Sinceramente, siento un punto de
vergüenza cuando me veo arremetiendo contra los buenos sentimientos, por mucho
que mi arremetida tenga que ver con alertar de los peligros de la ingenuidad y
no con discrepancias de fondo sobre las causas de la indignación, o con las
intenciones de quienes promueven cosas sobre las que acabo ironizando. Me pasa
a menudo con los ecologistas, al igual que con otros muchos “istas”
—feministas, animalistas, pacifistas, abolicionistas varios— y también con los “antialgo”.
Es frecuente que discrepe en la precisión de su diagnosis, y más frecuente aún
que lo haga con la viabilidad de sus recetas. Pero como no dejo de sentirme su hermano
(como también me siento hermano de los cristianos de corazón, los musulmanes,
taoístas, hinduistas o budistas poco dogmáticos y capaces de sonreír mientras
bucean en el océano de sus ilusiones), al final me quedo con dudas de si no
sería mejor dejarles que empujasen, torpe e intuitivamente, que mejor es que lo
haga alguien que que no lo haga nadie. Porque la dirección —entendida ésta de
forma generosa— seguramente es la correcta. O más o menos la correcta, que no
es lo mismo, pero es igual (y gracias, Silvio).
No obstante lo anterior supongo que si
este poliedro está aquí es para eso: para sacarle punta a los colchones y no
dar por bueno lo que casi casi lo es… pero no llega a serlo del todo. De modo
que a ello. Y esta vez, chán-tata-chán, le toca el turno del repasito al
cándido buenismo lingüístico. Ya me sentiré mal después. Pero vamos allá, que
lo mismo ayudo a hacer pensar; y de paso consigo arrancar alguna sonrisa.
No cabe duda de que el lenguaje es un
artilugio informacional cuya función es dar a las ideas forma concreta y compartible
¿De qué serviría una lengua que fuera incapaz de trascribir lo que pienso, o
que nadie entendiera?
Dos de las reglas básicas de todos los
lenguajes son la precisión y la economía. Un perro es un perro —o un gŏu, que
dirían los chinos— y no hay duda de qué animal se trata, lo mismo que el queso
“se ve claramente que es queso”, que diría Eugenio. Ese bicho, tan común para
todos, es nombrado con pocas sílabas y letras, lo que agiliza la transmisión de
información. No hay ningún idioma —eso creo— en el que “perro” se llame algo
parecido al sonido “P”, ni tampoco
“cánidodomésticomultifuncionalquelomismosirveparahacercompañíaqueparaayudarconelganado”.
La primera de las opciones sería lo más en concisión; pero el número de
posibles palabras formadas con solo un golpe de voz es muy limitado, de modo
que en todos los idiomas éstas se reservan para conceptos u objetos importantes
y de uso constante: si, no, yo, tú, él, pan, sal… El megapalabro de antes
tampoco es una opción, porque pese a su calidad descriptiva, antes de terminar
de pronunciarla nuestro interlocutor ya se habría dormido sin saber de qué
animal estábamos hablando. Mejor perro, o chien, o dog, y todos contentos.
Las lenguas son cosas que nacen del
uso y con el uso evolucionan, tirando de mestizaje y adaptación al medio, como
los seres vivos. Del latín brotaron el español y el resto de las lenguas
romances, de forma muy similar a como surgieron el perro, el lobo o el zorro, a
partir del tomarcturus ancestral.
Peeeero —ya estaba tardando la
formulita— el hombre es un primate peculiar, y si ya fue capaz de modificar las
condiciones ambientales como para que Canis lupus familiaris acabase teniendo
versiones tan dispares como el caniche y el mastín, ¿porqué no hacer lo propio
con el idioma? En román paladino: en lugar de quedarse esperando a ver en qué tiene
a bien dar la evolución natural de las lenguas, empujemos un poquito para acá o
para allá, para que al final terminen dando en lo que más nos interese.
La justificación del planteamiento
anterior es que si el idioma es el mecanismo que sirve para dar forma a las
ideas y compartirlas, cambiando el mecanismo lo mismo conseguimos cambiar las
ideas de fondo, que es lo realmente interesante. Si eso fuese posible,
podríamos conseguir de un salto lo que siguiendo los procedimientos evolutivos
normales suele demorar siglos, e incluso milenios ¿Cuánto se tardó en abolir la
esclavitud, tomando como punto de partida del proceso las primeras reflexiones
respecto a su cuestionabilidad? ¿Y el
sufragio universal? ¿Y la igualdad de derechos de hombres y mujeres? Pues lo
dicho: cambiemos la forma de hablar y cambiaremos la forma de pensar. Cambio detrás
del cual estará el de la propia humanidad.
Qué bonito lo anterior, ¿verdad? ¿A
que es lógico que me sienta mal, tirando piedras contra esa monada? Solo que el
hecho de que una idea sea bonita, bienintencionada y loable, no la hace viable.
Y malgastar energías en opciones inviables puede ser peor que reservarlas para
empeños más fructíferos. Desde esa perspectiva, me pongo el uniforme de Pepito
Grillo y les pregunto a mis chicos y chicas soñadores y soñadoras: ¿habéis oído
hablar del Esperanto?
Eso de cambiar la forma de hablar para
hacer lo propio con la mente fue la idea central que movió en 1887 al
oftalmólogo polaco L.L. Zamenhof a crear el Esperanto. Este hombre, tras diez
años de esfuerzos coordinados de un grupo de amigos y entusiastas lingüistas,
tuvo a bien alumbrar una nueva lengua destinada a ser el idioma universal que
acabase con las rencillas nacionales y nacionalistas. La argumentación de
fondo, supongo, sería más o menos la siguiente: “si todos hablásemos igual nuestros pensamientos estarían más próximos
y serían más fáciles de compartir, lo que equivale a decir que sería más fácil
entendernos y más difícil que las diferencias acabaran en disputas”
La idea tuvo al principio muy buena
acogida, sobre todo entre los movimientos internacionalistas y universalistas
del momento. Pero poco a poco fue ganándose enemigos, especialmente de tipo
político, y no solo entre los nacionalismos más exacerbados, como habría sido
de esperar (por ejemplo, el imperio japonés o la Alemania nazi), también en
otros ámbitos supuestamente internacionalistas, como la Unión Soviética.
En todo caso, no fue ninguna clase de
conspiración universal la que dio al traste con el sueño esperantista, sino su
propia inviabilidad práctica. Porque las lenguas no son convenios sociales
ajenos a las personas, sino parte de su esencia cultural desde el momento en el
que éstas pasan a ser algo. Son la prolongación natural de la leche de tu madre,
lo que sigue al gesto, las instrucciones para aprender a jugar, y después, para
aprender a aprender. El vinculo que conecta tu capacidad de conceptuar con el
resto del universo. Si una lengua no es materna, al menos en alguna parte, no
es una lengua, sino simplemente un código de comunicación, que ni es lo mismo
ni es igual (gracias de nuevo, Silvio).
Lo anterior acaso sean tan solo
elucubraciones de un poliedro (biólogo, músico, escritor, alpinista y cuarenta
cosas más; pero no lingüista), de modo que acudiré a una argumentación más
sencilla e inapelable: que el sueño del esperanto no prosperó lo evidencia el
número de sus hablantes —un millón, aceptando la más generosa de las
estimaciones— 128 años después de su nacimiento. Diez veces menos que el número
de creyentes en la doctrina espiritista. Cincuenta veces menos que los seguidores
del Barça en facebook. El fuego, la rueda, la agricultura, el fusil, la máquina
de vapor, el automóvil, el avión, internet… Cuando algo es una buena idea y funciona,
ya no hay nada que lo pare. Y ese no fue, precisamente, el caso del esperanto.
Y punto.
Ahora, siglo y cuarto después, el
buenismo ingenuista promueve algo parecido: acabar con la sociedad sexista
manufacturando un leguaje sexualmente correcto que cale en los individuos y
contribuya a modificar su modo de pensar. Pues va a ser que no. Y no porque me
parezca bien perpetuar los esquemas paleolíticos de reparto de roles basados en
potencia muscular y dedicación a la procreación (ya se explayará este biólogo
en su momento, pero vaya un anticipo de mi parecer: no somos equipotenciales; e
intelectualmente, es probable que la cosa quede en un 55/45, a favor de ellas);
pero eso no me impide considerar enternecedoramente inútiles atajos como esos,
que obvian los preceptos básicos del lenguaje: que se te entienda bien, y rapidito.
El género neutro podría haber sido una
buena solución para situaciones comprometidas. Cuando hay que referirse a un
grupo de entes masculinos y femeninos se acude directamente como genérico al
masculino, sin hacer un censo previo y dictaminar democráticamente si lo
correcto es “vosotros” o “vosotras”. Si hay diecisiete gallinas y un gallo, el
grupo es “vosotros”, y amén, por antidemocrático que ese resumen resulte. Acaso
hubiera sido más razonable acudir al género neutro, apoyado por ejemplo en la “e”
(en este caso, vosotres). Pero a nadie se le ocurrió salir por ahí, de modo que
si se intenta esa fórmula, lo más probable es que piensen que estás hablando en
bable: “todes vosotres, pasen y se
sienten” (habría sido indiscutiblemente bable si la frase anterior hubiera
rematado con la interjección interrogativa, “¿oh?”: “todes vosotres, pasen y se sienten, ¿oh?” ).
La propuesta, que se concreta en verbalizaciones
del tipo “nosotros y nostras estamos muy
contentos y contentas de que los trabajadores y las trabajadoras madrileños y
madrileñas…”, etc., etc., etc., se habría quedado en ocurrencia
disparatada, y nada más, de no ser porque políticos, periodistas y otras
subespecies humanas que viven por y para el qué dirán, interpretaron que ese
ridículo escorzo lingüístico era lo máximo en modernidad e igualdad social, y que
el que no lo pusiera en práctica era un machista cavernícola. Una vez que salió
por la tele, que es por donde los dioses contemporáneos se hacen visibles a la
plebe, la corrección de la fórmul@ —eso de la arroba es una variante de lo
mismo— quedó definitivamente consagrada.
Así que ya estamos todos y todas
jodidos y jodidas, obligados y obligadas a gastar saliva y salivo, tiempo y
tiempa, tóner y… ¿toneresa? (vosotros y
vosotras me perdonaréis, pero ignoro el femenino y la femenina de ese producto
y esa producta), para que ninguno y ninguna se llame a engaño ni a engaña y me
tome por un retrógrado o una retrógrada.
La idiotez de remarcar la pansexualidad
de lo que se dice, además de atentar contra las normas de precisión,
inteligibilidad y economía inexcusables para cualquier lenguaje, es una
flagrante forma de discriminación. Si yo digo, “hola a todos”, en simple y
llano castellano, queda claro que estoy saludando a toda la concurrencia. Pero
si digo “hola a todos y a todas”, es obvio que estoy destacando que me dirijo a
todos los presentes de sexo masculino y de sexo femenino, resaltando tal
condición, evidenciándola, convirtiéndola en referente sustantivo del discurso ¿No
es eso, precisamente, destacar aquello que supuestamente pretendía darse por
superado? ¿Qué ocurriría si en lugar de decir “todos y todas”, dijera “españoles
y extranjeros”, o “blancos y negros”? Sería obvio que estoy dando una
importancia singular a la nacionalidad o la raza de mis interlocutores, lo que
evidenciaría la relevancia de tal circunstancia. Hablando en llano:
discriminación pura y dura; y para colmo, maquillada por un paternalismo mal
disimulado: ”Pobrecitas las mujeres, los extranjeros,
los negritos… si hablo así para que no se sientan inferiores…” (¡Puaj..!)
Estaría bueno que ahora alguien me
tomase por machista. Sin duda, no sería nadie de los que me conoce en persona,
ni mi mujer (igual de culta y bastante más lista que yo, de cuyo trabajo
vivimos toda la familia desde que hace cinco años mi oficio de ambientalista
entró en crisis —antes, cargábamos con la cosa a medias, como espero que vuelva
a ser algún día—), ni ninguna de mis dos brillantes hijas (os dejo un par de
links, para que el que quiera se deslumbre: http://ireneferradas.wix.com/ireneferradas,
http://ayudantededireccion.blogspot.com.es/),
ni nadie entre mis muchos amigos, conocidos y cómplices, tanto hombres como
mujeres. Más de uno entre ellos milita en alguno de los “ismos” y “antialgo” de
los que hablaba al principio, y periódicamente tengo con ellos amigables y enriquecedores
encontronazos, porque mi perspectiva poliédrica casi nunca es políticamente
correcta. Y esto vale tanto para con los valores tradicionales como para con
los modernos.
Mi opinión respecto a este asunto,
como me sucede con tantos otros, es que el movimiento se demuestra andando, y a
estas alturas del partido nadie tiene excusa para repetir inercialmente los
vicios y roles paleolíticos sexistas. Es intolerable llamarle a alguien “nenaza” como sinónimo de cobarde (peor
aún, “maricón”), o “chicazo” a la cría a la que le gusta el
fútbol. Pero si cuando alguna amiga acomete un acto de valor le digo “olé tus
cojones”, lo último que se me pasa por la cabeza es analizar si tal expresión
pudiera ser o no sexista. Si quieres aprovechar mejor el tiempo, madruga, no te
limites a cambiar el reloj para que a la diez parezca que son las siete.
En el fondo y en la fonda, esta
disquisición es irrelevante e irrelevanta, porque si algo o alga no funciona ni
funciono, la mecánica y el mecánico de la vida y el vido lo condena al olvido…
y la olvida.
¿Cómo es posible que Les Luthiers no
hayan compuesto todavía ninguna canción con este jugoso asunto…?
....ya lo harán, Miguel.. antes que otro de ellos se nos vaya.. Como siempre, te leo y te celebro
ResponderEliminarMuchísimas gracias y muchísimos gracios, por estar siempre ahí. Y no solo receptivo, sino por igual aportador y sugerente. A ver si volvemos a coincidir pronto subiéndonos alguna montaña, o algún montaño. Adios (por ejemplo, Baco), y Adiosa (por ejemplo, Afrodita)
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