Hace no mucho leí por ahí, u oí
reflexionar a alguien, sobre el curioso cierre de círculo que están trazando los
procedimientos de escritura.
Los primeros signos que nuestros
ancestros plasmaron con la intención de dejar huella transmisible de sus ideas
eran símbolos y figuras. Primero geométricas; luego, poco a poco, más
realistas.
Los códigos de
símbolos se fueron sofisticando, abandonando los intentos de imitación de la
realidad para convertirse en signos que equivalían a sonidos (los
cuales pertenecían a un canal mucho más antiguo de codificación y transmisión
de ideas), o directamente a conceptos.
Seis mil años después de aquello estamos
haciendo el camino de regreso, pasando de los símbolos arbitrarios que
equivalen a sonidos transmisores de ideas a símbolos que directamente imitan a
la realidad, buscando plasmar conceptos de un solo golpe.
La lógica que justifica ese proceso,
obviamente, es la rapidez y la comodidad: es mucho más fácil clicar en un
dibujito de corazón —un solo clic— que decir “te amo” —cinco clics, como
mínimo— o pulsar en el dibujito del pulgar hacia arriba —de nuevo, un único
acto— que escribir “me gusta”, o “estoy de acuerdo”, o “conforme”, o… ¿Os dais
cuenta de la primera obviedad que asumimos al incorporar el lenguaje de iconos,
como si no tuviera importancia, y que en realidad tiene un coste enorme?:
trocamos velocidad por precisión y matices.
Si estoy escapando de un incendio o en
la fila del hipermercado, está claro que lo que necesito es resolver, ser rápido
y conciso. Pero la vida no es, o no debería ser —salvo momentos excepcionales—
algo equivalente a una emergencia o una transacción comercial. Si yo tecleo un
corazón, y asumo que con eso lo he dicho todo, estoy aceptando que es igual
decir te quiero que te amo, que me gustas, me encantas, estoy loco por ti, te
deseo, te necesito, te añoro, te echo de menos, quiero estar contigo, celebro
estar contigo, haces mi vida maravillosa, eres el amor de mi vida, eres un
encanto, eres adorable, te comería a besos… ¿Todas esas cosas son equivalentes?
Obviamente no. Pero no importa, porque lo que yo quería era transmitir la idea
de amor, y ya está. No me voy a entretener en tantos matices, ahora no me da
tiempo, tengo prisa... Qué triste.
Otro asunto peculiar en el que tampoco
se suele reparar: los iconos se corresponden con imágenes “obviamente
reconocibles” de las ideas que simbolizan. Esto J es alegría para cualquiera, de la
misma forma que esto L
tristeza. Pero ¿estáis seguros de que es tan obvio que una lupa equivale a
“buscar”, o una llave inglesa a “reparar”? El otro día le pedí a mi hijo
adolescente que me ayudara a arreglar no recuerdo qué. Cuando le pasé la llave
inglesa para que sujetara por una parte una tuerca, mientras yo por la otra
apretaba el tornillo que se ajustaba a dicha tuerca, se quedó mirando desconcertado
aquél instrumento y poco le faltó para preguntarme que dónde se enchufaba. Más
fácil: ¿cuánta gente conoce realmente el origen del gesto “pulgar hacia
arriba”, y su antónimo, “pulgar hacia abajo”? Creedme: muchos menos de lo que
sospecháis.
Lo anterior equivale al salto del
símbolo gráfico a la idea, obviando que en origen el símbolo en cuestión
emanara de una evocación de algo real. Los mesopotámios de hace cinco mil
quinientos años representaban el cielo con algo parecido a un sol, y los de
tres mil años después con una evolución de ese dibujito que en realidad se
parecía más a una cruz asimétrica que a una estrella. La llave inglesa
sofisticada que terminará por representar a todo aquello que tenga que ver con
la reparación de alguna disfunción cada vez se parecerá menos a esas llaves
que, antaño, servían para apretar tuercas de cualquier tamaño. Y esa herramienta
estilizada, como el pulgar hacia arriba, el corazón y tantas otras
estilizaciones en fuga de sus sustratos físicos originales, son vocacionalmente
planetarias. Decir “te amo”, en español, inglés, chino o bantú, no es sencillo;
pero clicar en un dibujito de corazón estilizado es intuitivo, totalmente
obvio.
Ahí está. No creo que sea fruto de la
genialidad o perversión de nadie, sino un poso más, otra cristalización
colateral e insospechada de la evolución de la humanidad: estamos inventando el
esperanto definitivo, basado en dibujitos universalmente reconocibles. Eso sí: para
ser usuario de ese idioma hay que asumir como dogma la inmediatez, la
simplicidad, la prevalencia de la velocidad y el resumen frente a la precisión
matizada.
Qué curioso ¿verdad? La Era de la Información,
finalmente está resultando ser una catarata desbordada e incontrolable de
información… paupérrima.
Por cierto: por si alguien quiere
marearse un poco con la velocidad y el caudal de la información que este
primate es capaz de generar, aquí os dejo un enlace que me mandó el otro día mi
gran amigo —y excepcional músico— Juan
San Martín: http://www.internetlivestats.com/
Y ya puestos, os dejo también lo que comenté, tras asomarme a esas hipnóticas ventanas:
Da escalofríos... aunque en realidad no es sino un simple certificado de que ésta es la cuarta Edad del Hombre (aprovecharé para no escatimar una patada a la Iglesia Católica: mira tú que titular "Las Edades del Hombre", a lo que no deja de ser una simple exposición itinerante de arte sacro... menudos virtuosos de la apropiación indebida):
- La primera, de la aparición de la especie hasta la revolución neolítica (duración aproximada, 180.000 años).
- La segunda, del neolítico a la revolución industrial (duración aproximada, 10.000 años).
- La tercera, de la revolución industrial a la revolución de la información (duración aproximada, 200 años).
- La cuarta, y actual, desde el inicio de la revolución de la información, hace poco más de 40 años.
Esos enjambres de números en crecimiento marean, sin duda. Pero supongo que, de haber sido posible, también se habrían mareado nuestros ancestros neolíticos, si hubieran podido ver alguna tablilla o papiro en la que se reflejara en directo la evolución del número de cabezas de ganado o de plantas cultivadas...