martes, 23 de agosto de 2016

Sexo

Sexo es intención, complicidad. Sexo es un filtro que tiñe y proyecta la realidad más allá de sí misma, elevándola a una categoría superior que solo gracias a nosotros alcanza. Sexo es una de las dimensiones que conforman lo más puro de nuestra esencia. Como el arte, como el amor, como el humor. El universo sería una broma de mal gusto si no fuera por Bach, por Romeo y Julieta, por Les Luthiers, por la mirada oblicua de Norma Jeane.
Seguro que ella no se ha dado ni cuenta ¿Cuenta de qué, si en realidad no ha pasado nada? Andaba ahí, donde casi siempre, delante de su ordenador, vete tú a saber si trabajando o en sus cosas. Y de pronto algo la ha contrariado o sorprendido y ha soltado un suspiro de los suyos, profundo, sentido; de esos que hacen que sus labios permanezcan durante largo rato en un rictus peculiar, que habrá a quien pueda parecerle de cansancio o hastío, pero que para mí es una evocación del beso. No ha pasado nada. Pero un dedo invisible acaba de pulsar con fuerza en el botón preciso.

Sexo es derroche, arrebato, fructificación desmedida, inversión suicida de darlo todo por puro placer, como si no existiera un después (¿realmente existe?). Sexo es lujo al alcance de todos los mortales, paraíso accesible sin carnet por el mero hecho de estar vivo y dispuesto a celebrarlo. Y además de gratuito, algo intrínsecamente inocuo, como el agua, como la luz, como el resto de los elementos naturales que conforman la existencia. Lo cual no impide, obviamente, que la ignorancia o la cobardía puedan darle un uso terrible. También hay gente que se ahoga; pero no me parece serio echarle la culpa al agua.
Por fin se digna abrir la puerta del baño. Seguro que otra vez llegamos tarde, aunque lo cierto es que no me importa —¿Qué tal?— y sus ojos chispeantes me sonríen bajo la manta de tirabuzones y rizos color oro viejo que lleva horas componiendo para conseguir ese ficticio desaliño —¡Estás preciosa…!— exclamo con total sinceridad mientras estiro mi mano para intentar acariciar su melena —¡No me jodas, no me toques el pelo…! Me refiero a ahora, claro…

“Hacerlo como bestias, fornicar como animales”. Es curioso hasta dónde puede llegar la ignorancia biológica de los integristas. Lo cierto es que ya querrían el resto de las especies animales, menos algunas honrosas excepciones, tener una sexualidad comparable a la nuestra. Para la inmensa mayoría el sexo es algo esporádico, circunstancial y muy acotado temporalmente; aunque de todo hay en la viña de Eros: los comportamientos homosexuales habituales están perfectamente documentados en más de 1.500 especies, y más de una está considerada abiertamente bisexual. Los campeones del mundo mundial en este territorio no somos los humanos, sino nuestros primos los bonobos: para ellos las relaciones sociales y las relaciones sexuales son la misma cosa y viven prácticamente en una orgía permanente, con la única excepción de madres e hijos, que siempre se evitan. Un par de datos más: sus sociedades son matriarcales, las relaciones más frecuentes son las lésbicas, no establecen parejas estables, aunque sus vínculos afectivos son muy fuertes (entre madres e hijos, para siempre); y son, de largo, la especie menos violenta de todas las socialmente complejas de este planeta. No digo que los envidie, porque yo no podría ceñirme a un patrón así; pero admiración y respeto, máximos.
La reunión se estaba pareciendo a lo esperado. Buenos amigos, buena cena, buen vino. La conversación iba de acá para allá, entre anécdotas y novedades, y en una de éstas me tocó contar algo a mí, siguiendo la inercia de la charla y atendiendo a la insistencia general en que diera más detalles de ya no recuerdo qué asunto. Según comenzaba a hablar sentí como su mano se deslizaba lentamente bajo la mesa, recorriendo mi muslo, avanzando hasta llegar a donde ella bien sabía qué encontraría y cómo debía actuar para provocar mi respuesta. Me extendí cuanto pude en mi disertación, seguro de que lo mejor era que aquello se alargase tanto como pudiese… Las risas y aprobaciones que acompañaron el final de mi relato me ayudaron a disimular mi excitación y sonrojo. Alguien insistió en rematar el encuentro con champán. Mientras lo esperábamos, ella se disculpó y se dirigió al baño, mandándome discretamente un sugerente guiño”

De las múltiples sandeces que han lastrado desde siempre al sexo, merece destacarse la de su vinculación estricta a la procreación. Obviamente, sin sexo no hay descendencia; pero intentar equiparar ambas cosas es comparable a equiparar la gastronomía y la tortilla de patatas. Una simplificación excesiva ¿no? A fin de cuentas, el sexo que deviene en vástagos es únicamente el coito vaginal a término y sin medidas preventivas entre individuos en edad fértil; y para dar cabida al resto de cosas que conforman el universo de la sexualidad, a todos los niveles, harían falta varias wikipedias.
Pero hay otra sandez más moderna que está causando actualmente aún más estragos: someter la sexualidad a la belleza. Solo quien entre dentro de los cánones puede licitarse a ser deseado y a mostrar su deseo. El resto, que somos el 99%, debemos intentar esconder nuestros múltiples defectos, disimular nuestra pasión, apagar la luz, no hacer demasiado ruido… Patética estupidez, amigos y amigas mías —sobre todo amigas—. Y además, rigurosamente falsa: superada la adolescencia (de acuerdo: acepto que hay quien nunca lo hace), es más poderosa una mirada de deseo que la más perfecta biometría.

Por supuesto que estaba disfrutando del beso, que me estaba entregando a través de él y no tenía la más mínima intención de interrumpirlo por un detalle técnico. Pero lo cierto era que me estaba clavando en las costillas la palanca de cambios. Ella debió notar algo, porque se separó de mí de golpe, y tras una traviesa sonrisa me apresuró —Corre, vamos a la cama—. Tampoco iba a hacerle ascos a esa invitación, aunque me sorprendió un poco su urgencia –Vale mujer, por supuesto; pero ¿a qué esas prisas?—. Ella, que ya estaba casi saliendo, retiró la mano de la puerta, abrió su bolso y extrajo de él una caja rosada del tamaño de un paquete de tabaco, que se recreó en pasear a una cuarta de mi nariz y que reconocí al instante: era algo que yo le había regalado por su último cumpleaños, y que creía que finalmente nunca estrenaría —¿Recuerdas antes, cuando he ido al baño? Pues en las instrucciones pone que no es aconsejable llevarlas puestas más de una hora seguida ¿Me ayudas a quitármelas…?