Aunque el término sea
relativamente nuevo, hace ya mucho que conozco personalmente a la famosa
“España Vaciada”. Cuando más la traté fue durante las décadas dedicado a
redactar Estudios de Impacto Ambiental de grandes infraestructuras, tipo
autovías y trenes de alta velocidad. Como mera referencia, que a muchos
sorprenderá: desde que a alguien se le ocurre que podría ser interesante
implantar determinada infraestructura hasta que los usuarios la transitan, es
frecuente que pasen diez o más años de estudios, análisis, anteproyectos,
proyectos, obras…
Pues bien, yo participé en
los primeros estudios de si merecía la pena construir una autovía entre
Valencia y Zaragoza, a comienzos de los noventa; y llegué a hacerlo también
en las obras de uno de sus tramos, a comienzos de este siglo. Década y pico
analizando datos, y datos, y datos (geología, hidrología, clima, fauna, flora, paisaje,
usos del suelo, economía, costumbres, demografía, arqueología…), de un
territorio que tenía cosa de 180 Km de largo (desde el puerto de Escandón, al
sur de Teruel, hasta Zaragoza), por 20 de ancho, que era la franja de
territorio por donde se analizaban las alternativas para construir la autovía
en cuestión. 180 x 20 Km dan 3.600 Km2, que es bastante más que
Luxemburgo, o diez veces Malta. Pues bien, en ese territorio vivían entonces
—ahora supongo que no llegarán— menos de 50.000 personas, incluyendo las 30.000
de la populosa Teruel City (dejando obviamente fuera a Zaragoza). Menos de la
mitad de los que vivían en el madrileño distrito de Chamberí, en el
que me crié. Por cierto, tanto en Luxemburgo como en Malta viven y ya vivían
entonces más de medio millón de personas.
Pero no me quiero enrollar
más con mi relación personal con la España Vaciada —el ejemplo anterior es uno
de los muchísimos que podría poner— sino apoyar una idea que siempre me rondó
la cabeza, y que últimamente se empieza a oír, por aquí y por allá: ¿qué tal
si para repoblar esas inmensas superficies de tierras semideshabitadas, no
acudimos a la más obvia y sencilla de las soluciones, como es traer gente?
Parece consensuado que eso
de que el campo se quede vacío es una mala idea. Es desaprovechar recursos, perder
tradiciones y culturas, que todos nos apiñemos en una pequeña superficies de
territorio que sometemos al máximo estrés. En el campo se produce la comida. Del
campo vienen todas las materias primas. En el campo se produce la energía (esto
cada vez es más absolutamente así, desde que las renovables cogieron
definitivamente el relevo). Dejar que el campo se vacíe es un lujo que ninguna
sociedad se puede permitir. Pero el proceso lleva andando desde la Revolución
Industrial, recrudeciéndose en España a partir de los años 60 y acelerando aún
más en la actualidad, por una sencilla razón: la vida en el campo es menos
confortable, más dura, más aburrida, con menos posibilidades; y generalmente,
más corta.
Si os dais cuenta, todas
las razones que citaba en el párrafo anterior son relativas: menos confortable,
más aburrida, etc., confrontando a un campesino de la meseta con un funcionario
de cualquiera de nuestras urbes. Pero si la comparamos con otras circunstancias
vitales, como por ejemplo las de ser pastor de cabras en Senegal o agricultor del
Sertão brasileiro, la vida de los labriegos aragoneses y manchegos seguramente pasaría
a parecernos idílica. Y a ellos, también.
Los problemas demográficos
españoles van más allá de los derivados del despoblamiento rural. Por mucho que
les duela a los retrógrados que vienen ahora añorando pasados casposos, las
mujeres en España ya nunca volverán a ser electrodomésticos ni ganado
sexual/fábricas de descendientes, y como nuestra legislación en materia de
conciliación es tan precaria, cada vez van a tener menos hijos. Eso por una
parte. Y por la otra, nuestra longevidad es tremenda ¡Somos el segundo país del
mundo con mayor esperanza de vida, solo superados por Japón…! No me resisto a
añadir, como cuña, que ellos lo consiguen a base de comer muy poco, básicamente
algas y pescado crudo, y nosotros a base de aceite de oliva, jamón, vino e
intensa vida social. Yo no me cambiaba por ellos ni aunque me garantizaran diez
años más de vida.
Total, que tenemos ya, y
cada vez será más acusado, un país de viejos urbanitas. Mañana, ¿quién cultivará los campos? ¿Quién tendrá nuevas
ideas para que sigan pasando cosas? (los viejos no somos precisamente
locomotoras de la innovación). Yendo a lo más prosaico, y con independencia de
que las cosas en un futuro puedan ser algo distintas de lo que ahora son:
¿quién pagará nuestras pensiones?
Blanco y en botella. Y no
es horchata: necesitamos más gente. Un chorro de gente, joven y con ilusiones,
que a su vez fabriquen más gente. Pues mira tú por dónde, resulta que de eso
mismo, este planeta tiene de sobra: millones y millones muriendo de ganas de que se les
brinde esa oportunidad. El favor sería mutuo: ayudaríamos a esa gente a mejorar
radicalmente de vida, y su integración en nuestra sociedad sería para nosotros una
transfusión de vitalidad, en todos los sentidos, que nos es absolutamente
imprescindible.
Ojito: todo con cabeza.
Una cosa es tener la humanidad de no dejar que pobres infelices se ahoguen a
nuestras puertas en barquitos de juguete, y otra pensar que ese es el caladero
que estoy proponiendo para repoblar nuestros campos. Lo que propongo es una
migración ordenada, no para saturar aún más de manteros las Ramblas y Gran Vía,
sino para que en los tristes pueblos de la España profunda en los que ahora
viven doscientos infelices vuelvan a vivir los dos mil que eran a principios
del siglo XX. Ahora mismo, hay 4.000 municipios con menos de 500 habitantes.
Pongamos que, de media, tengan unos 250. Elevar esas poblaciones hasta los
2.000 requeriría de un aporte migratorio de 7 millones. El Estado tendría que
aportar los medios adecuados para que los nuevos pobladores tuvieran una vida
digna (educación, sanidad, cultura…), recolocar a la gente con cuidado para no crear guetos monoculturales, y ayudarles en la arrancada para poder hacer
de nuevo nuestros campos productivos. Y productivos de qué se yo, no
necesariamente de la cebada de siempre. Acaso otros cultivos, otros ganados o incluso otros usos (energía solar, por ejemplo), que ahora son viables y antes no lo
eran. Y todo ello asumiendo que el cambio climático no es una hipótesis, sino
nuestro presente: lo siento, mis tiernos ecologistas, eso es absolutamente
imparable, y solo nos queda adaptarnos a él. Nuestros ancestros también se adaptaron
al final de la glaciación… y no les fue
mal del todo.
A lo que estábamos: traer
ordenadamente a gente a que revitalice nuestros campos. El beneficio para todos
sería tremendo. Parte de la riqueza que generasen iría de vuelta sin duda a sus
países de origen —las famosas remesas— contribuyendo a la mejora de las condiciones
de vida en aquellas tierras. Pero la inmensa mayoría de su esfuerzo y de su
talento se quedaría entre nosotros.
Y no, no es buenismo
ingenuista, no es generosidad gratuita, como si nos sobrase para ello: es
inversión pura y dura, es búsqueda de savia nueva para evitar que nos
marchitemos. Porque a base de mejorar internet en los pueblos y de disminuir la
carga fiscal a los emprendedores rurales, que es por donde nuestros actuales
políticos parecen ir, lo mismo se consigue ralentizar algo el despoblamiento;
pero con ese tipo de medidas, revertirlo es totalmente imposible.