Hala, ya nos han quitado el juguete.
Para una cosa que se les ocurre realmente ingeniosa y diferente, van, la dejan
cuatro días y nos la quitan. A saber cuál habrá sido el motivo. No creo que
sea la pasta, porque en este caso el máximo valor del invento era la
historia, los guiones, y casi todo se resolvía con pocos actores y pocos
escenarios, la mayoría naturales.
Lo mismo algún lumbreras ha consultado
el share y ha resultado que no se alcanzaban las cuotas previstas; lo que bien
pudiera haber ocurrido por una simple razón: esta serie, a diferencia de la
mayoría, está destinada a un público ni demasiado mayor ni demasiado burro, y
mucha de esa gente ve la televisión básicamente a través del ordenador. Ya
arremetí en su día contra esa entelequia llamada share (el que quiera revisar
mi argumentación, que pinche aquí), y no lo haré ahora de nuevo; pero
si existiera algo que compaginara el registro de los audímetros con las
visualizaciones por internet, lo mismo se alcanzaba una perspectiva un poco más
aproximada de la realidad.
Bueno, pues yo no me resigno, de modo
que he decidió parir un nuevo capítulo para la serie, el IX, cuyo título será
“Estrés laboral”. Ya sé que los ocho anteriores incluían en el título la
palabra “Tiempo”, pero creo que el jueguecito que se estaba haciendo ya un poco
pesado. Bueeeno, como título alternativo, y para hacerles un guiño a los padres
del invento, dejaré ahí como opción al anterior “Demasiado tiempo trabajando”.
(Se hace inevitable una cuña previa:
la proporción estándar entre un guión y una filmación es de una página por
minuto. Para un capítulo de una hora, el guión desarrollado al completo
necesitaría de no menos de cincuenta páginas; pero eso no cabe en una entraba
de blog, de modo que me vais a permitir un conciso resumen, en donde ahorraré las
descripciones y diálogos que pueda, yendo casi directo al grano)
Comienza el cuento…
Viernes, por la tarde, los
funcionarios del Ministerio se despiden por los pasillos para regresar cada uno
a su casa y a su tiempo. Alonso de Entrerríos le entra a su jefe, Salvador
Martí, expresándole su sorpresa por el hecho de que, de lo que lleva visto, su
tiempo fue el de mayor gloria para España, habiendo ido ésta continuamente
hacia atrás desde mediados del siglo XVI. Salvador le intenta despachar con
cuatro datos, que si ahora las cosas han empezado a mejorar algo, que si el más
desastroso fue el XIX… Pero Alonso no se resigna y continúa pinchando,
hasta que al final consigue enredar a Salvador para tomar un vino —que acabarán
siendo unos cuantos— en un bar próximo al Ministerio.
A medida que corre el vino los dos
compañeros de trabajo se van yendo arriba, indignados por la trayectoria
histórica seguida por su amado país gracias a unos dirigentes incompetentes.
—Ahora, el peor de todos, de largo,
Fernando VII ¡Menudo pájaro…!
—¿Pero no decíais que fue conocido
como “El deseado”?
—Y lo era, cuando estaba preso en
Francia y nosotros invadidos por los franceses. Claro que lo que nadie sabía
era que durante su prisión, que fue más bien un exilio dorado, se dedicó a
adular a Napoleón de forma indecente. Y tampoco podía saber nadie que a su llegada iba a dedicarse a armar una zapatiesta tras otra, a
cargarse a cualquiera que no fuera un mero lameculos, a propiciar una sucesión
de guerras civiles, a desenganchar a España de la historia… Un desastre. Si lo
haría mal ese imbécil que durante su reinado perdimos definitivamente el
imperio: ¡se sublevaron y se independizaron prácticamente todas las colonias
americanas…!
Más vino y más indignación.
—Don Salvador, ¿porqué no cambiamos
eso? Ya sé, está prohibido. Ordenes son ordenes, y lo que se manda ha de
obedecerse, pero…
—Perdona que te diga, Alonso, pero eso
no es así. Es decir, ordenes son ordenes, por supuesto; pero lo de que no se
puede cambiar el pasado… ¡pero si el Ministerio lleva en realidad toda su vida haciéndolo…!
Entendámonos, cosas de alcance limitado, no somos todopoderosos. Vaya que si
hemos intervenido…
—Me dejáis perplejo…
—Cosas pequeñas, ya te digo; aunque de
calado. Que si asegurarnos de que Felipe González llegara a tiempo a Suresnes…
que si conseguir que Adolfo Suárez estuviera en la terna para que pudiera
elegirlo Juan Carlos… que a Luis Aragonés le sucediese Vicente del Bosque…
—¿Comandantes de nuestros ejércitos…?
—En cierto modo… Calla, Alonso, calla
y pide más vino, que me estás empezando a dar miedo.
Ambos quedan introversos en sus
propias ensoñaciones, de las que emergen gracias de nuevo al ímpetu de Alonso.
—Don Salvador, ¡cambiemos la historia,
démosle a esta gran nación el papel que le corresponde…!
—Por Dios, Alonso, que una cosa es ganar
el mundial y otra cambiar los últimos dos siglos…
—¡Pero si darle golpes de timón a la
historia es el deber de los hombres de honor, cuando están en condiciones de
hacerlo…! ¿Qué otra cosa, si no, hizo Don Juan de Austria en Lepanto, Cristóbal
Colón en las Américas…? Nosotros podemos hacerlo ahora, convirtiéndonos por
azar en grandes. Dándole a España lo que por derecho siempre debió ser suyo. Y
a cambio… ¿qué podemos perder?
Salvador mira a un horizonte que sólo
él ve. Se acaba de un trago su vino.
—¡A la mierda, Alonso! ¡Al Ministerio…!
Camino del Ministerio, el
Subsecretario de Misiones Especiales le da a su subordinado las instrucciones
necesarias para hacerse en los almacenes con un lanzacohetes Instalaza
Alcotán-100, y reunirse con él después frente a la puerta 187, que les llevará
a las afueras de Figueras la madrugada del 22 de marzo de 1814, muy cerca del
camino por el que Fernando VII regresa desde Francia para encontrarse con el
general Copons.
La siguiente escena muestra como los
dos funcionarios esperan la llegada de la comitiva en la penumbra, agazapados
tras unos arbustos. Alonso acciona el lanzacohetes y el carruaje salta por los
aires en mil pedazos.
Regreso al ministerio. La puerta 187
vuelve a abrirse y regresan los protagonistas de la hazaña. Pero, para su
desconcierto, todo parece completamente cambiado. Los muros de ladrillo y los
estrechos corredores mal iluminados han sido sustituidos por flamantes pasillos
ultramodernos, anchos y despejados. Los funcionarios que discurren por ellos,
de acá para allá, portan vestimentas de cuarenta épocas, como siempre; pero no
aciertan a dar con ninguna cara conocida; excepto con la de Diego Velázquez,
que se muestra turbado y les hace desde lejos algo parecido a una seña de que
guarden silencio.
Tampoco está la escalera de siempre,
sino unos modernos ascensores, en donde un ordenanza al que no reconocen les
invita a entrar con gesto resignado. Llegan a la planta de los despachos
principales de la Subdirección, y allí se encuentran con que unos guardias
uniformados les están esperando.
—Por favor. El Señor Subdirector
aguarda— les invitan a acompañarlos
Salvador tampoco reconoce la puerta
del que debía de ser su despacho, ni al hombre que les mira desde su mesa al
entrar, con una mezcla de displicencias y enojo.
—¡Hombre, mira tú a quién tenemos por
aquí…! Toda una leyenda del Ministerio, recién desembarcada de comienzos del
XIX. Pero ¿cómo se le puede ocurrir a nadie tamaño dislate…? ¡Hala, a cambiar
la historia, con un par…! Y puestos a cambiarla, pues a lo grande, cargándose
nada menos que al Deseado… ¿No eran claras acaso las tajantes instrucciones de
jamás, repito, jamás, hacer nada que modificara sustantivamente la historia…?
—Tengo entendido que eso no es
exactamente así…—intenta defenderse Alonso.
—¿Cómo que no?
¿Quién le ha dicho a usted ese disparate? ¡Al Deseado, a
Fernando VII…! ¡Qué idea
delirante!...
—Ese hombre
iba a ser el peor rey de toda la historia de España, el que nos embarcó en una
sucesión de guerras civiles, el que descarriló a nuestra nación del progreso,
el que nos hizo perder las colonias americanas…—se atropella Alonso,
reproduciendo como puede la lección de historia que acaba de recibir en el bar.
—¿De qué
está usted hablando, pedazo de psicópata… magnicida gratuito… integrista
ibérico…? Nada de lo que está usted contando pasó jamás. Suerte que Carlos V
supo cubrir la pérdida de su hermano y negociar hábilmente con Inglaterra hasta
la derrota final de los franceses, para aliarse después con Prusia y poner a la
pérfida Albión en su sitio… hasta hoy. Y de lo de “perder las colonias
americanas”… ¿en qué mala novela ha leído esa locura? A ver si recuerdo el
chiste la próxima vez que visite a mí hermano en Méjico; que esta mañana se
levantó siendo Gobernador de Durango, aunque ahora ya no sé qué pensar… En
fin…— El Subdirector menea la cabeza, ajusta sus gafas y regresa a sus papeles,
pareciendo ignorar a su visita durante unos segundos. Finalmente, levanta la
vista y remata:
—Por
supuesto, está usted despedido. Pase por personal, donde encontrará lisitos los
papeles. Y regrese después a su Sevilla del XVI. Puede buscar a su mujer y
continuar con su historia personal. Considérelo un premio por los servicios
prestados. Pero ni se le ocurra ir más allá. Recuerde que seguimos teniendo
funcionarios allí y que le estaremos observando. Si intenta cualquier cosa, lo
que sea, dese por muerto.
Salvador
contempla toda la escena alucinado, yendo de uno a otro sin encontrar el
momento para intervenir o sin atreverse a hacerlo. Alonso se vuelve y se
encamina hacia la puerta, junto a la que permanece Salvador; pero antes de
llegar, el Subdirector se dirige a él de nuevo.
—Alonso,
antes de irse: se cuenta que otro funcionario le acompañaba en su última y
espontánea misión, aunque aún no hemos podido dar con él… que por supuesto
está tan despedido como usted… ¿Sería tan amable de decirme quién es, o de
decirle a él que se ponga en contacto con nosotros?
—Créame: ya no
será necesario— Y Alonso atraviesa el fantasma de Salvador, abre la puerta y se
aleja por el pasillo.
Fundido en negro.
—¡Pardiez, Don Salvador…! os dejo un
instante para traer más vino, y os encuentro traspuesto…
Salvador levanta la cara de la mesa en
donde la tenía apoyada y observa a Alonso con la boca abierta y los ojos
desorbitados. Después echa una mirada a su alrededor, contempla el resto del
bar, se frota los ojos y se pone en pie trastabillado— Gracias, Alonso, pero
creo que ya he bebido más que suficiente…—Saca un billete de su bolsillo y lo
deja sobre la mesa, se pone la chaqueta que descansaba en el respaldo de la
silla y se dirige hacia la salida, frotándose las sienes. Tras un par de pasos
se vuelve hacia Alonso.
—Disculpa, pero no me encuentro bien.
Me voy a casa. El lunes no creo que venga al Ministerio. Iré al médico, a pedir
la baja. No estoy bien. Estrés laboral, o algo así… Me parece que paso
demasiado tiempo trabajando…
FIN DEL CAPÍTULO IX (también conocido
como Capítulo I del Ministerio de Avellaneda)
(Pd: Hermanos Olivares, Alicia, Marc:
permanezco receptivo a vuestras posibles
propuestas. Y si no, pues no pasa nada: arrieritos somos. Tiempo al tiempo…)