Cabe considerar una verdad
universalmente aceptada que la democracia es el mejor de los sistemas políticos
de cuantos se han inventado. O al menos el menos malo, que como diría Silvio
Rodríguez, “no es lo mismo; pero es
igual”.
No obstante lo anterior,
hay algunos aspectos de la democracia que son regularmente objeto de
controversia, porque su materialización admite una infinidad de modalidades y
matices que no gozan en absoluto de la unanimidad que antes comentaba. Así, no
es lo mismo la democracia directa (como lo de que sea presidente el que más
votos directos saque), que la representativa (elegir diputados y que entre
ellos decidan quién es el presidente), de la misma manera que hay muchos
criterios para considerar si un referéndum es o no vinculante y a quién
vincula. Pero hay un aspecto en el que rara vez se repara, y para mí es de
largo el más crucial: ¿es libre la opinión de los votantes?
A todo el mundo le
gustaría tener más recursos, más dinero, más tiempo, más libertad. Pero es casi
imposible oír a alguien que pida más criterio. Eso se le supone al
individuo. Negárselo o dudar de él es hacerlo de su dignidad, de su integridad,
de su condición único dueño y señor de su persona, de sus sueños, anhelos,
ideales y esperanzas. Valiente ingenuidad. O peor aún: valiente hipocresía.
No somos bolitas de
cristal, puras e iguales. Cada uno de nosotros es fruto de una mezcla única de
genes e historia; y lo que pensamos, da igual si se trata de gustos musicales,
culinarios o políticos, es igualmente el resultado de unas determinadas
predisposiciones y aptitudes, y del poso que nos han dejado nuestras vivencias.
A veces me asombro de
hasta dónde ha sido capaz de llegar mi generación, teniendo en cuenta el
demoledor adoctrinamiento ultraconservador que recibimos en nuestra infancia.
Como cuento en un ambicioso ensayo al que llevo años dando forma, y que se
llama nada menos que “Aproximación a lo
intangible” (tranquilos, cuando lo edite ya os lo haré saber), “Manu
militari se entraba en clase, y con ese mismo espíritu tenía uno que acometer y
memorizar las tablas de multiplicar, los afluentes del Tajo por la izquierda y
por la derecha o el catecismo. Lo que pudiera sustanciar la religión era
intrínsecamente equivalente a lo que sustanciara —a saber qué— la geometría, la
ortografía o la gimnasia: disciplinas inapelables que había que limitarse a
absorber como prolongación natural de las enseñanzas recibidas nada más nacer:
andar, agarrar, lanzar, el fuego quema, el agua moja, “no” es para, “sí” es
sigue, siete por siete cuarenta y nueve, cuatro son las virtudes cardinales:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza”.
Los que nacimos a finales
de los cincuenta nos tragamos de adolescentes la Transición —esa adolescencia
nacional— y el golpe de Tejero y la llegada al poder de los temidos Rojos —que
luego resultaron ser gente normal— nos pilló en la Universidad. Un buen surtido
de ambientes y contextos, vaya, que seguro ayudaron a que la mayoría adquiriéramos
cierta perspectiva y nos alejáramos de dogmatismos.
Pero las envolventes
trazadas desde el poder para condicionar nuestro modo de pensar son una constante histórica. Es evidente que la España democrática se encuentra
varios siglos más avanzada que la España nacional-socialista de mi infancia.
Pero los intentos de condicionar la opinión de la gente, de crear opinión a la
chita callando para después ponerse delante de esas corrientes “surgidas
espontáneamente del pueblo” y ayudar a conducirlas a donde ellas “libremente”
quieren llegar, siempre ha estado y estará ahí. La política, que no es algo
ajeno a la persona sino parte intrínseca de su naturaleza, tiene cosas
maravillosas y cosas nauseabundas. Esta es de las segundas.
Los nacionalistas lo
vieron muy claro, a finales de los setenta, cuando lucharon a muerte por
conseguir las transferencias en educación. Cuarenta años después, su visión
sesgada y tendenciosa de la realidad ha calado de forma muy considerable en sus
sociedades. Tanto, que están locos por celebrar referendos para que la gente
decida libremente. Y para terminar de encubrir la estratagema se parapetan
detrás del derecho a decidir, derecho sagrado e inalienable que parte, como ya
decía al principio, de considerar indiscutible que la gente es libre, autónoma,
dueña de sus propios criterios. Pero como las cosas han cambiado globalmente
mucho desde mi infancia, resulta que pese a sus denodados esfuerzos de
adoctrinamiento los secesionistas sólo suman la mitad de la población de sus
respectivas aldeas, más o menos. Qué vergüenza: Franco, en 1966, consiguió un
95,06% en su referéndum sobre la Ley Orgánica del Estado.
Pero al margen de las
obvias estrategias políticas, ya sean a plazo más largo o más corto y sea quien
sea su promotor, lo que resulta demoledor es comprobar que el principio de
crear opinión se ha convertido en una herramienta crucial usada sin contemplaciones
por absolutamente todo el mundo, sea cual sea la naturaleza de los objetivos
perseguidos.
¿Alguien ha oído que en
Siria haya muerto algún soldado? No, en esa guerra sólo mueren civiles. Todos
los horribles bombardeos que perpetran unos y otros tienen como únicos
objetivos barrios residenciales, mercados, hospitales… Ambos bandos luchan con
ese tipo de informaciones para conmover a la opinión internacional y crear
opinión a su favor.
Las encuestas en general,
y las electorales en particular, no son vaticinios, sino descarados intentos de
hacer que la realidad se ajuste a determinado plan. Si la encuesta la lanza
ABC, el apoyo popular a la monarquía y al PP será abrumador, mientras que si lo
hace el diario Público, un clamor colocará a Podemos a las puertas del gobierno
de España. Y, ojo, que no digo que sus encuestan mientan: es que quienes
participan en ellas son sus respectivos seguidores, de modo que el resultado
está siempre cantado. Pero luego se venden como análisis sociológicos, con la
descarada intención de crear opinión.
UPyD entró en horas bajas
por su propia torpeza. Y entonces, oh casualidad, se desató una marea unánime que
proclamaba que estaban muertos. Se creó tal opinión, y efectivamente,
fallecieron. Qué casualidad ¿verdad? Pues yo, que soy muy mal pensado, imagino
al Sr. Rivera acudiendo al entierro con una sonrisa de oreja a oreja.
Pero la cosa no tiene solo
que ver con la política ¿Qué es la publicidad, toda ella y en su misma esencia,
sino el arte de crear opinión? Se trata de bombardear tu consciente y tu
subconsciente de tal manera que, cuando luego te pares delante del escaparate,
libremente escojas el producto que alguien ya había decidido por ti que era el
que debías escoger.
Publicitar, crear opinión,
poner de moda. Convencerte de qué es lo que necesitas, qué es lo que quieres. Y
hacerlo de tal forma que luego te creas que has sido tú el que ha tomado
libremente las decisiones. Publicidad, marketing, política. Economía de la
política y política económica que requiere de su marketing. Y esto afecta al
arte, a la ciencia, a las relaciones. A ver cómo has hecho tu currículum. Hay que
venderse bien, tener cuidado con lo que se dice, con las fotos que se muestran,
o de lo contrario nos crearemos una opinión contraria. No nos venderemos, no
tendremos seguidores, nadie nos clicará, no seremos. Nuestra única alternativa
es crear opinión favorable.
¿Todos de acuerdo?
Pues ahí va mi respuesta,
que probablemente es incorrecta desde innumerables puntos de vista (político,
social, económico, moral, publicitario, de opinión…):
La única
alternativa viable, honesta y completamente revolucionaria frente a los
Creadores de Opinión, es la CULTURA.
Saber algo de todo, aunque
solo sea un poco. Y si de tres o cuatro cosas sabes algo más que un poco, pues
mejor aún. Cuantos más datos interrelacionados tengas más difícil serás de
manejar, más difícil será que alguien forme tu opinión, inpedientemente del
tema que se trate.
Mi propuesta no garantiza
la felicidad. Acaso antes al contrario, pues es probable que un ser elemental
que se limita a seguir las consignas tenga más fácil eludir las angustias. Eso
también le pasa a mi perro, que con no hacer lo indebido ya sabe que tiene
garantizados mimos, paseo y comida. Pero si estás leyendo esto seguro que la
alternativa no te resultará demasiado sugestiva.
Ahí va mi receta:
Lee todo lo que puedas,
sea lo que sea. Ve cine, ve al teatro, oye música, cuanto más variada mejor. Viaja, viaja
mucho y a ser posible a sitios que nadie te recomiende. Saborea, prueba cuanto
puedas, picotea de aquí y de allá. Ponte en la cola que tenga menos gente,
asómate a los escaparates frente a los que nadie se para. Un poco de cuantas
más cosas mejor. Pero sobre todo, resérvate siempre tiempo y espacio interior
para que todas esas cosas encuentren acomodo dentro de ti.
Ya lo dije: no os
garantizo para nada la felicidad; aunque sí varios grados de reconfortante
libertad por encima de la media y de lo que al “poder” le gustaría que
tuvierais. Y lo que sí puedo aseguraros es que no os aburriréis. No os dará
tiempo.