miércoles, 28 de diciembre de 2016

Lo que nunca pasaría en un encuentro con extraterrestres

Tengo que reconocer que me encantan las películas de ciencia ficción, aunque lo cierto es que ese “género” es un inmenso cajón de sastre en donde se acaba metiendo casi todo lo que tenga cierto trasfondo futurista, por más que buena parte de lo que así se etiqueta sean aventuras de acción y fantasía. Y no es que esas no me gusten, desde La Guerra de las Galaxias (batallas épicas) a Blade Runner (cine negro), pasando por Alien (thriller de monstruos), o Avatar (western ecologista). Pero las que más me ponen son aquellas en las que la ficción científica adquiere auténtico protagonismo y los guiones se retuercen de forma inquietante. Me estoy refiriendo a 2001 o a Interestelar, y también a Matrix, Gataca, Doce Monos, Marte u Oblivion, cada una a su nivel.
Pues bien, sin nos centramos en las películas más inequívocamente adscribibles a este género, resulta curioso comprobar que casi todas giran en torno a uno o varios de los siguientes ejes: los viajes en el tiempo, las distopías y los encuentros con extraterrestres. Me propongo aquí hacer algunas observaciones a propósito del último de dicho ejes, aprovechando el reciente estreno de La Llegada (tranquilos, que no hay spoilers: aún no la he visto), aunque desde un ángulo poco habitual, con un pie en la ciencia y otro en la filosofía. No en vano esta entrada está clasificada dentro de la categoría “espiritualidad”. Ya veréis qué tiene sentido.
Encuentros con extraterrestres. Para empezar, para que eso sea posible tendría que haber alguien ahí fuera ¿Vosotros creéis que lo hay?
Imaginaros a dos hormigas, miembros de una colonia que ha tenido a bien prosperar en un tiesto de tu terraza, asomadas en el filo de la maceta mirado al horizonte. Si su cerebro fuera un poco mayor (el de una hormiga tiene alrededor de un millón de neuronas y el tuyo cien mil millones) y pudieran hablar, y una le preguntase a otra “¿Crees que allá afuera habrá alguien más como nosotras?”, no estaría haciendo un ridículo mayor que el que hacía yo en el párrafo anterior.
Durante milenios vivimos en nuestro tiesto, sin saber siquiera que había más tiestos en la terraza. Desde nuestra ignorancia fabricamos explicaciones a medida de nuestro minúsculo universo, y nos quedamos tan contentos porque las cosas parecían efectivamente cuadrar. La Tierra, plana y quieta, era el centro del cosmos, todo giraba a su alrededor, y el resto de los seres vivos eran rematadamente idiotas comparados con nosotros. La única interpretación razonable para todo aquello era que nosotros constituíamos una maravillosa singularidad, creada para reinar por alguna clase de ser superior, Causa Primera e Incausada, a la que nos inflamos a ponerle nombres y a atribuirle las cualidades que más nos cuadraban en cada momento.
Pero un día, una hormiga especialmente osada se lanzó a recorrer el infinito mar de baldosas que se extendía más allá de nuestro tiesto; y algunas semanas después regresó contando historias de otros tiestos que, al parecer, había en el flanco contrario del balcón. Allí había más hormigueros, cuyos habitantes también se habían considerado a sí mismos una maravillosa singularidad, hasta que, en una ocasión, el viento arrastró hasta ellos a una hormiga un tanto diferente, que les informó de que también había hormigas viviendo en el suelo del parque, al otro lado de la calle.
Generación tras generación, hormiga tras hormiga, fuimos ampliando nuestro universo. Tales, Aristarco, Tolomeo, Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, Einstein… Casi cumplido el primer cuarto del siglo XXI, nuestro conocimiento ha dado ya varios pasos en un territorio que está más allá de nuestro sentido común. Sabemos ahora que la realidad funciona a varios niveles, y que las leyes que rigen los objetos de nuestra escala no son de aplicación ni para las partículas elementales ni para el nivel astronómico.
Hoy en día sabemos también, y con datos constatados, que la Tierra es apenas una canica estelar más, que hay un número casi incontable de planetas ahí fuera (en la Vía Láctea varios cientos de miles de millones; y seguramente hay entre uno y dos billones —billones latinos, de los de un uno y doce ceros— de galaxias), de los cuales un porcentaje significativo son aptos para la vida. Porque el agua y el resto de elementos y condiciones necesarias para la vida abundan por los cuatro costados.
Nuestro tiesto no tiene nada de singular; y previsiblemente nosotros tampoco: si hay casi ilimitados planetas aptos para la vida, ésta estará presente en muchos de ellos; y si somos tan poco singulares, cabe suponer que la vida que se desarrolle en una buena parte de esos planetas siga reglas similares a las de la vida que conocemos, la cual es un proceso evolutivo que siempre tiende a lo complejo. De modo que aunque existan mundos habitados solo por microbios, gusanos y similares, habrá otros con seres realmente sofisticados. Y no conocemos nada más sofisticado que nuestro sistema nervioso y lo que de él se deriva: inteligencia, capacidad de modificar tu entorno, capacidad de soñar que eres una maravillosa singularidad… y también de viajar más allá de tu tiesto.
Resumiendo: hay trillones de planetas aptos para la vida, por lo que puede darse por seguro que en billones de ellos la habrá, y en numerosas ocasiones esa vida se habrá complicado hasta alumbrar seres inteligentes. Es deductivo, de acuerdo. Pero es blanco, está dentro de una botella y no es horchata ¿No será leche…?
Hay gente que se ha dedicado a intentar calcular lo anterior con rigor científico. Es la famosa Ecuación de Drake, y sus mil variantes y evoluciones (dejo un enlace a la Wikipedia para quien quiera curiosear). Pero las cuentas que echan son las del barquero, y mientras para algunos debe haber por ahí no más de diez civilizaciones extraterrestres contemporáneas a la nuestras, para otros son miles de millones. Ahora bien, lo que parece cada vez más asumido es que no se trata de un albur: allí fuera hay vida y hay “gente”; aunque no sepamos ni cuánta ni dónde.
Segunda cuestión: ¿podrían venir a vernos?
Esto es mucho más peliagudo que lo anterior. A la humanidad, oh maravillosa singularidad, le ha costado 200.000 años llegar a la Luna, que está aquí al lado. Nosotros aún no, pero nuestros trastos han conseguido incluso salir del sistema solar, lo que para las hormigas de nuestro cuento equivaldría a decir que hemos bajado del tiesto y cruzado la primera baldosa. Nos faltan otras cuarenta y nueve para llegar al tiesto de enfrente; pero puede que cuando lleguemos no demos con nadie, porque nunca haya aterrizado allí una reina preñada o porque la colonia que en él existió en su día ya haya desaparecido cuando lleguemos.
Seamos realistas: ni nosotros, ni nuestros hijos, ni probablemente los nietos de nuestros tataranietos lleguen en persona al planeta más cercano en el que poder coincidir con una civilización extraterrestre. Dentro de 15 años —tendré 72— estaré pegado a la tele para ver al primer hombre pasear por Marte, como hice en el 69, levantándome de la cama de madrugada para ver a Armstrong pisar la Luna. No será mucho después cuando nos lleguen datos desde las sondas que mandaremos a atravesar los geiseres de Encelado y Europa, que nos confirmarán la existencia de vida microbiana en sus océanos. Pero poco más. El conocimiento científico —y la técnica que de él se derivarán— necesarios para conseguir que pongamos artilugios en Próxima b, el planeta potencialmente habitable más próximo (está a “solo” 4 años luz de la Tierra; o lo que es lo mismo, a 40 billones de kilómetros), aún tardará siglos o milenios en alcanzarse. Con las máquinas que ahora tenemos tardaríamos decenas de miles de años en llegar. Consecuentemente, los “humanos” que se conviertan en viajeros interestelares no seremos nosotros, sino unos descendientes nuestros que a saber cuántas modificaciones habrán incorporado. No me estoy refiriendo a idioteces como que tengan manos con doce dedos o un ojo en medio de la frente (no abordaré aquí el espeluznante tema de los híbridos humano-máquina, aunque puede que algo de ello sí haya), sino a cosas infinitamente más sutiles… pero sustantivas.
Vamos a pensar en quiénes podrían venir a vernos, y a qué, tomándonos a nosotros mismos como referencia, pero asumiendo que los “hombres” que podrían hacer un viaje como ese a ver a sus vecinos serían nuestros descendientes remotos ¿Cómo sería esa gente?
El conocimiento no es una cosa aislada, y la evolución de la humanidad, tampoco. En paralelo al avance de la ciencia ha ido siempre el progreso de la técnica, y de la mano de los dos las estructuras sociales y la propia dimensión intelectual/emocional/espiritual de los individuos. Los egipcios o los romanos disponían de un nivel de desarrollo global impresionante; pero no tenían ni siquiera máquinas de vapor —no digamos ya ordenadores o aviones— de la misma manera que tampoco tenían ni vacaciones pagadas, ni seguridad social ni derechos de la infancia. Todo va parejo, y aunque las cosas tarden un mundo en prosperar (aún hay niños esclavos, por citar un ejemplo global y obvio), lo acaban haciendo. Alabado sea Punset y su certero y demoledor mensaje: cualquier tiempo pasado siempre fue peor.
Al margen de que las hecatombes sean literaria y cinematográficamente muy eficaces, estoy absolutamente seguro de que no nos dirigimos hacia la autodestrucción, ni muchísimo menos. No entraré aquí en detalles al respecto, o esta entrada acabaría siendo eterna, pero como  botón de muestra os dejo aquí un link a otra entrada de este blog, en la que hablo del Cambio Climático.
El futuro a corto plazo, como una década o incluso un siglo, puede intuirse y no será demasiado distinto del presente. Pero pensad en plazos mayores, mil años, diez mil años… ¿A dónde no habrá llegado entonces el conocimiento científico y la técnica derivada del mismo? Los problemas energéticos serán historia, como las enfermedades y hambrunas medievales. Y una vez resuelto el problema energético, quedarán automáticamente resueltos los problemas de contaminación y alimentarios, que al desaparecer se llevarán igualmente al recuerdo la inmensa mayoría de los problemas sanitarios. Coged el área temática que queráis y metedle cien o doscientos siglos de evolución. Aquella gente, nuestros descendientes, es imposible que sean como nosotros.
Imaginad un mundo en el que la bioteconolgía alcance tal desarrollo que la gente realmente no envejezca, que todo deterioro pueda ser frenado. La duración de la vida de esos seres podría ser de siglos, o incluso de milenios, hasta acabar… ¿cuándo y por qué habría de acabar? ¿Por accidente, y solo en casos excepcionales? ¿Por cansancio y aburrimiento, tras miles de repeticiones de todo lo potencialmente interesante? ¿Y si la biotecnología también tiene cómo combatir el cansancio y el tedio? ¿Podrían ser nuestros remotos descendientes prácticamente inmortales? Si eso llegase a suceder ¿qué tipo de principios éticos y morales tendrían? Sin duda no serían los nuestros, en los que el miedo a la muerte y el terror a dejar de ser lo condicionan absolutamente todo. También el miedo al dolor propio y la empatía con el dolor y la muerte ajena. Pero si tales cosas desaparecieran, o prácticamente desaparecieran, ¿qué clase de ética regiría a esos individuos?
¿Qué religiones o perspectivas espirituales tendría esa gente? La codicia, por citar algo muy sencillo, tiene que ver con las ansias de tener del que no tiene, y sabe además que la vida es corta. Pero si tu tiempo es prácticamente infinito, ¿para qué ser codicioso? La cuasi-inmortalidad lo mismo volvía a todo el mundo budista.
Intentad concebir la siguiente escena: en las navidades del año doce mil dieciséis, nuestros n-nietos, cuasi-inmortales, en sus naves inimaginables (seguro que ni remotamente se parecerían a trasatlánticos ni a aviones de combate), tras plegar el espacio-tiempo viajan a contactar con la civilización X del planeta Y, en la galaxia Z, a mil años luz de distancia ¿A qué os imagináis que podrían ir? ¿A invadirlos, a quitarle sus riquezas, a parasitar el planeta? Por favor…
Una pequeña cuña: no estoy tratando aquí el tema OVNI porque, aunque no lo parezca, es colateral y tremendamente complejo, y si me enredo con eso me distraería del asunto principal. Pero baste señalar que, aunque el 99% de los ovnis avistados puedan explicarse de un modo u otro, el 1% restante suma una ingente cantidad de realidades constatadas y aún no aclaradas. Podrían ser naves extraterrestres, cierto; aunque me inclino a pensar en otras posibles alternativas —que acaso algún día intente abordar en este foro— por la misma razón que adelantaba en el párrafo anterior y que continúo abordando en el siguiente: una civilización tan increíblemente avanzada como para realizar viajes interestelares… ¿podría ser avistada “por sorpresa”, en un descuido, mientras recolectan lechugas a lo ET, o abducen infelices a lo Encuentros en la Tercera Fase? Si quisieran hacerse públicos lo tendrían facilísimo. Y lo cierto es que aún no lo han hecho.
Dejemos pues a los ovnis para otra ocasión y continuemos con la miga de esta historia: suponiendo que existan civilizaciones extraterrestres hiperavanzadas capaces de hacer viajes interestelares, ¿para qué querrían venir a vernos?
Si viniera alguien a vernos sin duda lo haría desde muy lejos. Su conocimiento de la realidad tendría que ser apabullante, comparado con el que nosotros hemos conseguido hasta el momento. Solo así habrían podido fabricar agujeros de gusano, máquinas de teleportación cuántica, sillas con las que cabalgar agujeros negros, o la locura que sea la que se necesite hacer viajes interestelares, los cuales para nosotros son tan imposibles como lo eran para los neandertales los viajes en avión ¿Alguien se puede creer que una gente como esa iba a venir hasta aquí para hacer la guerra, para robar nuestra agua (una de las sustancias más abundantes del universo), para interferir en nuestras rencillas políticas o cualquier otra idiotez similar? ¿Alguien puede creer que el desarrollo científico/tecnológico de esos seres podría haber tenido lugar sin una paralela evolución psicológica, emocional, moral, espiritual…?
Stephen Hawking, entre otros, defiende que, si algún día una civilización extraterrestre viniese a la tierra nos tratarían como a simples bacterias. Yo pienso que el sabio —nadie podría dudar que lo es— se equivoca total y absolutamente: la única razón relevante para que una civilización extraterrestre viniese a la Tierra somos precisamente nosotros. El resto, el agua, todos los materiales que conforman nuestro planeta e incluso la propia vida que sustenta en su conjunto, es con toda probabilidad algo tan vulgar y abundante que jamás justificaría un viaje tan largo. Pero nosotros sí. Y no porque seamos una realidad única (de ello dan fe nuestros visitantes), pero sí poco común. Porque ¿sabéis lo que somos?:
SOMOS LA TIERRA, SU MÁXIMO FRUTO: POLVO DE ESTRELLAS CONSCIENTE Y CAPAZ DE AMAR, QUE SE ASOMA AL COSMOS PARA INTENTAR ENTENDERLO Y ENTENDERSE.
Desde esa perspectiva, planteamientos como los de 2001, Interestelar o Contact, me parecen plausibles, mientras que los de La Guerra de Los Mundos, Independence Day, etc., etc., etc., totalmente inverosímiles. Mejor, ¿no?

¡FELIZ AÑO A TODO EL MUNDO!

viernes, 16 de diciembre de 2016

La mala educación

Supongo que a mis cincuenta y siete años no estoy autorizado aún a considerarme un viejo cascarrabias, aunque empiezan a manifestare síntomas de que lo seré. Pero obviando que la disminución de mi tolerancia pueda ser o no en parte justificable, lo cierto es que hay un asunto en particular que me saca de quicio y del que me propongo despotricar aquí a mis anchas: EL USO MALEDUCADO DE LOS MÓVILES.
El paroxismo de la cosa se manifiesta en la adolescencia. No sé si es así en el resto del planeta, pero en mi entorno es imposible ver a un adolescente que no tenga un móvil en la mano. Es una prolongación de su cuerpo, el canal fundamental a través del cual conectan con la realidad; la cual, como todo el mundo sabe, incluye tres dimensiones (aprovecho para indicar el orden de relevancia de las mismas):
1ª) Aquello a lo que se accede a través del móvil: los amigos, los colegas, vídeos, canciones, juegos…
2ª) Lo que es emitido por un reproductor de imágenes y sonidos no personal; esto es la tele, ipod, ordenador, radio o lo que sea, que está de fondo emitiendo 24 horas al día.
3ª) Aquello a lo que se puede acceder de forma directa a través de los sentidos y que no procede de ninguna pantalla o reproductor intermediario. Es una realidad secundaria, cuya existencia es cuestionable… hasta que alguien le da carta de naturaleza a través de un móvil o algo parecido.
Yo he llegado a tener en casa a mi hijo y 8 amigos suyos, todos apasionados por el fútbol, “viendo” un partido importante al tiempo que los 8 miraban sus móviles, se mandaban mensajes, e incluso comentaban las jugadas que se supone que estaban “viendo”, en lugar de hacerlo directamente.
Cuando veo un partido con mi hijo, tengo que comentarle la mitad de lo que pasa, ya que se lo pierde por estar atendiendo a la mierda de su pantallita. Porque la falta de pudor de los adolecentes es infinita, y salvo amenaza de muerte (o algo peor: amenaza de quitarles el móvil), como les sucede durante las horas de clase, no dejan de usarlo en ningún momento, estén donde estén y hagan al tiempo lo que hagan.
Intuyo una explicación sencilla de este fenómeno: la adolescencia es una etapa de búsqueda de la identidad, de alejamiento de lo hasta entonces conocido (familia, escuela, reglas, pautas, gustos y criterios “inculcados” etc.), y de creación de un universo propio. Ese universo al principio es muy pequeñito y se restringe a un mínimo grupo —para colmo, cambiante— de amigos y entornos específicos y ajenos a lo conocido. Tradicionalmente, a esas cosas solo podía accederse puntualmente, durante los fines de semana o las vacaciones. Pero ahora, gracias a la telefonía móvil, ese microcosmos del adolescente, que para él es infinito y el único realmente relevante, es accesible de forma constante. Ergo que hablen lo que quieran papá, mamá o el profe, que yo donde realmente estaré todo el tiempo que pueda, donde yo seré yo, será en mi universo particular, cuya puerta de acceso es mi móvil.
Y hasta ahí, pues vale. Este viejo gruñón prematuro lo que tiene es arterioesclerosis cerebral, y el vértigo adolescente le marea. Ojalá fuera solo eso; pero me temo que la cosa es peor: lo del enganche a los móviles no conoce edades y es una enfermedad más extendida que el catarro común.
¿Quién no está metido en veintisiete grupos, de los cuales solo un par le interesan? Pero el resto son inevitables: el de los compañeros de trabajo, el del colegio de tus hijos, el de las actividades extraescolares de turno, el de la familia en general, el de la parte de la familia con la que tienes ciertas cosas de las que no quieres que se entere la otra parte, el de tus amigos del alma, el de esos otros amigos no tan del alma pero que quedarías fatal si pasaras de ellos, el de tu otra actividad, hobby o lo que sea…
Suena el cacharrito, y como no hay manera de saber si el mensaje es realmente importante o no, pues te tiras de cabeza a mirarlo. Y el 90% de las veces resulta ser una idiotez, una foto que cualquier curiosidad que algún ocioso manda; porque en cada grupo, indefectiblemente, hay dos o tres ociosos y mensajeros compulsivos que se pasan la vida enviando gilipolleces irrelevantes. El otro 10 % de los mensajes acaso tenga algún interés, aunque lo más probable es que no se trate de nada urgente. No hacía falta que lo mirases, pero ya es tarde, ya lo has hecho, y antes de que te dé tiempo a darte cuenta estás respondiendo. Y la persona con quien estás, ninguneada. No importa, da igual quien sea, ha dejado de estar ahí. Y si no estás con alguien en concreto, pues quien es ninguneada es la realidad real al completo, incluida toda la humanidad: cruzas sin mirar, te paras en medio de la acera entorpeciendo el paso, eres un peligro al volante…
Quiero creer que esta epidemia mundial de poca educación, que a mí me mata (lo digo por si no os habíais dado cuenta), se debe a que estamos ante un juguete nuevo. Si alguien quiere ponerse profundo podemos decir que no se trata de un juguete, sino de un vehículo que posibilita un salto evolutivo sin precedentes en la forma de comunicarnos y de acceder a la información. A cualquier clase de información y en cualquier momento o lugar, lo que ciertamente no es poca cosa. Podemos darle el alcance que se quiera. Pero lo que es indudable es que se trata de una situación completamente nueva, que aún estamos aprendiendo a manejar.
Y eso que ya hemos mejorado: hace apenas una década la vida era un festival de intromisiones sonoras cada vez que empezaba una película en el cine, una conferencia, un entierro, una clase o cualquier otro acto similar. Cada vez que un grupo de algunas decenas de personas se quedaba en silencio, antes de que pasara un minuto sonaba por aquí o por allá alguna de las odiadas y conocidas melodías, para cabreo general y sonrojo del culpable, que siempre tardaba una eternidad en localizar el cacharrito y darle al botón correspondiente. Eso ahora ya no pasa casi nunca, justo es reconocerlo.
También hemos mejorado nuestra educación en relación con otras costumbres que parecían eternas. Seguro que a los que tenéis más de cincuenta la imagen siguiente no os resultará extraña:
Yo recuerdo perfectamente ir de crío al médico, a finales de los sesenta y principios de los setenta, y que éste te recibiera fumando. Obviamente, yo también fui fumador en su momento (momento que duró 30 años, hasta que lo dejé hace ya doce), y aunque ahora me avergüence, hace veinte años podría haber sido perfectamente mía la mano que sale en la siguiente imagen:
Fumando en el coche, y con mis hijas pequeñas dentro ¡Qué falta de cabeza y de respeto! ¡Qué mala educación…!
No yo, que ya digo que hace más de una década que superé esa terrible drogadicción (eso es lo que es el tabaquismo y no otra cosa, como acaso algún día exponga detenidamente), sino los actuales fumadores, no hacen ya esas cosas. A mis amigos y familiares que aún fuman —ya lo dejarán… o serán ellos quienes nos dejen, como bien saben— no se les ocurre encender un cigarro en casa sin preguntar antes, y sin aceptar después con naturalidad mi invitación de que salgan a fumar al jardín.
De modo que paciencia, que la educación continuará su progreso y el uso de los móviles llegará algún día a civilizarse. Supongo que ayudaría a la cosa el que los mensajes tuvieran alguna clase de codificación de su grado de urgencia, de manera que solamente aquellos realmente singulares (está ardiendo tu casa, te ha tocado la lotería, estas despedido, te ofrezco el contrato de tu vida…), activaran algo que te impeliera a centrar tu atención en la pantallita desatendiendo cualquier otro asunto, cosa que todo el mundo comprendería. Pero solo en esas circunstancias. Para el resto, confío en que, dentro de poco, dejar a alguien con la palabra en la boca para atender a tu móvil sea tan socialmente inaceptable como que te arranque a sonar a mitad de película o como echarle el humo a la cara a un niño: mala educación ya superada.


domingo, 11 de diciembre de 2016

Lotería sin premio

Casi siempre sucede lo más probable:
Recoges minúsculos frutos de ímprobos esfuerzos.
Escudriñas su dulzura, injustamente escasa.
Fatigas tu buzón, repleto de sustancias ajenas,
de propuestas equivocadas.
Madrugas día tras día para llegar antes que el sol,
y apenas regresas con lo justo para seguir,
para madrugar mañana
con el gesto torcido.

Casi siempre sucede lo más probable.
Pero, a veces,
una por millón,
Yahvé, Alá, Visnú, Fortuna,
o como más te guste llamarle,
se divierte cargando los dados
y sucede lo improbable,
a lo que llamamos milagro.

Una por millón.
Y a mí, ya me ha pasado tres veces.
Me da menos vergüenza contarlo
que mi cara de imbécil oteando el horizonte,
en busca del cuarto.

Desde mi frustración gratuita, el once de diciembre de 2016,



(Nota: el dios de Estós ha intentado disimular pero le he pillado: casi se le escapa una sonrisa).

Y como con el poema anterior, y por las mismas cuestionables causas, adjunto escaneo del original (sí, es lo que parece: esto lo parí de camio al aeropuerto, y lo escribí allí en servilletas del bar mientras esperaba a mi amor)




sábado, 10 de diciembre de 2016

¿De nuevo, un poema?


Vergüenza de deberes sin hacer,
de tía anciana a la que nunca llamas.
Destemple de zapatos sin calcetines,
de ropa sudada sobre piel de ducha.
Fingida indiferencia que proclama tu culpa.
La culpa,
el sentimiento en el que menos creo
jactándose de su potencia.

Me parapeto tras media sonrisa
y busco un rincón.
Mi infantil artimaña
concentra  aún más los focos:
“¡Cuánto tiempo…! ¿A qué debemos el honor?”
Acorralado y desnudo,
opto por lo que entiendo la verdad:
“Es que todo era tan urgente
que el corazón apenas me ha dolido”
Alguien pregunta:
“¿Ha dicho dolido o sentido?”
El veredicto es un demoledor silencio.
Mientras, al fondo,
el dios de Estós mueve la cabeza.


En mi casa, buscándome, el diez de diciembre de 2016

Nota: el dios de Estós es uno de los personajes principales de un cuento mío (y en realidad, de mi vida), titulado "La Leyenda de Estós", que podéis encontrar en una recopilación de cuentos cuyo título es Desasosiego)
Y ahí os dejo el incunable de mis garabatos, aún calientes. Quién sabe, lo mismo algún día pueden tener interés para alguien.