arbolado que hace cincuenta años, y es probable que esté en su máximo desde hace al menos cinco siglos, porque ya no se arrasan los bosques para obtener combustible y despejar los campos para el ganado. El lobo ha vuelto y los montes están atestados de cabra montesa, seres de los que por aquí sólo se sabía por los cuentos.

Porque obviando la influencia del hombre, el propio planeta en su conjunto es un sistema en evolución constante. Hace diez mil años toda la Sierra a la que antes me refería —menos las cumbres— estaba cubierta por bosques; un par de milenios más atrás por frías taigas, y algunos miles antes por glaciares. Incontables especies se han extinguido en este territorio a lo largo de todas esas transformaciones, y otras tantas las han sustituido. Pretender “conservar”, desde la perspectiva de “que todo siga como siempre, que nada cambie”, es de una ignorancia supina.
(De acuerdo, un poco de piedad: ya sé que los conservacionistas, en su mayoría románticos soñadores bienintencionados con limitada cultura ecológica, a lo que se refieren es a evitar la destrucción gratuita de ecosistemas poco intervenidos por el hombre para sustituirlos por otros de carácter antrópico. Obviamente, en eso estoy con ellos; pero sin perder la perspectiva de que eso de “conservar”, apenas es una forma de hablar)
Por cierto, que lo de “obviando la influencia del hombre” no deja de ser una idiotez, pues el hombre no es sino una parte más del planeta (y no un virus o un cáncer, como otra buena panda de adictos a la culpa postula), y aunque parezca increíble, ni siquiera es quien ha producido en él los cambios más radicales: hace 2.800 millones de años las cianobacterias modificaron la atmósfera terrestre, incorporando a ella el oxígeno que la caracteriza y que hace posible la existencia de la vida tal como la conocemos; cosa que, de paso propició una de las mayores extinciones masivas de la historia: la de casi todos los organismos anaeróbicos que hasta entonces dominaban este planeta. Así que ni siquiera extinguiendo somos pioneros o campeones.
¿Se os está haciendo largo? Acaso lo sea, pero es que yo con estos temas me lo paso fenomenal y no consigo evitar que una historia me lleve a otra.
Venga, vamos a intentar rematar con la alusión cinematográfica que antes dejaba caer.
Nos pone lo dramático. Nos atraen las catástrofes, las hecatombes, los cataclismos. No sé muy bien por qué, pero nos comportamos igual que las polillas ante la lumbre: giramos hipnotizados a su alrededor, atraídos por un imán invisible, indiferentes al hecho de que podamos sucumbir abrasados.
Armagedón, Deep Impact, El día de mañana, El Núcleo, 2012… Si ampliamos los motivos del desastre e incluimos mitologías, invasiones alienígenas y monstruos varios, la lista sería directamente interminable. Desde esa pasión por lo desmedido, nos entran como la seda las previsiones que más se parecen a plagas bíblicas. Y si se trata del Cambio Climático, a todos nos dejaría fríos pensar que apenas tendremos que retranquear la costa 50 cm en alzado; pero imaginar a la Estatua de la Libertad con el agua al cuello, nos pone. Un calentamiento del clima, en principio, debería hacernos pensar en desmantelar estaciones de esquí y en planificar cambios de cultivos y de gestión de las aguas. Pero eso sería muy poco: mola más imaginar ciudades súbitamente sumergidas, tumultos migratorios, guerras, ciclones, sequías monstruosas por aquí e inundaciones por allá… y ya puestos tsunamis, volcanes, terremotos… La polilla, puestos a escoger, prefiere un incendio a una farola.
Si sube la temperatura media del planeta, tiene todo el sentido imaginar que las zonas actualmente semiáridas pasen a ser áridas del todo, y que las ya áridas se vuelvan infiernos. Pero, a nivel global, ¿cómo va a suponer el calentamiento global menos precipitaciones? ¡Será al revés…! Esto es, básicamente, una gran pelota recubierta de agua. Si la calientas más, inevitablemente generarás más evaporación, más agua en la atmósfera que tarde o temprano, cuando llegue a las latitudes más altas, terminará por precipitar. Más calor, a nivel planetario, sólo puede terminar en más lluvia. No en Irak o Almería, claro está, pero sí en Canadá o Siberia… que tras el calentamiento global se parecerían más a la campiña francesa que a los ásperos dominios del lobo y el oso grizzly que son hoy en día.
¿Porqué acompañando al cambio climático, además del comprensible deshielo parcial de los polos, la subsecuente subida de los mares y la acentuación de la aridez de las zonas áridas, han de venir mayores extremos climáticos globales, mayores inundaciones, mayores sequias…? ¿Mayores respecto a qué, a cuándo? ¿Por qué? ¿Porque mola? ¿Porque es mejor que la gente tenga miedo del de verdad, que si no, no reacciona? ¡Ah…! disculpen: olvidaba que me lo pronostican los mismos señores que no son capaces de decirme qué tiempo hará en mi pueblo dentro de tres semanas. Ya me quedo más tranquilo. Segurísimo que aciertan.
Ahora sí que lo dejo, cerrando el círculo con la reflexión que motivó esta entrada, que seguramente habría cabido en tres renglones:
"La actividad humana ha provocado un cambio del clima del planeta: un calentamiento global que tendrá notables consecuencias. No conocemos el alcance final del proceso, pero con seguridad supondrá un retranqueo de las líneas de costa y modificará las posibilidades de uso de extensos territorios. A mi entender, la necesidad de aguzar el ingenio a la que nos veremos obligados, y el balance final de las tierras que quedarán aptas para su utilización por la humanidad arrojará un saldo claramente positivo respecto a la situación de partida".
Al final han sido casi seis. Lo mismo eso indica que soy demasiado optimista. 

jueves, 4 de febrero de 2016

EL AGUA NO ES UN BIEN ESCASO: ES INAGOTABLE

Por aquello de tener más de hormiga que de cigarra, el ahorro está incrustado en nuestra memoria genética como una verdad absoluta y universal. Su aplicación, sin duda, le permitió a nuestra especie sobrevivir durante la era glacial, y prosperar meteóricamente desde el neolítico hasta nuestros días. Pero como sucede con tantas otras cosas, como la empatía o el altruismo, aunque el concepto sea en sí mismo valioso —desde el punto de vista evolutivo— e indisociable de nuestra naturaleza, su sacralización acaba desembocando en situaciones disparatadas. Vayamos a un ejemplo palmario: el agua.
El agua (que en el universo abunda hasta decir basta, como vamos comprobando), es uno de los componentes esenciales de este planeta, y a nivel global, no puede ni gastarse ni ahorrarse, se intente lo que se intente. Tírela usted para arriba, y acabará cayendo. Entiérrela tan hondo como quiera, que, más tarde o más temprano acabará saliendo. ¿Han oído hablar del ciclo hidrológico, cuya versión poética más lograda es sin duda “mi agüita amarilla”, de Toreros Muertos”? Pues eso.


Dos teorías intentan explicar de dónde salió el agua de la Tierra. La más antigua postula que se formó en el interior del planeta, por reacciones a altas temperaturas entre átomos de hidrógeno y oxígeno. Otra teoría más reciente defiende que procede de las aportaciones de intensas lluvias de asteroides. Al final parece ser que las dos están en lo cierto, y que nuestra agua tiene ambos orígenes. En todo caso, desde que acabó el periodo de formación de la Tierra, hace cosa de 4.000 millones de años, el volumen total de agua en este planeta se ha mantenido sin variaciones significativas entorno a los 1.386.000.000 Km3; cantidad que daría como para cubrir toda la superficie del globo terráqueo —si éste fuera liso— con una capa de casi tres kilómetros. No es poca.
Circunstancialmente puede tener toda la lógica del mundo ahorrar agua, como cualquier otro recurso vital, cuando éste escasea. Si me abastezco de un único pozo y no tengo alternativas, deberé ser cuidadoso para no agotarlo ni ensuciarlo. Pero a nivel global, EL AGUA NO ES UN BIEN ESCASO: ES INAGOTABLE.
También es una rotunda estupidez eso de que “el agua está mal repartida” ¿También están mal repartidas las montañas? (pobrecitos los holandeses, sin ninguna, mientras a los suizos les sobran) ¿Y las costas? (todos los veranos los madrileños comprobamos que, vaya vaya, aquí no hay playa).
Obviamente, los problemas son de planificación. Si queremos, podemos convertir el desierto de Almería en la huerta de Europa; pero para hacerlo tendremos que asumir el costo (económico, ambiental, etc.), de llevar hasta allí el agua que no hay —y que nunca hubo— trayéndola desde donde sea, sin venir con el cuento de que nos vemos obligados a hacerlo “porque el agua está mal repartida”. A mí me parece más razonable ir a esquiar a Suiza y a bañarse a Barcelona, en lugar de construir pistas de esquí artificiales en Holanda o un canal que haga llegar el Mediterráneo hasta Aranjuez. Pero poderse hacer se podría, y no para corregir el “mal reparto” en el que incurrieron Dios o la Historia Natural de nuestro planeta, sino porque somos monos testarudos a los que le encanta modificar nuestro entorno.
Que conste que despilfarrar por despilfarrar, incluso aunque se trate de un bien que no es escaso, es una actitud idiota de nuevo rico o de niño glotón, abiertamente reprobable. Y no ya por la posible pérdida de algo que crees que te sobra y que lo mismo más adelante podrías necesitar, sino por las propias consecuencias emocionales e incluso espirituales de ese acto: malgastar es despreciar, no dar valor, dejar una huella desproporcionada y negativa de tu paso por la existencia. Es empobrecer tu entorno y empobrecerte a ti mismo. Pero una cosa es eso y otra ahorrar compulsivamente, por principio y sin criterio; perspectiva que es casi tan idiota como la anterior y que además te vuelve totalmente manejable: una vez conseguido que la gente crea que el agua es un bien escaso y no renovable, que para colmo malgasta, queda abierta la puerta para subir a voluntad tasas, impuestos, privatizar en aras de la eficacia, lo que sea, que todo el mundo, tras repetir para sus adentros ese perverso mantra de “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”, aceptará con santa resignación lo que le venga.
Veamos cuatro datos curiosos, que evidencian la distorsionada perspectiva que la mayoría tiene en relación con el agua.
A nivel planetario, el agua dulce explotada por el hombre (embalses, captaciones subterráneas, de ríos y de lagos, desalación de agua de mar, etc.), se reparte del siguiente modo:
-       Agricultura y ganadería: 70%
-       Industria: 22%
-       Uso domestico: 8%
Por regiones, a nivel mundial, la cosa queda como sigue:
En España, la proporción es de 80% para la agricultura, 6% para la industria y 14% para uso doméstico; de modo que cuando te fríen con campañas de ahorro (en la Comunidad de Madrid se pasan de cuando en cuando siete pueblos), te están instando a que actúes sobre el 14% del agua consumida: SI NUNCA MÁS VOLVIERAS A DUCHARTE NI A BEBER UN SOLO VASO DE AGUA, NI A REGAR UN JARDÍN O LAVAR UNA CALLE, EL GASTO GLOBAL DE AGUA PERMANECERÍA INVARIABLE EN UN 86%.
¿Fuerte? Pues la cosa en realidad es aún peor: del agua destinada a industria y a uso doméstico, se calcula que nada menos que la mitad se pierde por evaporación, fugas, etc.. El 50 %. De modo que del 14% que se supone te compete y podrías contribuir a ahorrar, la mitad se pierde por el camino. Así que EL 93 DEL CONSUMO DE AGUA PERMANECERÍA INVARIABLE AUNQUE TÚ NO VOLVIESES A GASTAR NI UNA SOLA GOTA.
Ahora, ““súmate al reto del agua”, con un par; que como seguro que te sientes culpable (de la culpa ya hablé en este foro, y a lo dicho me remito), ese gesto te ayudará a dormir mejor.