No
es que la cosa haya acabado, es que ya no doy más de mí y necesito levantar un
poco la cabeza y dedicarle atención a otros asuntos. De modo que, hala, con
esta entrada cerraré por el momento el monotema, rebajando al coronavirus a la
simple condición de “tema”, como otros tantos que hay por ahí, muchos de ellos
cruciales, pero desproveyéndolo del “mono”.
Dejo
el asunto tan perplejo como lo cogí. En realidad, más, porque al principio
costaba trabajo creer que en plena Era Tecnológica un virus pudiera poner a la
humanidad en jaque, y que la única forma combatirlo fuera la aplicación de
cuarentenas medievales. No es que fuera poco motivo para el desconcierto; pero
todo se aproximaba a cosas más o menos imaginables, dotadas de una mecánica perversa,
pero comprensible. Ahora resulta que la evolución de la pandemia ha seguido
parámetros inexplicables y no hay manera de establecer cadenas lógicas de
causas y efectos, de forma que no es posible saber en qué punto estamos, qué
nos espera… y lo que es peor: qué es lo correcto y lo incorrecto.
Vayamos
por partes.
Lo
primero, creo que acerté en buena parte de mis previsiones, aunque me equivoqué
de plano al evaluar la velocidad a la que evolucionarían las cosas. Bueno, lo
cierto es que todo está aún evolucionando, y a saber cómo acaba. Pero lo que sí
parece claro es que ha mejorado rápidamente el manejo de medicamentos y el
diseño de vacunas, lo que va a reducir la letalidad del virus y acortar el
tiempo de espera hasta las campañas de vacunación masiva: antes de que acabe el
año ya estaremos en ello, con lo que todo dará un giro radical, y acaso alcancemos
una completa “normalidad normal”, que es la única que existe, para la próxima
primavera. Eso mitigará notablemente todos los desastres.
Lo
segundo, la pandemia avanza en cohete, y aunque en la mayor parte de los países
más desarrollados -Europa, el Oriente próspero, etc.- ya hemos parado el primer
golpe y ahora andamos de bomberos, de acá para allá, apagando conato tras
conato de rebrote, en la mayoría del resto aún van de mal en peor. Según las
estadísticas oficiales, andamos por los 12,5 millones de contagiados y 560.000
muertos. Recuerdo que el más optimista de los cálculos ha de multiplicar esa
cifra por dos. Pues bien, a pesar de ello las dinámicas en todos sitios parecen
ser las mismas:
1º-
Negar el problema: e uma gripezinha
2º-
Aceptarlo al fin, acusando a los chinos, a las feministas, a los madrileños, a
los italianos, a quien sea… incluido siempre al gobierno de turno. Todos los
gobiernos son culpables.
3º- Fase
de consejos contradictorios.
4º-
Estado de Excepción de hecho. Y en algunos casos, según talantes, los políticos
de turno aprovechan la situación para actuar como déspotas.
5º- Los
gobernantes terminan apiadándose de los pobres ciudadanos en arresto
domiciliario, levantan poco a poco la mano… y luego se hacen los sorprendidos
al ver que todo el mundo, en lugar de coger la mano coge directamente el codo,
luego el hombro y después el cuello.
7º-
Fase de cachondeo general, con la mitad de la población aterrorizada, llevando
vidas semiclandestinas, y la otra mitad de juerga permanente, como si nada
hubiera pasado y siguiera pasando.
El
ciclo anterior, compruébelo el que quiera, se puede aplicar prácticamente a
cualquier rincón del mundo, con independencia del momento epidemiológico en el
que se encuentre. Alucinante, pero es así: se mete a la gente en casa para
evitar los contagios (al margen de que eso en cada sitio sea más o menos viable
y se cumpla con más o menos rigor); pero pasados dos o tres meses, pobrecitos
míos, a los ciudadanos se les suelta, esté controlado el virus o no, haya pocos
contagios y muertos o sigan creciendo éstos de forma exponencial: qué más da,
ya se ha sufrido bastante, todos a la calle.
Lo
anterior es apenas uno de los siete mil
ángulos inexplicables de esta pandemia. Porque es sabido que esto es una
enfermedad muy contagiosa, que los contagios se producen en su inmensa mayoría
a través de la respiración y la saliva, y que en aquellos lugares en donde las
relaciones sociales son más distantes, y donde a la gente se la encerró antes,
ha habido menos contagios y muertes. Pero sobre ese esquema general, hay casi
tantas dudas como certezas. Vayan como muestra algunos ejemplos:
- ¿Os
habéis fijado en la forma de los gráficos de contagios y de muertos, las famosas
“curvas”? Pues todas son prácticamente iguales empezando despacio, subiendo exponencialmente
hasta alcanzar el célebre pico (obviando países temerarios, como Brasil o EEUU,
en donde aún no se ha llegado a pico alguno), para bajar después de forma algo
más lenta, pero acusada. Los perfiles son prácticamente idénticos para países como
Croacia, Finlandia o España, pero las cifras que reflejan no se parecen en nada
–100, 300 y 30.000 muertos– como tampoco han sido similares los criterios
aplicados en cada uno de esos países para combatir el virus. Es como si siempre
pasara lo mismo, se haga lo que se haga… pero a diferentes escalas
- Australia
es una sociedad no demasiado diferente de las del resto de países de base
anglosajona, como Gran Bretaña o Estados Unidos. En Australia las normas de
control han sido mínimas, amparándose básicamente en que la gente cumpliese el
consejo de “tener cuidado”. Pues bien, han tenido 100 muertos y 7.500
contagios; 4 por cada 100.000 habitantes. En USA, llevan 135.000 muertos y en
GB 45.000, lo que da unos porcentajes de 67 y 41 muertos por cada 100.000
habitantes. Vamos, lo mismo.
- Marruecos,
217 muertos y 11.000 contagiados. Puede que sus cuentas estén peor echadas aún
que las de la mayoría, y que en realidad no sean el doble, sino cuatro veces
más. Aun así, eso daría menos de mil muertos y cuarenta mil contagiados,
cantidades ridículas si se comparan con las de otros países mediterráneos, como
España o Italia, cuyas sociedades no son en el fondo tan radicalmente
diferentes.
Vivimos
en una sociedad infantilizada. Una democracia mediática en la que los políticos
trabajan, como siempre, en los despachos (allí se planea, diseña, sopesa,
negocia, decide…), y sobreactúan en público, para enamorar cada cual a sus
respectivos caladeros de votantes. Mandará el que más enamore, y para eso hará
lo que haga falta, ofender al enemigo, rasgarse las vestiduras, encomendarse a
Dios o incitar a la quema de iglesias: lo que cada público más aplauda. Tras la
sobreactuación, todos se reúnen, se dan la mano y juegan al póker real de la
política real. Y esa política real tiene entre sus axiomas que es bueno que la
gente sea manejable, para lo cual hay que mantener siempre a la sociedad en un
nivel de inmadurez psicosocial.
¿Se
me ha ido la pinza? ¿Qué tiene que ver el párrafo anterior con el asunto que
estaba tratando? Ahora lo veréis:
Nuestra
democracia mediática/infantil avanza porque se sujeta de la mano del Estado
Padre. Es Él quien dicta las normas, y si las cumples todo irá bien. No puede
ser de otro modo, nada escapa de la omnipotencia de Papá, el cual hace uso de un
ejército casi infinito de periodistas cómplices para propagar obsesivamente sus
consignas. Si usas la mascarilla, extremas la higiene y respetas la distancia
de seguridad, estás a salvo. Cada contagio, cada muerto, se debe única y
exclusivamente al incumplimiento de alguno de los sagrados mandamientos de
Papá, exactamente igual que ocurre en el ámbito del tráfico o de los accidentes
laborales: absolutamente todo se debe a nuestra negligencia, pues si
cumpliéramos a rajatabla todas las reglas, jamás pasaría nada.
Si
yo fuera alguien, ya estaría llamando a mi puerta La Policía del Pensamiento
para estirparme de esta sociedad Disney. Por suerte no soy nadie, de modo que
aún podré ladra un rato más.
¿Qué
habría pasado si, desde el Poder, se hubiera lanzado a la gente este sencillo
mensaje?: “Ignoramos el origen de esta nueva enfermedad, y aún estamos
aprendiendo como se cura; pero se contagia a través de la respiración y la
saliva, y mata. Tomad las mismas precauciones que tomaríais para no contagiaros
ni contagiar a nadie de resfriado a gripe. Nos va a todos la vida en ello”.
Un
mensaje como el anterior habría sido indigerible para el 90% de los mortales
¿Qué distancia de seguridad he de mantener, un metro o siete? ¿He de usar
mascarilla todo el rato? ¿Cuándo sí y cuando no? ¿Cuántas veces al día he de
lavarme las manos? ¿Puedo estar en espacios cerrados con más personas? ¿Con
cuántas, con quienes, cuánto tiempo…? ¿He de confinarme? ¿Cuánto tiempo, con
quién, con quién no?
Todo
lo anterior queda resuelto estableciendo una serie de normas rígidas e
incuestionables. Como la gente es tan imbécil que no es capaz de saber cuál es
la distancia razonable para no respirar a nadie encima ni que nadie te respire
a ti, se establecen aforos, se hacen rallitas en el suelo, y ya está. Y lo de
la mascarilla, pues tiramos por elevación, y otro tanto. Porque la gente es
tonta, todo el mundo lo asume, y si no estableces esas normas rígidas con
seguridad esto será un cachondeo y moriremos todos. Y las reglas han de ser los
más universales, precisas y restrictivas posibles, de modo que se diseñan para
un suburbio atestado de una gran ciudad y se aplican al planeta entero. Los
siete vecinos de un pueblo aislado en medio del monte, que rara vez se cruzan a
menos de veinte metros, han de salir de casa con mascarilla o serán criminales
perseguibles y multables. Y ¡ay de alguno de ellos si se le ocurre sacar a su
perro al campo más de dos veces al día….!
Ahora,
en fase de rebrotes, se ha llegado a la preclara conclusión de que para
evitarlos y combatirlos es necesario usar mascarilla de forma permanente siempre
que se salga de casa, aunque se esté solo. Esa medida es una obvia gilipollez,
sobre todo habida cuenta de que los rebrotes se están produciendo siempre en
reuniones de familiares y amigos, o en entornos laborales hacinados. Pero los
ciudadanos/niños tienen que tener la sensación de que Papá controla la cosa,
que ya ha adoptado la medida que era necesaria para resolver el problema, y que
está en nuestra mano colaborar activamente en la solución, cumpliendo a
rajatabla las reglas. Gracias, Papá.
En
fin, lo dicho, que lo voy a dejar por extenuación, no porque la cosa haya
terminado. En mi amado Brasil, en Estados Unidos, La India o en Rusia, la cosa está en su peor momento, con decenas
de miles de nuevos contagiados por día. Por aquí vamos a seguir con la fase de
rebrotes varios meses, con confinamientos parciales, alivios momentáneos y
puntuales retrocesos. Hasta la llegada de la vacuna, será así. Al menos nosotros
ya casi nos hemos plantado en lo referente a muertes, y solo cabe esperar
algunas decenas más hasta la llegada de la nueva Era postcovid. Por ahí fuera,
y de aquí a entonces van a sumar aún varios centenares de miles de muertos más.
Estamos
más cerca del final. Mucho más cerca. Y la sacudida económica, estoy convencido
de ello, aunque pueda llegar a ser comparable a una guerra mundial, va a tener
una recuperación explosiva. No tendría por qué no ser así, al margen de que
como ya comenté, muchos se queden por las cunetas.
La
próxima vez que me asome aquí será con una entrada de humor. Y os voy a ir
preparando ya, para encontraros en su momento más cómplices aún y que así nos riamos más:
¿Por
qué los periodistas locutan en televisión como si fueran gilipollas?
(Prestar
un rato atención a sus entonaciones, sobre todo a las locuciones pregrabadas que
acompañan imágenes. No hace falta tener demasiado oído para darse cuenta de que
no parecen seres humanos. Es de coña. Ya os traeré algunas demos aquí para reírme
con vosotros… que ya va haciendo falta)
Un
abrazo a todos y hasta pronto.