Sexo es intención,
complicidad. Sexo es un filtro que tiñe y proyecta la realidad más allá de sí
misma, elevándola a una categoría superior que solo gracias a nosotros alcanza.
Sexo es una de las dimensiones que conforman lo más puro de nuestra esencia.
Como el arte, como el amor, como el humor. El universo sería una broma de mal
gusto si no fuera por Bach, por Romeo y Julieta, por Les Luthiers, por la mirada
oblicua de Norma Jeane.
Seguro que ella no se ha
dado ni cuenta ¿Cuenta de qué, si en realidad no ha pasado nada? Andaba ahí,
donde casi siempre, delante de su ordenador, vete tú a saber si trabajando o en
sus cosas. Y de pronto algo la ha contrariado o sorprendido y ha soltado un suspiro
de los suyos, profundo, sentido; de esos que hacen que sus labios permanezcan
durante largo rato en un rictus peculiar, que habrá a quien pueda parecerle de
cansancio o hastío, pero que para mí es una evocación del beso. No ha pasado
nada. Pero un dedo invisible acaba de pulsar con fuerza en el botón preciso.
Sexo es derroche,
arrebato, fructificación desmedida, inversión suicida de darlo todo por puro
placer, como si no existiera un después (¿realmente existe?). Sexo es lujo al
alcance de todos los mortales, paraíso accesible sin carnet por el mero hecho
de estar vivo y dispuesto a celebrarlo. Y además de gratuito, algo intrínsecamente
inocuo, como el agua, como la luz, como el resto de los elementos naturales que
conforman la existencia. Lo cual no impide, obviamente, que la ignorancia o la
cobardía puedan darle un uso terrible. También hay gente que se ahoga; pero no
me parece serio echarle la culpa al agua.
Por fin se digna abrir la
puerta del baño. Seguro que otra vez llegamos tarde, aunque lo cierto es que no
me importa —¿Qué tal?— y sus ojos chispeantes me sonríen bajo la manta de
tirabuzones y rizos color oro viejo que lleva horas componiendo para conseguir
ese ficticio desaliño —¡Estás preciosa…!— exclamo con total sinceridad mientras
estiro mi mano para intentar acariciar su melena —¡No me jodas, no me toques el
pelo…! Me refiero a ahora, claro…
“Hacerlo como bestias,
fornicar como animales”. Es curioso hasta dónde puede llegar la ignorancia
biológica de los integristas. Lo cierto es que ya querrían el resto de las
especies animales, menos algunas honrosas excepciones, tener una sexualidad
comparable a la nuestra. Para la inmensa mayoría el sexo es algo esporádico,
circunstancial y muy acotado temporalmente; aunque de todo hay en la viña de
Eros: los comportamientos homosexuales habituales están perfectamente
documentados en más de 1.500 especies, y más de una está considerada
abiertamente bisexual. Los campeones del mundo mundial en este territorio no
somos los humanos, sino nuestros primos los bonobos: para ellos las relaciones
sociales y las relaciones sexuales son la misma cosa y viven prácticamente en
una orgía permanente, con la única excepción de madres e hijos, que siempre se
evitan. Un par de datos más: sus sociedades son matriarcales, las relaciones
más frecuentes son las lésbicas, no establecen parejas estables, aunque sus
vínculos afectivos son muy fuertes (entre madres e hijos, para siempre); y son,
de largo, la especie menos violenta de todas las socialmente complejas de este
planeta. No digo que los envidie, porque yo no podría ceñirme a un patrón así;
pero admiración y respeto, máximos.
La reunión se estaba
pareciendo a lo esperado. Buenos amigos, buena cena, buen vino. La conversación
iba de acá para allá, entre anécdotas y novedades, y en una de éstas me tocó
contar algo a mí, siguiendo la inercia de la charla y atendiendo a la
insistencia general en que diera más detalles de ya no recuerdo qué asunto. Según
comenzaba a hablar sentí como su mano se deslizaba lentamente bajo la mesa,
recorriendo mi muslo, avanzando hasta llegar a donde ella bien sabía qué
encontraría y cómo debía actuar para provocar mi respuesta. Me extendí cuanto
pude en mi disertación, seguro de que lo mejor era que aquello se alargase
tanto como pudiese… Las risas y aprobaciones que acompañaron el final de mi
relato me ayudaron a disimular mi excitación y sonrojo. Alguien insistió en
rematar el encuentro con champán. Mientras lo esperábamos, ella se disculpó y
se dirigió al baño, mandándome discretamente un sugerente guiño”
De las múltiples sandeces
que han lastrado desde siempre al sexo, merece destacarse la de su vinculación
estricta a la procreación. Obviamente, sin sexo no hay descendencia; pero
intentar equiparar ambas cosas es comparable a equiparar la gastronomía y la
tortilla de patatas. Una simplificación excesiva ¿no? A fin de cuentas, el sexo
que deviene en vástagos es únicamente el coito vaginal a término y sin medidas preventivas entre individuos
en edad fértil; y para dar cabida al resto de cosas que conforman el universo
de la sexualidad, a todos los niveles, harían falta varias wikipedias.
Pero hay otra sandez más moderna
que está causando actualmente aún más estragos: someter la sexualidad a la
belleza. Solo quien entre dentro de los cánones puede licitarse a ser deseado y
a mostrar su deseo. El resto, que somos el 99%, debemos intentar esconder
nuestros múltiples defectos, disimular nuestra pasión, apagar la luz, no hacer
demasiado ruido… Patética estupidez, amigos y amigas mías —sobre todo amigas—.
Y además, rigurosamente falsa: superada la adolescencia (de acuerdo: acepto que
hay quien nunca lo hace), es más poderosa una mirada de deseo que la más
perfecta biometría.
Por supuesto que estaba
disfrutando del beso, que me estaba entregando a través de él y no tenía la más
mínima intención de interrumpirlo por un detalle técnico. Pero lo cierto era
que me estaba clavando en las costillas la palanca de cambios. Ella debió notar
algo, porque se separó de mí de golpe, y tras una traviesa sonrisa me apresuró
—Corre, vamos a la cama—. Tampoco iba a hacerle ascos a esa invitación, aunque
me sorprendió un poco su urgencia –Vale mujer, por supuesto; pero ¿a qué esas
prisas?—. Ella, que ya estaba casi saliendo, retiró la mano de la puerta, abrió
su bolso y extrajo de él una caja rosada del tamaño de un paquete de tabaco,
que se recreó en pasear a una cuarta de mi nariz y que reconocí al instante:
era algo que yo le había regalado por su último cumpleaños, y que creía que finalmente
nunca estrenaría —¿Recuerdas antes, cuando he ido al baño? Pues en las
instrucciones pone que no es aconsejable llevarlas puestas más de una hora
seguida ¿Me ayudas a quitármelas…?