viernes, 11 de marzo de 2016

Moralidad y robótica: menudo lío se nos viene encima

De la inminente llegada de los robots a nuestras vidas vengo oyendo hablar desde mi infancia, allá por los sesenta del siglo pasado. Se trataba de una suerte de máquinas complejas, de apariencia humana, que vendrían a cubrir muchas de nuestras necesidades y a ejecutar las tareas más desagradables y arriesgadas, por lo que su advenimiento era indiscutiblemente una buena noticia. El único peligro era que llegasen a ser tan sofisticados que su inteligencia artificial superara a nuestra inteligencia natural y terminaran sometiéndonos.
Luego resultó que los robots fueron llegando poco a poco, sin hacer ruido, desprovistos de apariencia humana, y al ocuparse efectivamente de tareas desagradables, pesadas o peligrosas, contribuyeron a hacer más fáciles nuestras vidas. Pero amenazas, pocas... salvo, acaso, la de dejar a más de uno sin trabajo. Porque no dejaban de ser robots esas cosas raras de siete brazos que armaban coches en las cadenas de montaje de las fábricas, los limpiafondos de piscinas que andaban solos o esa especie de aspiradores con ruedas y apéndices diversos que desactivaban bombas o nos precedían en la exploración espacial. De los robots humanoides ni rastro, salvo en juguetes varios.
La cosa tenía, como pasa siempre, bastante lógica: el progreso efectivo no apunta nunca hacia lo más espectacular, sino hacia lo más práctico —o sea: rentable— de manera que las mochilas voladoras que vimos en las olimpiadas de Los Ángeles en 1984 aún siguen en fase de diseño, mientras que los ordenadores personales que entonces daban sus primeros pasos son ahora casi una prolongación de nuestras vidas. Hacer robots que se parezcan realmente a personas es tremendamente complicado, carísimo, y no les hace más eficaces en ningún sentido… excepto en uno: el emocional. Y con la emotividad hemos topado, Sancho. Ese es el tremendo lío en el que estamos a punto de meternos.
Lo de la emotividad de los robots tampoco es que sea un tema precisamente nuevo, y viene desde siempre de la mano del asunto de los límites de su inteligencia: los robots megainteligentes no podían dejar de lado la dimensión emocional, como una especie de cristalización suprema de lo cognoscitivo. HAL, la computadora que rige la nave de 2001, una odisea en el espacio, no deja de ser un robot que termina actuando contra los humanos por puro instinto de supervivencia. Por cierto, y como mera cuña curiosa: no sé si es cierta la leyenda, pero me encanta, que afirma que las letras que conforman el nombre HAL son las anteriores a las del acrónimo IBM (International Business Machines).
Emotividad a raudales, ya sea de un tipo o de otro, desbordan las máquinas humanoides de Yo Robot, Inteligencia Artificial, El hombre bicentenario, Eva, Autómata o Ex Machina, por citar solo algunos de los cientos de referencias que a cualquiera se le vienen de primera mano a la mente. Pero el lío monumental sobre el que yo quiero aquí reflexionar no se refiere a los robots, a si son o no capaces de sentir qué, sino a nosotros, a cómo catalogar y encajar, a todos los niveles, nuestra relación con esas sofisticadas máquinas. Las implicaciones del encaje moral y legal del asunto son realmente tremendas.
Queda realmente poco tiempo —apenas unas décadas— para que los robots humanoides extraordinariamente parecidos a nosotros sean una realidad. Cuando tengamos esas máquinas a nuestra disposición, ¿será razonable o no establecer reglas de lo admisible e inadmisible en nuestra relación con ellas? ¿O sería más correcto decir, “en nuestro uso de ellas”? Y si fuera así, ¿con qué criterio estableceríamos esas reglas, esos límites?
De verdad, a mi el tema me supera de largo. Veamos un par de ejemplos.
Si yo me cabreo con mi tostadora o con mi ordenador puedo liarme a porrazos con él que a nadie le parecerá en sí mismo ni bien ni mal. Como mucho, se podrá pensar que me estoy desahogando como un niño pequeño, culpando a la máquina de algún error mío. Incluso si saco uno de esos artilugios a mi jardín, lo pongo en la barbacoa y le pego fuego, lo único objetable serán mis gustos culinarios.
Un robot no deja de ser una máquina, como la tostadora o el ordenador. Podrá ser tan sofisticado como se quiera, pero nunca un “individuo”, un ente dotado de derechos personales, merecedor de consideración y respeto intrínseco como el que atribuimos a cualquier humano, e incluso a muchos animales. Y como biólogo lo voy a dejar ahí, que si sigo os meto a todos en un callejón sin salida: es muy fácil considerar “individuo dotado de derechos” (aunque no sean exactamente los mismo derechos que reservamos para nosotros), a tu perro o a un chimpancé; pero si vamos bajando el listón —un ratón, una lagartija, una mariposa, una hormiga, una almeja, una esponja, una ameba…— tarde o temprano acabamos haciendo aguas, sin que haya manera de establecer rayas fijas o criterios indiscutibles.
A lo que íbamos: un robot, por muy sofisticado que sea, nunca será sino una variedad de electrodoméstico, ¿de acuerdo? Pues imagínate ahora a un honrado contribuyente, sin antecedentes de ninguna clase, que guarda en el fondo de su corazón un rencor irredimible hacia alguien, ya sea persona o grupo. A lo mejor es hacia su ex, que le maltrató, o hacia el asesino de su hijo. Acaso hacia “los moros”, “los negros”, “los judíos”, o quién sabe qué colectivo al que él atribuye la raíz de sus desgracias o de las de los suyos. Bien, pues este señor, que además está forrado, encarga a la empresa fabricante de robots una réplica del objeto de su odio (os recuerdo que esto está pasando dentro de, pongamos, cincuenta años, y es viable).
Nuestro honrado contribuyente desembala su pedido y se dedica durante horas a torturarlo. La máquina grita, llora, suplica, se arrastra, sangra (está muy bien construida, da el pego). Los vecinos alertan a la policía, pero ésta comprueba que todo está en regla, y que ese hombre lo único que está haciendo es uso legítimo de un objeto de su propiedad. Como fin de fiesta, la máquina es arrastrada al jardín, crucificada y quemada. Iba a decir “quemada viva”, pero ese cacharro nunca estuvo vivo. Sólo era una peculiar tostadora. Aquí no ha pasado nada ¿O sí…?
Segundo ejemplo, un poco menos sangriento pero igual de desagradable.
Sexo, claro, por supuesto: sexo. Eso sale también en muchas películas, y supongo que será uno de los territorios en donde los robots humanoides alcanzarán antes mayores logros en lo que respecta a verosimilitud. Cuestión de rentabilidad, ya lo dije, y desde siempre hay mucha soledad por ahí y muchas ganas de placer inmediato y sin compromiso alguno. De modo que a las casi decimonónicas muecas hinchables tardarán poco en sucederles muñecas más realistas. Y el realismo irá ganando nivel hasta adentrarse en lo emocional.
Un vecino del contribuyente anterior, igualmente respetable en todos los sentidos, tiene unos gustos sexuales un poco peculiares. Siempre se contuvo, nunca violentó a nadie; pero lo cierto es que siente debilidad por los niños. Y, además, tímido y retraído como siempre fue, nada le excita más que imaginarse en el papel dominante, de macho alfa que somete a quien quiere a su voluntad. Por suerte para él no anda mal de dinero, de modo que resuelve encargar a la misma fábrica que su vecino un robot personalizado y adecuado a sus gustos. No voy a entrar en detalles, que ya me pasé bastante con la sesión gore de antes; pero cada cual que imagine como quiera qué tipo de robot habrá encargado y qué tipo de uso hará este hombre de él. ¿Algo que objetar? ¿Acaso no tiene derecho este señor a meter sus dedos —o lo que se le antoje— dentro de su lavadora, o de su aspirador? ¿Y por qué no dentro de su muñeca hinchable? ¿Cambia algo el hecho de que la muñeca en cuestión sea más o menos realista, que se parezca a un humano de cuarenta años o de cuatro, que incluya un dispositivo que finge gemir de placer o de dolor? Estamos en el mismo caso que en la casa de al lado: aquí no pasa nada ¿O sí?
¿Dónde ponemos la línea de lo admisible e inadmisible? ¿en la verosimilitud? Serrat, en su clásica De cartón piedra, narra la historia de un pobre loco que se enamora de un maniquí y lo roba para tener con él un romance. En cierto sentido, un maniquí no es sino un robot de esmerado realismo estético, aunque cinéticamente limitado. Si el maniquí en cuestión es suficientemente realista, ¿podría acusarse al loco de secuestro, en lugar de de robo? ¿Y no podría un juez escrupuloso considerar aquello un ensayo, una prueba previa y necesaria para el ulterior rapto efectivo de alguien?
¿Qué tal si ponemos el listón ahí?: en lugar de fijarnos en lo parecida que es la máquina en cuestión a un ser humano real, pongámoslo en la intención de quien interactúa con ella. En ese caso, el que torturó al robot del primer ejemplo sería un sádico, y el del segundo un pederasta… bueno, al menos de intención ¿He dicho de intención? Vaya, eso ya se le ocurrió a alguien, y como mínimo sale en una célebre distopía: 1984. Me refiero a la Policía del Pensamiento. El fin era noble, pero los medios me espeluznan. Si no somos libres para pensar, dejamos de ser seres humanos. Y si un comité de ética y justicia se dedicase a escudriñar nuestra mente, es probable que no nos salváramos de la cárcel ni uno. Por ahí no creo que sea
¿Era o no un lío de mil demonios?
Me temo que en este caso no hay Tribunal Planetario ni varita mágica capaz de sacarnos del atolladero. No tengo la menor idea de cómo afrontar la cuestión, sin acabar sintiéndome mal, por exceso de celo o por exceso de permisividad. Y eso que estoy planteando el problema desde un ángulo muy simple, porque la cosa puede complicarse aún mucho más. Por ejemplo: cuando, dentro de algunos siglos, la tecnología permita construir artefactos que integren elementos biológicos y mecánicos (en definitiva: cíborg), ¿dónde pondremos la raya que delimite el objeto del ente?
Para este asunto en concreto, me voy a felicitar de vivir el momento que me ha tocado y no tener que afrontar embrollos como los anteriores.
Mi padre resolvió en su momento con naturalidad a qué edad debía controlar la hora a la que yo llegaba a casa, o si bebía o fumaba; pero seguro que habría sido incapaz de decidir cuál era el momento de dejarme tener móvil. No le tocó lidiar con esos artilugios, como a mí con toda probabilidad tampoco me tocará lidiar con robots hiperrealistas o con cíborg. La generación a la que le toque (acaso la de mis nietos, o la de los suyos), ya verá cómo se las apaña. Pero desde este primer cuarto del siglo XXI, les alerto: majos, ¡el lío que se os viene encima…!