De la inminente llegada de los robots
a nuestras vidas vengo oyendo hablar desde mi infancia, allá por los sesenta
del siglo pasado. Se trataba de una suerte de máquinas complejas, de apariencia
humana, que vendrían a cubrir muchas de nuestras necesidades y a ejecutar las
tareas más desagradables y arriesgadas, por lo que su advenimiento era indiscutiblemente
una buena noticia. El único peligro era que llegasen a ser tan sofisticados que
su inteligencia artificial superara a nuestra inteligencia natural y terminaran
sometiéndonos.
Luego resultó que los robots fueron
llegando poco a poco, sin hacer ruido, desprovistos de apariencia humana, y al
ocuparse efectivamente de tareas desagradables, pesadas o peligrosas,
contribuyeron a hacer más fáciles nuestras vidas. Pero amenazas, pocas... salvo, acaso, la de dejar a más de uno sin trabajo. Porque no dejaban de ser
robots esas cosas raras de siete brazos que armaban coches en las cadenas de
montaje de las fábricas, los limpiafondos de piscinas que andaban solos o esa
especie de aspiradores con ruedas y apéndices diversos que desactivaban bombas
o nos precedían en la exploración espacial. De los robots humanoides ni rastro,
salvo en juguetes varios.
La cosa tenía, como pasa siempre,
bastante lógica: el progreso efectivo no apunta nunca hacia lo más
espectacular, sino hacia lo más práctico —o sea: rentable— de manera que las
mochilas voladoras que vimos en las olimpiadas de Los Ángeles en 1984 aún
siguen en fase de diseño, mientras que los ordenadores personales que entonces
daban sus primeros pasos son ahora casi una prolongación de nuestras vidas.
Hacer robots que se parezcan realmente a personas es tremendamente complicado,
carísimo, y no les hace más eficaces en ningún sentido… excepto en uno: el
emocional. Y con la emotividad hemos topado, Sancho. Ese es el tremendo lío en
el que estamos a punto de meternos.
Lo de la emotividad de los robots
tampoco es que sea un tema precisamente nuevo, y viene desde siempre de la mano
del asunto de los límites de su inteligencia: los robots megainteligentes no
podían dejar de lado la dimensión emocional, como una especie de cristalización
suprema de lo cognoscitivo. HAL, la computadora que rige la nave de 2001, una odisea en el espacio, no deja
de ser un robot que termina actuando contra los humanos por puro instinto de
supervivencia. Por cierto, y como mera cuña curiosa: no sé si es cierta la
leyenda, pero me encanta, que afirma que las letras que conforman el nombre HAL
son las anteriores a las del acrónimo IBM (International Business Machines).
Emotividad a raudales, ya sea de un
tipo o de otro, desbordan las máquinas humanoides de Yo Robot, Inteligencia Artificial, El hombre bicentenario, Eva,
Autómata o Ex Machina, por citar
solo algunos de los cientos de referencias que a cualquiera se le vienen de
primera mano a la mente. Pero el lío monumental sobre el que yo quiero aquí
reflexionar no se refiere a los robots, a si son o no capaces de sentir qué, sino a nosotros, a cómo catalogar y
encajar, a todos los niveles, nuestra relación con esas sofisticadas máquinas.
Las implicaciones del encaje moral y legal del asunto son realmente tremendas.
Queda realmente poco tiempo —apenas
unas décadas— para que los robots humanoides extraordinariamente parecidos a
nosotros sean una realidad. Cuando tengamos esas máquinas a nuestra
disposición, ¿será razonable o no establecer reglas de lo admisible e inadmisible
en nuestra relación con ellas? ¿O sería más correcto decir, “en nuestro uso de
ellas”? Y si fuera así, ¿con qué criterio estableceríamos esas reglas, esos
límites?
De verdad, a mi el tema me supera de
largo. Veamos un par de ejemplos.
Si yo me cabreo con mi tostadora o con
mi ordenador puedo liarme a porrazos con él que a nadie le parecerá en sí mismo
ni bien ni mal. Como mucho, se podrá pensar que me estoy desahogando como un
niño pequeño, culpando a la máquina de algún error mío. Incluso si saco uno de
esos artilugios a mi jardín, lo pongo en la barbacoa y le pego fuego, lo único
objetable serán mis gustos culinarios.
Un robot no deja de ser una máquina,
como la tostadora o el ordenador. Podrá ser tan sofisticado como se quiera,
pero nunca un “individuo”, un ente dotado de derechos personales, merecedor de consideración
y respeto intrínseco como el que atribuimos a cualquier humano, e incluso a
muchos animales. Y como biólogo lo voy a dejar ahí, que si sigo os meto a todos
en un callejón sin salida: es muy fácil considerar “individuo dotado de
derechos” (aunque no sean exactamente los mismo derechos que reservamos para nosotros), a tu perro o a un chimpancé; pero si vamos bajando el listón —un
ratón, una lagartija, una mariposa, una hormiga, una almeja, una esponja, una
ameba…— tarde o temprano acabamos haciendo aguas, sin que haya manera de
establecer rayas fijas o criterios indiscutibles.
A lo que íbamos: un robot, por muy
sofisticado que sea, nunca será sino una variedad de electrodoméstico, ¿de
acuerdo? Pues imagínate ahora a un honrado contribuyente, sin antecedentes de
ninguna clase, que guarda en el fondo de su corazón un rencor irredimible hacia
alguien, ya sea persona o grupo. A lo mejor es hacia su ex, que le maltrató, o
hacia el asesino de su hijo. Acaso hacia “los moros”, “los negros”, “los
judíos”, o quién sabe qué colectivo al que él atribuye la raíz de sus
desgracias o de las de los suyos. Bien, pues este señor, que además está
forrado, encarga a la empresa fabricante de robots una réplica del objeto de su
odio (os recuerdo que esto está pasando dentro de, pongamos, cincuenta años, y
es viable).
Nuestro honrado contribuyente
desembala su pedido y se dedica durante horas a torturarlo. La máquina grita,
llora, suplica, se arrastra, sangra (está muy bien construida, da el pego). Los
vecinos alertan a la policía, pero ésta comprueba que todo está en regla, y que
ese hombre lo único que está haciendo es uso legítimo de un objeto de su
propiedad. Como fin de fiesta, la máquina es arrastrada al jardín, crucificada
y quemada. Iba a decir “quemada viva”, pero ese cacharro nunca estuvo vivo.
Sólo era una peculiar tostadora. Aquí no ha pasado nada ¿O sí…?
Segundo ejemplo, un poco menos
sangriento pero igual de desagradable.
Sexo, claro, por supuesto: sexo. Eso
sale también en muchas películas, y supongo que será uno de los territorios en
donde los robots humanoides alcanzarán antes mayores logros en lo que respecta
a verosimilitud. Cuestión de rentabilidad, ya lo dije, y desde siempre hay
mucha soledad por ahí y muchas ganas de placer inmediato y sin compromiso
alguno. De modo que a las casi decimonónicas muecas hinchables tardarán poco en
sucederles muñecas más realistas. Y el realismo irá ganando nivel hasta
adentrarse en lo emocional.
Un vecino del contribuyente anterior,
igualmente respetable en todos los sentidos, tiene unos gustos sexuales un poco
peculiares. Siempre se contuvo, nunca violentó a nadie; pero lo cierto es que
siente debilidad por los niños. Y, además, tímido y retraído como siempre fue,
nada le excita más que imaginarse en el papel dominante, de macho alfa que
somete a quien quiere a su voluntad. Por suerte para él no anda mal de dinero,
de modo que resuelve encargar a la misma fábrica que su vecino un robot
personalizado y adecuado a sus gustos. No voy a entrar en detalles,
que ya me pasé bastante con la sesión gore de antes; pero cada cual que imagine
como quiera qué tipo de robot habrá encargado y qué tipo de uso hará este
hombre de él. ¿Algo que objetar? ¿Acaso no tiene derecho este señor a meter sus
dedos —o lo que se le antoje— dentro de su lavadora, o de su aspirador? ¿Y por
qué no dentro de su muñeca hinchable? ¿Cambia algo el hecho de que la muñeca en
cuestión sea más o menos realista, que se parezca a un humano de cuarenta años
o de cuatro, que incluya un dispositivo que finge gemir de placer o de dolor?
Estamos en el mismo caso que en la casa de al lado: aquí no pasa nada ¿O sí?
¿Dónde ponemos la línea de lo
admisible e inadmisible? ¿en la verosimilitud? Serrat, en su clásica De cartón piedra, narra la historia de un
pobre loco que se enamora de un maniquí y lo roba para tener con él un romance.
En cierto sentido, un maniquí no es sino un robot de esmerado realismo
estético, aunque cinéticamente limitado. Si el maniquí en cuestión es
suficientemente realista, ¿podría acusarse al loco de secuestro, en lugar de de
robo? ¿Y no podría un juez escrupuloso considerar aquello un ensayo, una
prueba previa y necesaria para el ulterior rapto efectivo de alguien?
¿Qué tal si ponemos el listón ahí?: en
lugar de fijarnos en lo parecida que es la máquina en cuestión a un ser humano
real, pongámoslo en la intención de quien interactúa con ella. En ese caso, el
que torturó al robot del primer ejemplo sería un sádico, y el del segundo un pederasta…
bueno, al menos de intención ¿He dicho de intención? Vaya, eso ya se le ocurrió
a alguien, y como mínimo sale en una célebre distopía: 1984. Me refiero a la
Policía del Pensamiento. El fin era noble, pero los medios me espeluznan. Si no somos libres para pensar, dejamos de ser seres humanos. Y si un comité de ética y justicia se dedicase a escudriñar nuestra mente, es probable que no nos salváramos de la cárcel ni uno. Por ahí no creo que sea
¿Era o no un lío de mil demonios?
Me temo que en este caso no hay
Tribunal Planetario ni varita mágica capaz de sacarnos del atolladero. No tengo
la menor idea de cómo afrontar la cuestión, sin acabar sintiéndome mal, por
exceso de celo o por exceso de permisividad. Y eso que estoy planteando el
problema desde un ángulo muy simple, porque la cosa puede complicarse aún mucho
más. Por ejemplo: cuando, dentro de algunos siglos, la tecnología permita
construir artefactos que integren elementos biológicos y mecánicos (en
definitiva: cíborg), ¿dónde pondremos la raya que delimite el objeto del ente?
Para este asunto en concreto, me voy a
felicitar de vivir el momento que me ha tocado y no tener que afrontar embrollos
como los anteriores.
Mi padre resolvió en su momento con naturalidad a qué edad
debía controlar la hora a la que yo llegaba a casa, o si bebía o fumaba; pero
seguro que habría sido incapaz de decidir cuál era el momento de dejarme tener
móvil. No le tocó lidiar con esos artilugios, como a mí con toda probabilidad
tampoco me tocará lidiar con robots hiperrealistas o con cíborg. La
generación a la que le toque (acaso la de mis nietos, o la de los suyos), ya verá cómo se
las apaña. Pero desde este primer cuarto del siglo XXI, les alerto: majos, ¡el lío que se os viene encima…!