lunes, 20 de junio de 2016

BREXIT: ¿VOLVEMOS AL S.XIX?

Tengo que reconocer que a mí también me gusta más la primera época de Woody Allen que la actual; pero con toda probabilidad se debe a esa inercial adoración del pasado que nos hace limar sus asperezas y abrillantar su esencia, como si solo en eso hubiera consistido. ¡Oh, el Mayo del 68! ¡Oh la Santa Transición! ¡Oh la Movida Madrileña!... Regresando a Woody Allen y a su ninguneada segunda época, creo aún con todo merece destacarse Midnigt in Paris, delicioso guiño nostálgico que trata precisamente de lo que antes comentaba, la idealización del pasado. Y lo más brillante de la película en cuestión, cómo no, es su guión: cuando el protagonista consigue llegar a su pasado ideal se encuentra allí con gente que a su vez quiere retroceder aún más en el tiempo, hasta su propio pasado idealizado. Porque tal cosa solo es una quimera privada, un sueño escasamente relacionado con la realidad.
Punset nos argumentó de forma magistral que, para cuestiones de carácter general, cualquier tiempo pasado siempre fue peor. Amén. Pero en cuanto dejamos de racionalizar todos acabamos como el protagonista de Midnigt in Paris, cada cual en su propia Belle Époque, que es lo que nos pone. El que haya habido un tiempo idílico nos permite abjurar del presente, tacharlo de birria sin pudor y con fundamentos. ¡Ay, aquellos tiempos, cómo era todo entonces…! Lo anterior, para la mitad británicos, parece ser que se llama S.XIX; pongamos que último tercio del siglo antepasado, cuando su Imperio llegó a su máximo esplendor (bueno, eso fue en realidad a comienzos del XX, pero permitidme la licencia). Y de eso trata en el fondo ahora el famoso Brexit: ¿aceptas que la historia evoluciona, o prefieres retrotraerte a tu glorioso pasado imperial? ¿Cómo no va a tener adeptos la segunda opción? Lo extraño es que haya en torno a un 50% de británicos tan maduros como para no dejarse atraer por los cantos de sirena de la nostalgia.
Lo que más me duele y me desconcierta es que la campaña de los contrarios al regreso al pasado lo único que contraponen son razones económicas. Por lo visto solo se trata de eso, de pelas; es decir, de libras. Es como si para decidir si te casas o te divorcias, o si eres padre o no, la cosa consistiese en resolver una ecuación. Si tu matrimonio o tu paternidad dependen de que las cuentas cuadren, ya te aseguro que vas de cabeza al desastre, digan lo que digan los números.
¡POR GOD, QUE NO SE TRATA DE ESO, HIJOS DE LA GRAN BRETAÑA…!
Yo también soy rarito, aunque no conduzca por la izquierda ni use unidades incomprensibles. Todos somos raros y únicos, si se nos mira suficientemente de cerca. Vale, ¿y? La Humanidad, señores míos, NO avanza hacia atrás, hacia Belles Époques particulares, nostálgicas y fraudulentas. Eso de enrocaros en vuestra isla y que el mundo vaya a lo suyo mientras vosotros seguís a lo vuestro, es una flagrante estupidez que, a lo sumo, lo más que puede suponer es un retraso en la natural evolución de las cosas. Un palo en las ruedas, vaya, que tarde o temprano será retirado o partido, y que no habrá servido sino para tardar más en llegar a donde indefectiblemente se acabará llegando, que, creedme, jamás será de nuevo el S. XIX.
Otra es que yo, también, estoy indignado con la filfa que es la Unión Europea, club pusilánime donde los haya, mandado por segundones y deliberadamente laberíntico. En estos momentos, la mitad o más de nuestras reglas del juego y del destino de nuestros cuartos se decide allí, y sin embargo aquello es una especie de ser etéreo, compuesto de quién sabe cuántos estamentos de poder superpuestos e imbricados, que ninguno tenemos conciencia de haber elegido de forma concreta. Al final, ¿eso era Europa? Me imagino a Adenaur, Churchill y el resto de padres del invento retorciéndose en la tumba al ver la chapuza de club comercial en el que parece ser que ha acabado desembocando su grandioso proyecto. Un club timorato capaz de las filigranas más surrealistas para no ofender al ultranacionalista o neofascista de turno —ya sea húngaro, polaco o lo que toque—  que llegue argumentando que se está vulnerando su sacrosanta soberanía.
A pesar de los pesares, yo soy de los que opina que la actual fase de tibieza europea terminara por superarse, que lo que hoy en día se le llama “cesión de soberanía” terminará por conceptuarse como “ampliación de soberanía”, pasando de la perspectiva paleta y provinciana a la global y planetaria. Europa será, entonces, un modelo de valores y un paso en el camino hacia la planetarización del planeta (dicho sea redundando en la redundancia).
Puestos a hablar de desencantos ¿qué me decís de la ONU? ¿Cuántas guerras ha evitado? ¿Cómo se comporta con los Estados miembro que se pasan sistemáticamente por el arco del triunfo todos los acuerdos que suscriben? ¿Qué fue de los Objetivos del Milenio? Hace falta ser muy tonto para estar enamorado de la actual ONU. Pero ¿qué hacemos, tiramos con ella e intentamos poco a poco mejorarla, o directamente nos la cargamos? ¿Volvemos directamente al S. XIX?
Por más que la desconcertante evolución nos regale más y más camadas de cromañones neolíticos que vivan por y para la defensa y grandeza de su clan, el tiempo jamás irá para atrás. Gran Bretaña no volverá a ser un imperio de 450 millones de almas y 30 millones de kilómetros cuadrados. España tampoco volverá a serlo. EEUU, pronto, dejará de serlo. Las fronteras, indefectiblemente, irán a menos, nos englobarán cada vez a más, hasta que llegue un momento en el que ya no quede ninguna. Lennon y yo sabemos que el proceso será lento. No importa, no tenemos prisa. Los tataranietos de nuestros tataranietos, dentro de apenas tres siglos, sonreirán repasando los documentos históricos en los que se narren estas triviales controversias.
Entre tanto, soñad si queréis, británicos, catalanes y resto de protagonistas de Midnigt in Paris. Vuestros palos en las ruedas jamás detendrán el devenir de la historia; aunque sin duda os ganaréis un merecido puesto en el grupo de los que hicieron que todo fuera mucho más lento y doloroso de lo que podía haber sido. 

viernes, 17 de junio de 2016

El deporte es la ritualización de la guerra

Llevo toda mi vida rodeado de deporte. En mi casa, desde siempre, el deporte ha estado ahí como una referencia fundamental, al igual que la música. De hecho, mi padre, que fue quien me enseñó a tocar la guitarra, estuvo toda su vida vinculado al deporte, practicándolos casi todos —con desigual fortuna— y asumiendo papeles de organización de considerable entidad. El caso es que me eduqué en un entorno en el que el deporte estaba sacralizado, como sucede en casi todo el planeta desde hace ya más de un siglo. Y si no, reflexionad un instante: ¿quién está “en contra del deporte” obviando situaciones personales o puntuales? Porque siempre habrá madres a las que no les guste que su hijo entrene bajo la lluvia, novias que no soporten que mires la tele en el bar por encima de su hombro o gente a la que le aburra el tenis. Pero, ¿en contra del deporte, así, con carácter general? Muy pocos perros verdes hay sueltos por el mundo de esa categoría. Por cierto, aprovecho la ocasión para regalaros algo que me soltó hace algunos años mi hijo, que es más deportista que el Barón de Couvertin (el padre de los modernos juegos olímpicos): “Papá, los intelectuales son los que no hacen deporte ¿verdad?”.
Considerarme a mí mismo intelectual me parecería el culmen de la pedantería, aunque desde ciertos ángulos habría quien pudiera llamármelo. Sin duda mi hijo no, que me ha visto siempre practicar y disfrutar del deporte, dentro de mis posibilidades: al comenzar mi treintena un accidente de tráfico me dejó semicojo, y desde entonces debo evitar correr, saltar, etc.
Todo anterior era una introducción contextualizante, para que quede claro que lo que se avecina no lo planteo desde la distancia o la ignorancia, sino todo lo contrario. Y lo que viene, como en tantas otras ocasiones, no es un posicionamiento maniqueo, sino una disección despiadada que arroja sobre el deporte luces y sombras; incluidas sombras muy oscuras y usualmente obviadas.
La primera pedrada que se llevó mi imagen sacrosanta del deporte se la pegó hará treinta años mi ex cuñado Alejo (supongo que es la denominación que corresponde al marido de la hermana de mi ex mujer). Anestesista de pro, es uno de los tíos más cultos que jamás conoceré y posee un versátil sentido del humor, de forma que a veces es difícil saber si anda por territorios de la ironía o del sarcasmo. Pues este hombre me dijo un día “Créeme, Miguel Ángel, el deporte es terriblemente perjudicial para la salud”. Yo interpreté aquello como una broma de las suyas, una tentadora provocación para incentivar mi reflexión. Supuse que se refería al deporte de élite, por lo que tiene de exigencia extrema para quienes lo practican. Pero él insistía en que no, en que el jugador del partidito del fin de semana maltrata su cuerpo de forma severa, y que aunque crea que está haciendo algo saludable en realidad se está machacando.
No tardé demasiado en entenderlo, y llevo desde entonces haciendo en cierto sentido un apostolado ligth al respecto. La cosa la veo así:
  • El deporte es siempre una exacerbación de las capacidades naturales de nuestro cuerpo, para competir y ganar. Para ganar a quien sea, incluso a nosotros mismos; y exacerbar las potencialidades del cuerpo, forzarlas, sin duda no es saludable.
  • Andar, nadar, saltar, correr, usar tu cuerpo para lo que está diseñado, no es ya que sea bueno, es que es imprescindible para garantizar su conservación y buen funcionamiento. Pero forzarlo, exigirle que vaya más allá —el célebre altius, citius, fortius— genera inevitablemente un desgaste prematuro e “innecesario” (luego explicaré estas comillas).
  • Por lo que se ha asociado tradicionalmente deporte a la salud es porque se ha mostrado como lo opuesto al sedentarismo. El ardid es tan idiota que no entiendo cómo puede pasar desapercibido. Es como si se dijese, “el vino es salud, porque si no bebieses morirías”; o “respirar humo es saludable, porque si no respiras te mueres”. Esas obvias tonterías son equivalentes al célebre eslogan “el deporte es salud”, habida cuenta de que lo que en realidad hay detrás de esa frase es “forzar tu cuerpo es saludable, porque si no lo usas se oxida”.
Vamos con las comillas: ”Innecesario” ¿Qué es en esta vida necesario o innecesario? Si el objetivo de la vida fuera exclusivamente estar vivo la mayor cantidad de tiempo posible, las tres cuartas partes de lo que hacemos serían innecesarias. Y voy a reparar en una que acaso no os esperabais: La música, que también es terriblemente perjudicial para la salud. Palabra de músico.
Tocar un instrumento, el que sea, es forzar repetitivamente alguna de tus potencialidades naturales, como por ejemplo mover los dedos; y hacerlo mil millones de veces, para generar ciertos sonidos. Los pobres dedos, y las muñecas, y los codos, acaban indefectiblemente machacados. Dependiendo de cuál sea el instrumento de tortura en cuestión las lesiones se focalizan en un lugar o en otros. Los bajistas se destrozan la espalda (¿sabéis lo que pesa un bajo?), los violinistas el cuello, los pianistas los codos… En definitiva: tocar un instrumento es malo para la salud, entendiendo ésta como la conservación óptima de nuestros cuerpos. Pero es que no somos nuestros cuerpos, somos mucho más, y yo no cambiaría lo que siento cuando toco por diez reencarnaciones en las que no pudiera tocar instrumento alguno ¡Pero si soy percusionista porque no soy capaz de aguantar una tarde entera sin hacer que algo suene, aunque sean mis propios pies o manos contra cualquier superficie! 


Así que soy músico, aunque eso no sea saludable, y adoro el deporte, aunque tampoco lo sea. Si continuo con la lista y meto también la cerveza, el cordero asado, escalar montañas… me da la sensación de que mi lista de actividades insalubres —e irrenunciables— sería más larga que la de las saludables, de modo que deberé agradecer a la genética de mis padres mi resistencia. Porque llevo casi 57 años maltratándome y aquí sigo, con la intención de seguir haciéndolo durante otros treinta .
Regresando al deporte. Vale, no es saludable; pero ¿Por qué me/nos pone tanto? ¿Para qué sirve, qué valores tiene? Sin intentar una tesis al respecto (en realidad hay ya escritas bibliotecas enteras sobre el tema), voy a sintetizar algunas ideas que considero relevantes:
- El deporte es un juego, y jugar, mola. Somos las nutrias del universo, los seres más juguetones de este planeta. Nunca dejamos del todo atrás nuestra fase de cachorros (por eso somos capaces de aprender, sorprendernos y crear cosas nuevas a lo largo de toda nuestra vida), y nos sentimos atraídos e identificados con todo lo lúdico. Primer puntazo. Un diez para el deporte.
- El deporte es un vehículo extraordinario de socialización. A través de los juegos reglados que son el deporte los individuos aprendemos a relacionarnos, tanto con los de nuestro grupo como con los de otros grupos, a aceptar la existencia de reglas que deben respetarse para posibilitar la convivencia. Otro diez para el deporte.
- El deporte es una magnífica escuela de introspección y autoconocimiento. Pocos entornos comparables para aprender a superarte, a mejorar, para tomar conciencia del valor del esfuerzo, para aprender a sufrir (asignatura vital imprescindible y que en casi ningún foro se imparte), para alcanzar y saborear el reconocimiento merecido. Tercer diez.
- El deporte permite canalizar una serie de pulsiones primarias que forman parte de todos los seres humanos, y singularmente:
  • La pertenencia a un grupo y la defensa de éste frente a otros grupos, a base de altruismo, esfuerzo y capacidad de superación.
  •  La posibilidad de crear héroes, campeones dentro de cada grupo que idolatrar y con los que identificarse.
  •  La consecución de objetivos, éxitos, triunfos, tanto individuales como colectivos; y su imagen especular: la asunción de derrotas y fracasos, tanto individuales como colectivos.

El deporte, en definitiva, es un magnífico invento (acaso sea mejor decir una cristalización de la humanidad), que permite encauzar algunas de nuestras pulsiones vitales más primarias para que solo causen problemas menores —entre ellos, aunque no sólo, los relativos a la salud— desactivando otros cauces tradicionales y mucho más destructivos. Concretando: el deporte es un sucedáneo de la guerra.

Lo anterior es algo tan evidente como que las ruedas son redondas. Está más que estudiado y explicado, y no pretendo venir aquí a descubrir el Mediterráneo; pero acaso sí a indignarme con la ignorancia/indiferencia popular al respecto, y más aún con el nauseabundo cinismo oficial. Me refiero a frases tan recurrentes como las de “el fútbol sólo es fútbol”, “esto es un juego, nada más” “la violencia no tiene cabida en el deporte”, “el deporte nada tienen que ver la política”… ¿somos todos imbéciles, o qué?
¿Existe hoy en día alguna exaltación patriótica más descarada y universal que cualquier competición deportiva internacional? ¿Por qué todos los grupos que se reivindican como nación lo primero que exigen es tener su propia Selección”? ¿Por qué se pita a los himnos? ¿Por qué se exhiben símbolos políticos? ¿Por qué los Estados del Este, durante la guerra fría (a saber cuántos aún lo sigue haciendo), montaron un sistema de dopaje organizado de todos sus atletas? ¿Por qué americanos y soviéticos se boicotearon mutuamente las olimpiadas de 1980 y 1984? ¿Hace falta que siga…?
El Barça es el embrión simbólico del Ejercito dels Països Catalans, y Mesi e Iniesta son las versiones actualizadas de Aquiles e Ulises.

Cuando los madridistas cierran los ojos y se arrancan a cantar vuelven a sentirse un Imperio, seguros que esta vez la Armada Invencible sí derrotará a la Pérfida Albión.

Tampoco seguiré con más ejemplos, pero los aficionados/seguidores/hinchas de cada rincón del mundo saben perfectamente porqué aman sus colores, qué representan y lo absolutamente justificado que está el odio que sienten hacia sus eternos rivales.
El deporte solo es deporte ¿verdad? Un juego, algo que no tiene nada que ver con la política ¿verdad?
Siempre será preferible que te sometan a una goleada que a un bombardeo. Siempre será menos dramático que alguien conquiste un título que un país. No creo que nadie dude de que la humanidad muestra signos de evolución cuando vitorea a sus héroes al levantar trofeos, frente a los vítores que lanzaba no hace tanto al verlos levantar la cabeza cortada del campeón enemigo.
La política es la prolongación de la guerra por otros medios (cita inversa de la célebre frase de Karl von Clausewitz); y el deporte, a su vez, es la prolongación de la política por otros medios. Magnífico invento, qué duda cabe. Pero es lo que es, qué le vamos a hacer.
Ahora, eso sí: donde estén el golazo de Zidane o el solo de Jimmy Page en Stairway to Heaven... que se quite la salud.   

domingo, 5 de junio de 2016

El dinero no existe

De todas las artes y ciencias esotéricas, no creo que haya ninguna más desconcertante e insondable que la economía. El famoso gato de Schrödinger, paradigma de la física cuántica (otra ciencia esotérica donde las haya), que está vivo y muerto a la vez dentro de su caja, es una bagatela comparado con lo que es capaz de hacer el dinero: tú metes un euro en una caja, la cierras, la vuelves a abrir, y allí puede haber, indistintamente, dos euros, ninguno o siete mil. Todo es circunstancial, cambiante, probabilístico, especulativo… Y ello se debe a una razón fundamental: el dinero, que es la materia prima de la economía, en realidad no existe. Entendámonos: no existe tal como lo pensamos, como algo sólido, concreto, medible, pesable y contable como un átomo, una piedra o un planeta. Para nada. En realidad es un sutil e inasible concepto, que acaso podría equipararse, con bastante licencia, a “confianza”.


¿Recordáis lo que ponía en los billetes de antiguos de pesetas?: “El Banco de España pagará al portador Cien —o mil, o lo que fuera— pesetas” Es decir, aquel trocito de papel no era en realidad nada en sí mismo, sino la promesa de que si lo llevabas ante cierta etérea entidad, ésta te lo cambiaría por un número determinado de pesetas… la cuales cabía suponer que sí eran algo en concreto; pero, ¿el qué?

Los billetes actuales, ya, ni eso: una serie de letras (BCE, EBC, EZB... que supongo son siglas de lo mismo: el equivalente europeo del antiguo Banco de España), un número, la palabra EURO (también en alfabeto griego), y listo. Ya ni siquiera se intenta aparentar que ese papel equivale a algo presuntamente físico que alguien guarda en alguna parte. 20 EURO, o 50, o los que sea, que viene a ser "X crédito" (o como antes sugería , "X confianza"), y arreando.

Hubo un tiempo en el que el dinero existía, era algo real. Cuando los salarios se abonaban en sal, ese polvo fino y cristalino imprescindible para nuestro metabolismo de primates, el dinero era sustantivamente cierto. Algo incontestablemente valioso y justificablemente canjeable. Pero luego llegó el oro, y todo comenzó a cambiar ¿Cómo era posible que el oro tuviera algún valor? Era un metal, de acuerdo, y servía para hacer cosas. Pero no dejaba de ser un metal mediocre y limitado, muy inferior al hierro o el cobre… y sin embargo “valía” más ¿Por qué? Muy sencillo: porque era bonito y escaso. Todo el mundo quería tenerlo. Tenerlo daba prestigio, estatus…
¿Os dais cuenta?: todos los conceptos que han aparecido en los últimos renglones tienen que ver con cosas contextuales, circunstanciales, informacionales… incluso metafóricas si queréis. Pero las metáforas son difícilmente medibles o pesables. Mete una metáfora en una caja. Ciérrala y vuelve a abrirla ¿Qué te encuentras al hacerlo? Pues cualquier cosa, nada, o un poema, o razones para creer, o para declarar una guerra. Exactamente lo mismo que sucede si en la caja en cuestión hubieras metido un euro o un dólar.
Aquí os dejo un cuento que hace poco oí contar por ahí y que ilustra bien acerca de lo etéreo, insustancial y meramente emocional que es el dinero.
“Una tarde primaveral de tormenta un viajante de comercio para en un hotel de carretera, en una localidad apartada. Pregunta por una habitación y le dicen que el hotel está prácticamente vacío, que puede escoger la que quiera. Pero como nuestro viajante es un poco maniático solicita que le permitan ver las habitaciones disponibles para decidir en cuál alojarse. Por adelantado, deja en el mostrador los 100 € que le han informado que le costará la noche.
Mientras el viajante recorre el hotel, el recepcionista y propietario del mismo decide aprovechar para acercarse a la tienda de alimentación de al lado, y usar los 100€ que acaban de dejarle en el mostrador para saldar la deuda que tiene allí contraída. El tendero, por su parte, vuela con los 100 € a pagar a su proveedor de vinos, que hace tiempo le reclama. Éste, con los 100 € en la mano, resuelve liquidar lo que le debía al dueño del taller, que le cambió el otro día dos ruedas y aún no se las había abonado. El dueño del taller, que no contaba con ese cobro, interpreta que lo suyo es ir a ver a la Rosi, la prostituta del pueblo, a la que le debe ya un par de servicios. Rosi, que en ese momento anda razonablemente bien de cuartos, acude al hotel del pueblo, que ocasionalmente usa como local de trabajo y en donde debe dos pernoctaciones, al precio especial que a ella le hacen (50 €/noche).
La primavera, que es así de caprichosa, hace que la tormenta apenas dure media hora. Cuando nuestro viajante baja a la recepción del hotel tras recorrer todos los cuartos disponibles comprueba que el sol está empezando de nuevo a brillar, y decide continuar viaje. Toma los 100 € que había dejado en el mostrador, se disculpa, se monta en su coche y se aleja del pueblo.
El microcosmos económico que es esa pequeña localidad apenas ha recibido una fugaz visita, que se ha ido tal como llegó, sin dejar allí absolutamente nada. Pero el hotelero ya no le debe al tendero, ni este al bodeguero, ni el bodeguero al mecánico, ni este a la prostituta, ni la prostituta al hotelero.”
Si el viajante no se ha gastado nada, ni un solo euro ¿Qué es lo que ha fluido por allí, de mano en mano, bajo la forma circunstancial de un papelito de colores? ¿Confianza? ¿Compromiso? ¿Expectativas?...
El dinero no existe. No, al menos, como todos tendemos a creer inercialmente que lo hace. Y en el caso de que exista… ¿qué es lo que es, realmente?

Acepto cualquier explicación, siempre y cuando no venga de un economista: o no le entendería, o no podría creerle.