En la crisis catalana todo es delirante, ridículo, patético. Lo es que dos
millones de personas, en pleno siglo XXI, crean que el nacionalismo integrista
es modernidad. Lo es que para combatir ese dislate haya quienes usen como
argumento otros nacionalismos. Lo es constatar que los poderes del Estado están
menos separados de lo que deberían. Pero para mí hay un disparate que supera a
todos los anteriores: darle tal importancia a las formas que al final el fondo
resulta irrelevante.
FONDO OBVIO, Y POR LO VISTO IRRELEVANTE: una organización, muy numerosa y
perfectamente estructurada, tras abonar durante décadas ciertos sentimientos
romántico-endogámicos, dio un golpe de estado cuyos objetivos eran liquidar
España y crear en su lugar un Estado Catalán independiente, abandonando a su
suerte al resto de territorios de la ex-España. El golpe falló. Pero lo
intentaron.
FORMA, QUE POR LO VISTO ES LO IMPORTANTE: Romper dos coches de la Guardia
Civil ¿es o no violencia? ¿Cómo de violenta ha de ser la violencia para que se
considere Rebelión? ¿Un escrache es violencia? Comprar unos tupperware en IKEA
y una bridas en un chino para hacer una parodia de referéndum ¿es malversación
de fondos públicos?
No hace falta mancharse las manos de sangre para cometer un crimen. Se
ahorca igual con un pañuelo de seda que con una soga de esparto. Un golpe de estado,
lo dé Franco, Tejero o Puigdemont, termine en guerra civil o en breve tumulto,
es intrínsecamente el más grave de los delitos políticos que cabe imaginar en
democracia, y debería castigarse siempre con la inhabilitación a perpetuidad de
los golpistas. Para el flagrante intento de golpe que nos ocupa, sin necesidad de prisiones preventivas ni
otras idioteces incendiarias, tres meses habrían sobrado para instruir el caso,
ya estarían inhabilitados de por vida los promotores del golpe —varias decenas—
y podríamos dedicarnos todos a cosas más interesantes.