miércoles, 15 de abril de 2020

Reflexiones coronavíricas (3 de n)

Me cuesta escribir, cosa que no deja de ser curiosa. Esta cotorra, que no se calla ni debajo del agua, y cuya única queja es siempre la falta de tiempo, ahora que le sobra reconoce que le cuesta escribir. Y sospecho que la razón principal es que, además de la pandemia que nos encarcela y nos mata, han surgido como efectos secundarios otras mil, todas ellas cansinas, a las que no me apetece sumarme. Y resulta muy difícil abrir la boca, o el teclado, sin acabar haciéndolo.
La pandemia del optimismo compulsivo, seguros de que todo va a ir mejor, de que la gente reaccionará para bien, y los gobiernos, las empresas, los partidos, las naciones, todas las estructuras sociales del planeta aprenderán la lección y se volverán más empáticas y solidarias.
La pandemia de las habilidades manuales, quedando taxativamente prohibido dejar pasar el tiempo sin sacarle algún brillante y sorprendente partido, ya sea culinario, literario, musical, lúdico, místico, onanístico, da igual, lo que sea, porque sin duda será algo enriquecedor e inolvidable que guardabas dentro y que solo esperaba un momento tan maravilloso como éste para florecer.
La pandemia del buenismo obligatorio, como si todos los días fuera Navidad o algo así, y nadie pudiera resistir las ganas de llevarse bien con ese vecino… con el que, si nunca congeniaste, era por algo.
La pandemia de cultura súbita, el diluvio de sabios de todas las materias, economía, microbiología, epidemiología, bolsa, derecho, demografía, seguridad, globalización, climatología, historia, ingeniería industrial, todo lo concebible e inconcebible, doctores cum laudem cuyas titulaciones se las han firmado ellos mismos tras dos noches de insomnio colgados de la Wikipedia.
Es como si la Tierra fuera un gigantesco trasatlántico que acabase de naufragar, y cada cual con lo puesto, algunos en solitario y otros en familia, hubiéramos acabado en nuestros botes salvavidas privados. Unos pocos —hay quien habla del dos por ciento, otros del doble— no pudieron llegar a sus botes y se ahogaron. El resto nos hemos salvado de momento; pero estamos absolutamente perdidos y en el bote no hay ni mapas, ni vela, ni motor ni timón. No tenemos la más remota idea de a dónde nos llevará la marea, qué habrá allí a donde lleguemos o si una tormenta nos hará zozobrar por el camino. De momento tenemos provisiones; pero tampoco sabemos si durarán toda la travesía. Y para no enloquecer, inventamos juegos, elaboramos teorías del porqué del naufragio y planificamos un futuro del que quedan excluidos los errores del pasado. Varios miles de millones de botes fatigan estos días el océano planetario, cada uno con la misma escena; matices aparte, que en el fondo son irrelevantes.
Desde esa perspectiva, me da vergüenza escribir, lo digo en serio, porque al hacerlo siento que le estoy dando la matraca a los ocupantes de los tres o cuatro botes más cercanos al mío, a los que abrumo con mis floridos pensamientos por la única razón de mi facilidad de palabra. Fuera de eso, mis sueños no son más altos ni más sólidos que los de nadie. Y mi cacareada perspectiva aquí vale bien poco, en medio de este uniforme e infinito océano de dudas.
Bajando la voz, para no incomodar a nadie, tan solo comentaré que yo ya había estado en algún que otro naufragio. Básicamente en tres: en una carretera, de la que salí cojo de por vida; en una montaña, en la que aunque me maté, pacté con mi amiga la muerte una prórroga, que aún disfruto; y en una relación eterna, que duró algo menos de veinte años. En cada uno de esos naufragios la situación fue ciertamente parecida a la de ahora: punto de inflexión, replanteamiento absoluto de un futuro que ya no podrá parecerse a lo imaginado, inseguridad, dolor, soledad, miedo… Hay naufragios mucho peores, estoy seguro, y el primero que se me ocurre es una guerra. Vivir una guerra de las de verdad, en primera persona, casi me da igual si como soldado o como víctima civil. No soy capaz de imaginar nada más brutal y traumático. Frente a ese tipo de cosas, casi parece obsceno tratar de hecatombes a los vaivenes de mi vida que antes comentaba. Pero para mí, afortunado desconocedor de lo que es un conflicto bélico, realmente lo fueron. Y salí de ellas, llegué a tierra y continué camino. No necesariamente mejor persona, pero sin duda sí más sabio y más sólido. Como dice el refrán, lo que no te mata te hace más fuerte. Aunque supongo que todo tiene un límite, y es probable que los supervivientes de una guerra tengan una visión diferente.
Lo realmente desconcertante de este naufragio planetario es precisamente eso: su condición de universal. Lo habitual, cuando alguien se caía por la borda, era que se tratase de una historia íntima, que al margen de que terminase en el fondo del mar o en alguna isla salvadora, no alteraba en absoluto el discurrir del resto del mundo. Pero es que ahora parece haberse caído por la borda la humanidad al completo ¿Es realmente así? ¿Este naufragio es realmente global…? Pues, según lo pienso, ahora mismo, en vivo y en directo...  creo que no.
Lo que sin duda está siendo es un palo muy serio e imprevisto para la endiosada civilización occidental, que se creía todopoderosa, y está comprobando que no lo es. Su alcance final solo podrá medirse con perspectiva dentro de algunas décadas, aunque me cuesta trabajo creer que se aproxime, ni de lejos, a lo que supuso la Segunda Guerra Mundial. Aquella contienda duró siete años, costó setenta millones de muertos y redibujó todos los mapas: EEUU y la URSS pasaron a ser la primera y la segunda potencias mundiales, cuando antes de la guerra apenas eran actores secundarios (bueno, EEUU no del todo; pero no quiero entretenerme ahora en eso). Desapareció el Imperio Británico, el más grande de todos los tiempos. El resto de grandes naciones europeas se quedaron en caricaturas de sí mismas. Se acabó definitivamente la época colonial. La humanidad dio un salto tecnológico sin precedentes. Esta pandemia no va a generar, ni de lejos, revoluciones semejantes (luego revisaré esto, apuntando las hipótesis más extremas), aunque sin duda sí mucho mayores que las que provocó la famosa crisis del 2008.
Aquella crisis financiera, que en España fue inmobiliaria y llegó dos años después que al resto el planeta, fue una auténtica conmoción. Acabó con millones de empleos, incluido en mío, y además de rebajar sustantivamente el nivel de vida de casi toda la población (aunque como en toda crisis, ciertas minorías se forraron), desmontó el sueño global de la prosperidad infinita, del crecimiento sin límites, de la mejora sobre la mejora como única expectativa imaginable para nosotros y para nuestros hijos. Nada de eso. Fue un brutal fin de fiesta, como si hubiese irrumpido la policía en un guateque de adolescentes, justo cuando sacabas a bailar a la chica más bonita del pueblo. Todo eso. Pero solo eso.
Ahora, la desilusión es mayor, pues la globalización ha demostrado que interdependencia es también fragilidad, y ya nadie está tan convencido de que la disolución de las fronteras y la externalización urbi et orbi de todo, bajo el único criterio de la rentabilidad, sea garantía de nada. Antes al contrario, es incertidumbre. Ojalá  hubiéramos tenido cerca los medios, los recursos para afrontar imprevistos. Todo lo cual nos arroja en brazos del nacionalismo. Y el nacionalismo, queramos o no, lo justifíquemos o relativicemos tanto como queramos, el nacionalismo, es la guerra. Lo dijo De Gaulle en otro contexto, pero la frase es tan precisa como el “Eppur si muove” de Galileo: el nacionalismo es la guerra. Nada menos. Solo con eso, ya estamos más que jodidos.
A nivel práctico, esta hecatombe global va a doler más que nada de lo que ninguno con menos de setenta años podamos recordar. A título de ejemplo: para combatir la pandemia los viajes se van a restringir tanto como se pueda durante el mayor tiempo posible, lo que equivale a decir que el turismo queda en barbecho. Y el turismo es uno de los principales, o acaso el principal, motor de la economía española, de manera que congelar el turismo es equivalente a decirle a un árabe que deje de extraer petróleo. Va a haber millones de parados, millones de familias pasándolo fatal, y en cascada el nivel de vida de todo el país va a retroceder décadas. En cada sitio la onda pegará a su modo. Pero aquí, con seguridad, va a ser como mínimo diez veces peor que en 2008.
Y estoy obviando el tema de la salud, propiamente dicha.
Todos los países mienten, en lo relativo a contagios y muertos. Ya lo dije en la anterior entrada: los muertos se cuentan mal, aposta, para que salgan los menos posibles, y que los gobiernos así no queden tan retratados. Y los contagios son solo un reflejo de las pruebas de detección realizadas: cuantas más se hacen, más contagios se detectan. Solo como anécdota: estoy casi seguro de que los cuatro que compartimos bote salvavidas ya hemos pasado el  virus, hace casi dos meses (sería largo y anecdótico contar nuestros recientes y atípicos episodios gripales), pero no hubo pruebas y no podemos saberlo. Según hipotetizan los expertos, es probable que el nivel de contagios real sea, de media, un 85% mayor que el de caso detectados. Nada menos
Y con respecto a los muertos, es probable que los realmente producidos por la pandemia sean el doble de los declarados. En España, a mediados de abril del 2020, unos 35.000. En USSA, 50.000. Si estamos a mitad de proceso, cuando se acabe esta envestida, para finales de verano, los contagiados declarados en el mundo serán unos diez millones (los reales serán, como mínimo, más de cincuenta), y un millón de muertos (aunque pasarán de dos). Siendo tremendas, son cantidades irrisorias si se comparan con las víctimas de la gripe de 1918, o de la Segunda Guerra Mundial.
Voy a intentar resumir qué es lo que creo más probable que acabe finalmente pasando, por lo que respecta al primer mundo. En el segundo mundo las cosas serán parecidas, pero con importantes matices (sigue pendiente, para una próxima entrada, analizar la situación de Brasil, que puede ser extrapolable a una buena parte del planeta). Y en el tercero, esta pandemia solo se sentirá por las implicaciones económicas derivadas del seísmo sufrido en los países ricos: tendrán menos turistas, caerá la demanda de sus productos, etc.; pero a efectos sanitarios, la cosa será tan irrelevante para ellos como debió serlo la salud bucodental para los prisioneros de Auschwitz.
Vamos con ello (¿lo veis? Ya estoy haciendo de experto espontáneo, saltando sin red. Me exculpa, si acaso, vuestro y mi aburrimiento…):
- Para el verano, y con las cifras reales y oficiales de víctimas que antes señalaba, se relajará progresivamente el confinamiento. Pero no las fronteras, al menos hasta el año que viene, por lo que las economías de las tres cuartas partes del planeta caerán en picado. En los países más endogámicos, tipo China, el PIB caerá hasta un 5%. En los más interdependientes, tipo España, entre el 10 y el 20%. La recuperación será explosiva, a partir de los dos años desde el inicio del desastre; pero las cunetas habrán quedado sembradas de todo tipo de cadáveres.
- En invierno de 2020 nos estarán haciendo a todos pruebas serológicas obligatorias, que confirmarán que el virus ya ha visitado a un porcentaje tremendo de la población, acaso entre el 20 y el 40%. A los agraciados se les repartirá algo parecido a un “carnet de inmune”, y se les permitirá llevar una vida aproximadamente normal (el ocio y los espectáculos de masas seguirán prohibidos, y las fronteras cerradas), y al resto se les tendrá medio al ralentí, y bajo estrecha vigilancia.
- El sugerido “carnet de inmune” probablemente sea una aplicación en tu móvil (herramienta de la que estará prohibido alejarse), que vincule tu identidad y tu imagen a un código QR, que posibilite tu reconocimiento facial. Por cierto, a cuenta de la seguridad y la salud, despídete de lo que te pudiera quedar de intimidad: eso es historia, como la quimera de la protección de datos. Desde ya y hasta siempre, eres y serás absolutamente transparente. La distopía de Gattaca empezará a hacerse realidad. Y que viva el Gran Hermano.
- Surgirán rebrotes por aquí y por allá, pero serán controlados mucho mejor: porque en las residencias de ancianos las cosas ya no serán jamás como antes; porque los más vulnerables ya estarán muertos; porque habrá disponibles antivirales que reducirán sustantivamente la letalidad del virus; y porque las medidas radicales de cuarentenas y aislamientos se aplicarán sin oposición ni reticencias.
- Para el verano de 2021 ya tendremos vacuna, y se vacunará obligatoriamente a todos los que carezcan del carné de inmunidad.
A partir del otoño de 2021, el mundo estará ya en otra fase… que me da vértigo intentar imaginar, si miro más allá de las tremendas fiestas que todos organizaremos (bueno, solo aquellos que aún conserven algunos fondos o crédito), y de la pasión viajera que recorrerá el planeta. Las incertidumbres son muchísimas, los cambios de paradigma están garantizados, y los riesgos de que la cosa acabe en distopía, lamentablemente son elevados. Citaré apenas tres, no muy tranquilizadores, en orden de malo a peor:
1ª) O la Unión Europea pisa el acelerador a tope, se deja de idioteces y se embarca en pasos decisivos hacia la creación de algo parecido a unos Estados Unidos Confederados de Europa, unificando la sanidad, la fiscalidad, el derecho laboral, los ejércitos, etc., de sus países miembros, o la gente va a terminar de desengancharse del invento. O de aquí se sale con mucha más Europa, o dentro de dos años en Francia gobierna la Agrupación Nacional, en Italia La Liga y en España Vox.
 2ª) La fragilidad de occidente ha demostrado que se han tendido en poca consideración los efectos secundarios de la globalización. Y la antiglobalización, casi inevitablemente, conduce al nacionalismo ¿Alguien recuerda lo que dijo De Gaulle al respecto…?
3ª) La pandemia ha surgido en un contexto de guerra comercial China-USA. Cuando todo esto acabe, es evidente que Estados Unidos solo serán primera potencia mundial desde el punto de vista militar, y la única manera de recuperar su hegemonía global será haciendo uso de ese poder. Conviene recordar que EEUU, casi como costumbre histórica, se ha inventado siempre que lo ha necesitado casus belli para desencadenar conflictos, o justificar su participación en ellos. Esto no es una soflama antiyanqui, es pura historia, que hasta ellos mismos reconocen. Y no me estoy refiriendo a la autovoladura del Maine en 1898, excusa que sirvió a Estados Unidos para arrebatar a España Cuba y Filipinas y sobre la que, ignoro por qué, aún parece haber cierta controversia. Hay casos mucho menos ambiguos, reconocidos por los propios americanos, como el denominado “Incidente del golfo de Tonkin”, enfrentamiento inventado que jamás ocurrió y que sirvió de excusa para la participación de EEUU en la guerra de Vietnam. Si irnos tan lejos, ¿recordáis el cuento de las armas de destrucción masiva de Saddam Husein, que se esgrimió como argumento para la invasión de Irak? Pues bien, si los americanos quieren, argumentar que el covid-19 ha sido un ataque biológico chino premeditado les costaría menos que nada, ya que todo en torno a esta pandemia está lleno de sombras, y los convencidos de esa versión se cuentan por millones; y no solo entre los conspiranoicos compulsivos. Según esa teoría, la Tercera Guerra Mundial está a punto de terminar, y la va a ganar China, con apenas algunas decenas de miles de muertos (diez veces lo reconocido), por fuego biológico amigo. Si EEUU quiere salir del pozo, no le queda otra que desencadenar la Cuarta Guerra Mundial, de carácter nuclear, único territorio en el que es netamente superior. Pero ¿se puede ganar una guerra nuclear abierta? ¿Qué precio es aceptable, para interpretar que has ganado?
Madre mía, y eso que me daba vergüenza escribir…
Bueno, ahí lo dejo. Aún me quedan varias semanas a la deriva, antes de que se nos permita desembarcar de nuestros botes, quién sabe dónde. Reconozco que esta baza me ha pillado en una situación laboral muy diferente a la de la crisis del 2008. Entonces, mi trabajo estaba vinculado a la obra pública, por lo que recibí el impacto con la misma fuerza con la que lo están recibiendo ahora los actores o camareros. Ahora, trabajo vinculado a energías renovables, por lo que es probable que, al menos fuente de sustento, no nos falte. Pero eso no me hace inmune –qué raro suena ahora y aquí ese término ¿verdad?– al resto de las consecuencias del marasmo global que vamos a encontrarnos. Vienen tiempos duros para todos. Muy duros, sin duda.
En todo caso, ojalá acierte en mis vaticinios de la primera parte: “para finales del 2021, todos inmunes o vacunados y consumiendo como posesos”; y falle en la segunda: “antiglobalización, nacionalismo y riesgo de guerra nuclear mundial”. 
A la próxima, lo prometo, hablaré de Brasil. Y sin vergüenza. Dejo como anticipo una imagen de su patético presidente, una parodia de Sr Trump… quien ya es en sí mismo otra parodia.