lunes, 20 de marzo de 2017

Equilibrio

Todos somos poliedros
La mano que de mañana afianza a tu hijo
es la misma que hará temblar de noche a tu amante.
Mano tendida, regalo.
Mano crispada, amenaza.

Todos somos poliedros.
Boca que besa, que sonríe,
reza, blasfema,
acaricia, desgarra.
Es tu boca,
la misma boca:
máquina perfecta para la entrega o el ataque.

Tu brazo empuja y renuncia,
sujeta y desiste.
Miras y amueblas el mundo.
Miras y fulminas.
Todo eso eres

No te aferres a tu versión más eficaz, a la más consensuada.
El blanco y negro
es el territorio de los mediocres,
la gramática de los cobardes
desbordados por la policromía de la vida.
Porque la alternativa no son los grises,
por más infinita que sea su gama,
sino el malva del crepúsculo y el naranja del amanecer
el verde selva, el blanco nieve, el blanco sábana,
los mil azules de mis ojos cuando te miro y sonrío,
los mil marrones de los tuyos
cuando me devuelves la sonrisa
sabiendo lo que yo apenas sospecho.

Todos somos poliedros,
y el equilibrio
acaso consista tan solo en usar en cada momento

nuestro lado correcto.

domingo, 12 de marzo de 2017

Malos tiempos para lo laboral

Me dan ganas de vomitar cada vez que oigo al político de turno celebrar la llegada de los buenos tiempos, esgrimiendo como argumento los datos del Paro, del PIB, de la Deuda, de la Prima de riesgo y de la Hermana de su madre ¿Viven realmente tan lejos de la realidad, o es solo estrategia? Por muy poliédrico que sea no soy es economista, y ellos disponen de muchos más datos que tú, que yo y que el común de los mortales. Por tanto ¿son realmente imbéciles y no se dan cuenta de lo que está pasando —acaso los árboles no les dejen ver el bosque— o es que consideran más prudente hacer como que no pasa nada?
¿Que si pasa algo? PUES SOLAMENTE QUE ESTAMOS ENTRANDO EN UNA NUEVA EDAD DE LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD. Solo eso.
Así que no hay “crisis” que superar (crisis, del griego κρίσις, no es otra cosa que “separación”, “resolución”, “cambio”), ni normalidad a la que regresar. Estamos en el siglo XXI, las reglas están en plena mutación, y acabe la cosa como acabe con seguridad no se parecerá nada a lo que fueron las últimas décadas del siglo pasado; periodo que casi todos miramos ahora con nostalgia, evocándolo como “lo normal, lo de siempre”; aunque obviamente no lo eran.
(Este soy yo, trabajando en una fábrica de conservas hace año y medio. En youtube doy algún dato más de ese episodio —no sin cierto sarcasmo— que duró un par de meses)
Nadie se acostó un día en la Edad Media y se despertó en la Edad Moderna, por mucho que fuera trece de octubre de 1492. Los cambios de época no son tan fulgurantes, aunque las revoluciones duren cada vez menos, embarcados como estamos en una especie de frenética espiral evolutiva. Desde que los primeros homínidos empezaron a usar el fuego hasta la aparición del Homo sapiens pasaron millones de años. La revolución neolítica, abandonar el nomadismo y la caza para convertirnos en ciudadanos agricultores, nos costó algunos milenios. La Revolución Industrial la empezamos a mediados del XVIII, y apenas un siglo después la artesanía se había convertido en folklore y vivíamos rodeados de objetos salidos de las fábricas. Y todo apunta a que la Revolución de la Información, en la que andamos, tan sólo durará unas décadas. Pero como todas las anteriores, su advenimiento está suponiendo poner patas arriba absolutamente todo, reinventar el mundo, incluida nuestra concepción de la realidad. En este momento apenas podemos constatar tendencias, acciones y reacciones, tensiones y desencadenamientos, cuya auténtica transcendencia solo podemos intuir.
A la imposibilidad de ponerles puertas al campo de la información le llamamos Globalización, e interpretamos que además de un hecho incuestionable era un logro definitivo en la evolución de la humanidad. Todos íbamos a poder comprar y vender de todo y en todos sitios, acceder a lo que fuera sin otro límite que nuestra curiosidad, imaginación y valía. Pero luego resultó no ser así, porque los siete mil millones de personas que recibieron su certificado de empadronamiento en la Aldea Global pertenecían a universos muy diferentes. Los había que vivían en sociedades medievales, por las que no es que no hubiera pasado aún la Revolución Industrial: es que no tenían ni noticias de la Revolución Francesa. Sociedades sin la más remota idea de qué pudiera ser eso de la separación de poderes. Otras machistas hasta el delirio. Otras tan enamoradas de su propio ombligo que interpretaron la Globalización como una declaración de guerra a sus microcosmos. Y entre unas cosas y otras, nos vimos envueltos por sorpresa en una marea retrógrada de proteccionismo, ultranacionalismo, ultraortodoxia…
Si lo anterior fuera el final del camino, de verdad que yo me bajaba de este planeta. Pero como no lo es y todo sigue hirviendo, los optimistas empecinados como yo nos empeñamos en creer que el progreso será capaz de vencer a la caspa. Ya se verá. O acaso ya lo verán nuestros descendientes, Pero, de momento, voy a intentar aproximarme a lo que a mi entender está ocurriendo en nuestro entorno en relación con el mundo del trabajo. Y a ese respecto, y vaya si lo lamento, lo único que soy capaz de constatar es lo siguiente: ADIÓS PARA SIEMPRE AL MARCO LABORAL DEL SIGLO XX.
Outsurcing. Bonita palabra, ¿verdad? No, no la traigo a colación porque esté estudiando inglés, como ya os conté, sino porque resulta que ese es el término que ha terminado por imponerse para referirse a la externalización, que no es otra cosa que el advenimiento del imperio de la subcontrata.
Cualquier empresa, la que sea, tiene subcontratadas la inmensa mayoría de las actividades vinculadas con su negocio a otras empresas, que a su vez hacen lo mismo, y así una y otra vez hasta llegar al elemento unitario e indivisible del trabajo, que es el trabajador. El autónomo, el Sr. Juan Palomo.
A finales del siglo XX, los Sres. Palomo eran un grupo minoritario, justificado y circunscrito a ámbitos específicos. Autónomo era el taxista dueño de su taxi, el fontanero del barrio o el abogado del piso de al lado. Ahora, no. Ahora mismo, y al menos en España, somos autónomos —de derecho o de hecho— la inmensa mayoría de los trabajadores. Y ya sé que las estadísticas dicen que solo somos un 20% de la masa laboral, ni más ni menos. Pero las estadísticas son lo que son, como ya hablé en su momento en otra entrada de este blog, seguramente más divertida que esta: La diosa Estadística.
Cuando dicen que somos un 20% se refieren a que algo más de tres millones de imbéciles, como mi mujer y como yo, estamos apuntados a una ventanilla en donde se nos exige pagar todos los meses una bonita cantidad de euros (en nuestro caso ¡casi 350,00 € cada uno…!), antes de haber facturado un solo euro, a cuenta de unas hipotéticas pensiones que acaso nunca lleguemos a cobrar, según nos informan ciertos políticos que, curiosamente, son amigos de los vendedores de seguros de pensiones. Y en el caso de mi mujer es más que probable que, efectivamente, en su vida vea un solo euro, pues “solo” lleva cotizando en España 12 años, y el día que se jubile a lo mejor no ha alcanzado el mínimo que entonces esté establecido para tener derecho a algo. Ahora, eso sí, o pasa por caja a primero de mes, o no trabaja.
Bueno, pues vale, un 20% de imbéciles ¿Y el resto? Pues si quitamos al otro 20% de funcionarios públicos (por mucho que estos sean también malos tiempos para ellos, desde aquí les digo con todo mi corazón que son una envidiable casta sacerdotal), del otro 60% las dos terceras partes son lo que yo llamaba “autónomos de hecho”, al margen de cuál sea la ventanilla de cotización en la que estén inscritos. Explicaré el concepto, y seguro que me entendéis.
Todo contratado temporal es funcionalmente un autónomo. A mí, como autónomo que soy, me contrata la empresa “x” para que le resuelva tal cosa, con el compromiso de hacerlo en dos semanas. Lo hago, cobro, y hala, a buscar otro encargo. A ese otro trabajador, con el que empezaba este párrafo, la empresa “y” le mete en su plantilla durante quince días para resolver tal otra cosa. Lo hace, y a las dos semanas, lo mismo que yo, ya tiene que estar buscando por ahí a alguien que le contrate de nuevo. Las diferencias entre él y yo son de matiz, de en qué ventanilla tenemos que ir a darle al Estado “lo suyo”; pero muy poco más. Ambos somos autónomos de hecho.
¿Y cuánto cobra un autónomo? Pues exactamente su precio de sustitución: si alguien puede hacer lo mismo que tú por un euro menos, y con nivel equivalente de prestaciones, el trabajo es suyo. Hace mucho ya que quedó atrás el concepto de justiprecio, la posible justificación del valor de las cosas. Nada de eso: si tú ofreces lo mismo por menos, pues para ti. Todo lo cual conduce a una guerra sucia de todos contra todos, tirando los precios hasta el límite de la subsistencia. Hace diez años, un jardinero podía cobrar tranquilamente 18 o 20 € por hora de trabajo; pero la crisis del ladrillo hizo desembarcar en el oficio a miles y miles de desesperados, de manera que hoy en día nadie contratará por horas a un jardinero que le pida más de 12 €.
(Y este soy, trabajando de jardinero hace unos meses; actividad que alterno con la de asesor ambiental. Unos días, reuniones, ordenadores e informes. Y otros, azadón, sudor y naturaleza; cosa, esta última, que me encanta)

¿Hacemos una huelga, para denunciar la situación anterior? ¿Contra quién, y por qué motivo? ¿No es caso justo que el dueño de un jardín escoja, entre las ofertas disponibles, la que le resulte más conveniente? Y lo de los jardines lo he puesto como ejemplo porque lo conozco bien, pero vale absolutamente para cualquier gremio o sector, por la ya referida subcontratación de la subcontratación de la subcontratación: menos los “trabajadores clásicos”, con varias décadas de contrato en vigor, el staf duro las grandes empresas y la casta sacerdotal del funcionariado público, el resto somos todos autónomos de hecho y/o de derecho.
¿De qué me vale a mí que existan los sindicados, o un convenio colectivo que establezca tales o cuales condiciones? Trabajé durante quince años por cuenta ajena, entre 1984 y 1998, en diversas empresas de medio ambiente y de ingeniería, y entonces sí que tenía vigor mi convenio colectivo, y el movimiento sindical era una pieza clave en el marco laboral de entonces. Anualmente, en “mi” convenio se fijaba la evolución de mis remuneraciones, los horarios laborales, las vacaciones, etc. No es que fueran cosas absolutamente fijas e inamovibles, pero sí referencias válidas para concretar después con tus jefes lo que correspondiera.  
Ahora, me resulta cómico imaginarme explicándole a un potencial cliente que si le voy a cobrar tanto o cuanto es porque así se establece en el convenio de mi sector, o que si la entrega no se la podré tener hasta tal día es porque mi convenio me limita las horas que le puedo dedicar a lo suyo ¿A sí? Pues hasta siempre: que pase el siguiente. Y punto. Mi precio de sustitución por servicio equivalente, ese es el único parámetro. Guerra a muerte con mis competidores, para dar lo máximo, lo antes posible y al menor coste. Y se acabó.
En el paroxismo del cinismo, a los autónomos se nos exige, además, que seamos pulcros hasta lo paródico. Con menos cultismos y yendo al grano: se nos exige que cumplamos treinta normas UNE y cuarenta ISO, que tengamos Seguro de Responsabilidad Civil, Convenio con Mutua Laboral, que estemos titulados en Prevención de Riesgos, que firmemos treinta documentos de aceptación de las Políticas de Empresa de cada uno de nuestros clientes, que seamos respetuosos al máximo con el medio ambiente y con todo lo imaginable, la prevención del maltrato animal, yo qué sé… la lucha contra la xenofobia y el racismo, la defensa de la igualdad de géneros, la beligerancia contra el machismo y la homofobia…
Tenemos que ser limpios, pulcros y civilizados hasta rozar la caricatura. Eso, para que acepten mirarnos a la cara. Entonces, nos hacen la pregunta clave: ¿Qué y por cuanto? Y si das la respuesta correcta, el trabajo es tuyo. Y si no… pues a casa a reflexionar qué has hecho mal, a revisar la vigencia de tus trescientos certificados y acreditaciones; y, por supuesto, a rebajar tus precios.
La situación actual de hecho, por mucho que haya un marco global teóricamente garantista (que al final acaba enredando más que protegiendo: es de ahí de donde emanan las mil normas de obligado cumplimiento que a nadie importa si se cumplen o no, la asfixiante presión fiscal, etc.), se parece a un mercado medieval: tu llegas, pones tu chiringuito en medio de la plaza y si a alguien de los que pasa por allí le gusta lo que tienes, te lo compra; y si no, pues nada. Y mañana igual que ayer y que pasado mañana.
Como ya he dicho antes, esto no es “al final”, sino “de momento”. Pero por lo que respecta a lo laboral, no cabe duda de que no son los mejores tiempos.