Viniendo de un escritor, supongo que
la mayoría pensaréis que la pregunta es sarcástica o meramente retorica; pero
no es así. Os invito a reflexionar sin prejuicios sobre el tema: ¿cuál es la
razón de ser de los libros, una vez leídos?
En mi casa la cultura siempre fue un
bien valioso en sí mismo. Creo que el promotor de tal idea, al menos a mi
escala, fue mi padre, quien ciertamente fue un hombre culto; aunque tampoco
tanto como en su momento creí. Y lo de “tanto” lo digo contrastando el nivel
cultural que le recuerdo con el de otras personas que conozco o que he llegado
a conocer. Pero en su momento, y teniendo en cuenta su entorno, él destacaba
notablemente; cosa que no dudaba en aprovechar para erigirse en referencia
dentro de su pequeño microcosmos. Porque en la España aislada y culturalmente
subdesarrollada de mitad del siglo pasado, tener estudios superiores, hablar
más de un idioma y haber viajado era algo que le sucedía a muy pocos, y si lo
sabías explotar —era un maestro del protagonismo— podías brillar a pesar de tus
posibles carencias en otras áreas tradicionalmente aclamadas, como el
patrimonio o el abolengo.
El caso es que en mi casa siempre hubo
multitud de libros, y entre ellos alguna voluminosa enciclopedia, como la
famosa Espasa-Calpe. Era imposible que en cualquier reunión familiar, cumpleaños,
navidades, lo que fuera, no surgiera entre nosotros alguna controversia, casi
siempre irrelevante, tipo “¿Quién nació antes, Cervantes o Shakespeare?; o ¿Qué
país tiene más superficie, Australia o Canadá?”, y raudo saltábamos a
por la Espasa, cada cual seguro de encontrar ahí la validación incuestionable
de sus argumentos. Hasta tal punto interioricé la imprescindibilidad de una
buena enciclopedia que cuando me independicé de mis padres, al casarme por
primera vez en 1986, en mi lista de bodas figuró una edición de la Espasa, algo
más moderna y reducida que la de mi padre. Treinta años después ahí sigue conmigo
¿Cuántos años hará que no la abro, que la Enciclopedia Universal Definitiva que
es Internet la sustituyó para siempre?
Me acerco al salón y le hago una foto
ahora mismo, que testifique el papel que hoy en día ocupa en mi vida la que fue
pilar central de mi cultura, Ahí va:
Acumulando polvo en las estanterías
conservo otro buen montón de libros no literarios, tanto de mis tiempos de
estudiante (libros de bioquímica, genética, zoología, geología…), como textos profesionales
(guías de todo tipo, de plantas, animales, atlas climáticos, estudios
técnicos de cuarenta asuntos), o relativos a aficiones (de montaña, de
fotografía, de viajes…), que también cabría considerar libros de consulta y que
en su mayoría hace ya muchos años que no consulto, dado que, sea cual sea la
duda a dilucidar, siempre es más rápido versátil y contrastable hacerlo a
través de Internet que hojeando objetos de celulosa con tinta impresa.
Lo anterior para los libros de
consulta. Veamos ahora los de lectura, los que están concebidos para entrar por
una punta y salir por la otra, ya te lleve el recorrido unas horas o varias
semanas.
No conservo ni la tercera parte de lo
que me he leído; pero no dejan de ser un buen montón, acaso dos o tres
centenares. Algunos de ellos los recorrí varias veces, ya fuera porque fueron
especialmente significativos y quise mamar de su sabiduría en diferentes
momentos de mi vida, o porque su naturaleza se prestaba a ello. Podríamos meter
ahí libros de poesía (Residencia en la
Tierra, de Neruda; El Rayo que no
cesa, de Miguel Hernández; Altazor,
de Vicente Huidobro…); de calado filosófico (Siddhartha, de Herman Hesse; Juan
Salvador Gaviota, de Richard Bach; Ficciones,
de Borges… Sí, he dicho Ficciones, de
Jorge Luis Borges, y si alguien cree que es un libro de cuentos y no un tratado
de filosofía, que se lo lea de nuevo, que no se ha enterado de nada); y también
narrativa excepcional (La guerra del fin
del mundo, de Vargas Llosa; La
familia de Pascual Duarte, de Cela; Cien
años de soledad, de García Márquez…). Va otra foto.
Muchos de los que ya no tengo sé que
los regalé, o que los presté y luego olvidé a quién, costumbre singular mía
completamente idiota pero de la que me enorgullezco: cuando leo algo que me
apasiona lo recomiendo encarecidamente, hasta que alguien al final me pide el
libro en cuestión, se lo dejo, y hasta siempre. Tan solo repararé en su pérdida
cuando, acaso años después, me surja una duda que quiera consultar o se lo indiquen como lectura a mi hijo en el colegio. Ese día, fatigaré desconcertado
las estanterías buscándolo… para acudir finalmente a consultarlo/descargarlo en
mi ordenador, o pasar por alguna biblioteca a pedirlo prestado.
Algunas pérdidas recientes se deben a
mi perro Nube, gran aficionado a la literatura al que no conviene dejar sólo en
un cuarto con libros, porque el muy cabrón se los devora (por desgracia, no es
una metáfora: en tres ataques distintos ya ha dado cuenta de algo más de una
docena).
¿Para qué demonios conservo pues toda
esa quincallería emocional decorando mis espacios? Sé que no sería capaz de
tirarlos, sin más. Podría donarlos, y acaso debería hacerlo, porque para el que no lo ha leído cualquier libro es nuevo, es una puerta
entreabierta invitando a pasar, un sitio no visitado que te está llamando; como
lo fueron en su día esos mismo libros para mi.
Pero si donara mis libros, y me estoy
refiriendo a todos de golpe, no a soltarlos de uno en uno a alguien en concreto
y como regalo especial del alma, sé que no reconocería mi casa, mi espacio, mi
universo. La casa de un Ferradas es inconcebible sin una Espasa, con sus
páginas pegadas por falta de visitas, actuando como faro espiritual, proclamando
desde la atalaya de su estante que el conocimiento existe, que las cosas son de
determinada manera porque generación tras generación la humanidad se dedicó a
comprobarlo, refutarlo, redefinirlo y dejarlo por escrito, negro sobre blanco… en
su día: hoy, negro sobre blanco amarillento.
Y también vigilan mi corazón desde la
estantería los versos que tanto me conmovieron y que me volvieron poeta, y los
barcos pirata en los que me embarqué, las batallas que perdí, los reinos que
gané, los dioses que conseguí entender y aquellos de los que abominé. Tienen
forma de papel callado, viejo, sabio. Saben que es improbable que vuelva a visitarlos.
No es necesario, siguen cumpliendo su misión silenciosa al fondo de mi memoria,
y la mera visión fugaz y ocasional de sus lomos es suficiente para hacer
detonar dentro de mí toda su potencia. Más bonito todavía: de cuando en cuando
incorporan algún nuevo hermano destinado a la misma tarea, al margen de que sea
un recién llegado. Y menos mal: mientras haya nuevas incorporaciones, aunque
sean pocas y espaciadas, es que aún estás de ida. Es que aún no has llegado.
Concluyo así mi reflexión, que me ha
ido llevando de la mano sin guión previo, y cuyo inesperado resultado a mi mismo me
sorprende:
No te deshagas de los libros ya
leídos. Cuando entiendas que es lo correcto, dónalos de uno en uno y con el
corazón a quien creas que crecerá con ellos como tú lo hiciste. El resto
déjalos reposar en sus estantes: solo con mirarlos podrás recordar siempre quién eres. Dejando al margen que acaso alguien,
incluido tu perro, pueda encontrarles una utilidad en la que nunca pensaste.