Llevo un par de años
estudiando inglés en la Escuela Oficial de Idiomas de Villalba, a veinte
minutos de mi casa. Estoy en Pre-intermediate level, y lo cierto es que
consigo sobrevivir y seguir dignamente la clase; lo que no deja de ser
sorprendente, dado el poco tiempo que dedico al estudio. Si estudiara un poco
más seguro que me cundiría el doble, pero a mi edad resulta muy difícil
establecer y mantener rutinas y disciplinas suplementarias a todas las que la
vida te obliga a asumir. No, el inglés no es una “obligación”, sino algo que
libremente he elegido por diversas y convincentes razones, que pretendo aquí
compartir con vosotros; aprovechando, como hago siempre, para sacarle punta a
las cosas.
Nunca en mi vida había
estudiado inglés. En el colegio estudié francés, sin pasar de un nivel
elemental aunque suficiente para manejarme en mis viajes —tampoco muchos— por Francia
y Suiza, básicamente a escalar montañas. Llegué a pensar que el área de mi
cerebro destinada a los idiomas debía ser más bien pequeña, porque cuando hace
doce años aprendí portugués, al conocer a mi mujer, olvidé casi por completo el
poco francés que sabía. Pude comprobarlo en un viaje que hicimos a Túnez (antes
de que se liara; ahora, cualquiera va), en donde cada vez que intentaba decir
algo salía por mi boca una jerga mestiza ininteligible. Una de mis actuaciones
más notables fue pidiendo vino, cuando solté con toda naturalidad: “Pardon:
ten vin?”
Lo del reducido espacio de
mi cerebro parece estar siendo desmentido por mi relación con el inglés, pues
lo que voy consiguiendo aprender no ha desplazado al portugués; que es por otra
parte el idioma que más tiempo hablamos en casa.
Bueno, vayamos a lo
interesante de asunto: ¿Qué sentido tiene empezar a aprender un nuevo idioma, a
estas alturas del partido? Ya avisé que tengo unas cuantas razones bien
argumentadas, pero lo cierto es que por encima de todas ellas destaca la más poderosa
y evidente: si todavía eres capaz de seguir aprendiendo algo, sea lo que sea,
es que aún queda partido. Nada menos. Frente a eso, lo de dotarme de más
herramientas con las que ampliar mis expectativas laborales (tengo 58, edad a
la que lo razonable sería pensar en la jubilación; pero en mis circunstancias es
probable es que aún me falten diez o doce años de remar en la galera), lo de
que sin el inglés no se navega por Internet, sino que se naufraga, o lo de que con
ese idioma puedes viajar a cualquier
parte, son asuntos relativamente menores.
Cuadernos, apuntes,
libros, fotocopias, compañeros, pupitres, pizarras (da igual que ahora sean
digitales: siguen siendo pizarras), horarios, deberes, exámenes, nervios, culpa
de no haber estudiado, orgullo de conocer la respuesta… Todas esas cosas son
valiosas en sí mismas, y no porque simulen retrotraernos a nuestra infancia o
juventud, sino porque forman parte de lo que acaso sea nuestro bien más
preciado, el auténtico elemento diferenciador que justifica que nos
consideremos a nosotros mismos una realidad aparte: nuestra capacidad de
aprender. Si al hombre le quitas eso, deja automáticamente de ser un hombre.
Por supuesto que aprender
es algo mucho más amplio que recibir una docencia reglada. Se pueden aprender miles
de materias distintas y de millones de formas. Pero seguir un método y que éste
no sea el que tú mismo has establecido, sino algo que otros pensaron, y que es
administrado por alguien a quien aceptas situar en un nivel superior al tuyo
(me refiero al campo temático concreto objeto de la docencia), es una buena
alternativa. Si no lo fuera, no llevaría miles de años funcionando con
escasísimas modificaciones, básicamente de tipo técnico, como las pizarras
digitales que antes citaba. Por cierto, aprovecho la ocasión para decir que he
tenido muchísima suerte con los
profesores: tanto María, el año pasado, como Pedro, este año, son dos
magníficos profesionales —cada uno en su
estilo— que consiguen motivarte, entretenerte y hacer que progreses, pese a lo
largas que son las clases y lo tarde que empiezan (cosa inevitable, dada la
edad media de los alumnos). El año pasado rematamos el curso con una corta actuación
de teatro, muy divertida. Os dejo aquí un enlace.
Bien, una vez hecha la alabanza
general de la docencia y al aprendizaje, vayamos a lo del inglés.
Cada idioma es una manera
de entender la realidad. El trabajo de los traductores es realmente admirable
(y no lo digo porque mi mujer sea traductora), porque traducir no es transcribir
información de un código a otro, sino transportar una interpretación de la
realidad a otra interpretación distinta, pero equivalente. O lo más equivalente
que se pueda, cosa relativamente sencilla si estamos hablando de un texto
meramente descriptivo —por ejemplo, periodístico— pero mucho más compleja
cuando los componentes emocionales adquieren peso. Y cuando llegamos a la
poesía la cosa llega ya al paroxismo. Probablemente, lo más razonable sería no
traducir jamás la poesía… a no ser que el traductor sea un poeta bilingüe que
lo que haga sea generar —o intentar generar— poemas especulares de los
originales.
Cada idioma es una manera
de entender la realidad. Me ha gustado la frase. Y ahí os dejo un ejemplo: namorar ¿Sabéis cual es la traducción al
español de ese verbo portugués? Pues ninguna: no tiene traducción. Namorar, en
portugués, es todo lo que hacen los namorados, desde mirarse tiernamente a los ojos
a tener sexo salvaje, incluidos los infinitos puntos intermedios que hay entre
ambos extremos. Pasear de la mano es namorar. Besarse, es namorar. Hablar por
teléfono también puede serlo, siempre que quienes lo hagan sean namorados y lo
hagan bajo el influjo de la pulsión amorosa. Por cierto, “namorado o namorada”
tampoco son términos sencillos de traducir, pues aunque en origen se refieren a
quienes están fase de pre-noviazgo, en la práctica se acaba extendiendo a “cualquiera
que esté sintiendo amor por alguien”. Ojo, que no es que los hispanoparlantes
amen menos o peor que los lusoparlantes; pero el simple dato anterior ya está
alertando de que ambos modelos disponen de ángulos diferentes desde los que
conceptuar el hecho amoroso.
Cuando realmente hablas un
idioma piensas en ese idioma. Dejas de traducir, de pensar antes de hablar “¿cómo diablos se decía tal cosa…?”, y
directamente formas y compartes conceptos desde la interpretación de la
realidad que es propia de ese idioma. A mí me pasa con el portugués: quando eu falo português não traduzo nada não: simplesmente mudo meu
jeito de pensar e deixo fluir as palavras. De
hecho, cuando cambias de idioma incluso cambia tu timbre de voz. Si tienes algo
de oído no es tan difícil percatarse. Para llegar a eso con el inglés me faltan
años, lo sé. Pero a cada paso que doy en esa dirección me siento más rico, y me
llevo mejor conmigo.
Si estoy diciendo que el
español y el portugués, que no dejan de ser idiomas hermanos, son perspectivas diferentes
de la realidad, es fácil hacerse una idea de la diferencia de perspectivas
vitales que separan a las lenguas germánicas de las romances, como es el caso
del inglés y el español. Sus arquitecturas gramaticales son completamente
distintas, lo que equivale a decir que la forma de construir pensamientos
lógicos de sus hablantes también lo es. De ahí, como mínimo y en sí mismo, lo
interesante de aprender un idioma tan diferente del materno para gente tan
curiosa como yo (y como imagino que seréis la mayoría de los que me leéis).
Es cierto que la anterior
argumentación podría valer para cualquier otro idioma (seguro que los chinos
dejarían de parecernos tan raros si entendiéramos su idioma; es decir, su forma
de pensar), pero el inglés tiene además el interés añadido de constituir en
estos momentos la herramienta de comunicación más universal que existe.
Tras las loas anteriores,
vayamos ahora con las patadas: al margen de que la gramática inglesa sea sin
duda muchísimo más sencilla que la de las lenguas derivadas del latín (el the
como artículo único, los géneros casi no existen, no usan tildes, las
conjugaciones verbales son elementales…), estoy convencido de que su hegemonía
como lengua internacional no se debe en absoluto a eso, sino a que la
Revolución de la Información que nos ha tocado vivir ha coincidido con el
apogeo de los EEUU, tras las guerras mundiales que acabaron con dos mil años de
supremacía europea. Y punto. Nunca hubo un congreso mundial en el que se
debatiera si para entendernos todos, japoneses con turcos, holandeses con
peruanos o mongoles con senegaleses, era mejor usar el inglés, el chino o
alguna variedad del bantú. Simplemente, el cine, y luego la tele, y ahora
internet, se extendieron por todo el planeta partiendo básicamente desde allí.
Si todo aquello hubiera empezado a comienzos del siglo XIX, es probable que el
idioma universal fuese el francés, y si lo hubiera hecho dos siglos antes, el
español. Pero no fue así, la historia es la historia, y el código de
información/perspectiva para la formación de ideas casi obligatorio para
relacionarte con todos aquellos con los que no compartes lengua materna, es el
inglés. Hecho consumando.
O te manejas en inglés, o
estás condenado a que tu universo termine en los límites de tu aldea lingüística.
Y como no estoy dispuesto a ello, pues Here I am, with almost sixty years old
and starting to study English. Pero que nadie venga con
que es inglés es el idioma universal por su versatilidad y simpleza: lo es por
una simple casualidad histórica.
Y ahora viene una patada
de las buenas, de esas que cuando las sueltas te quedas más ancho que largo: LA
RELACIÓN ENTRE LA GRAFÍA Y LA FONÉTICA INGLESA ES DEPLORABLE. El inglés escrito
y el hablado son tan diferentes que parecen idiomas distintos. Casi resulta
ridículo. Para empezar, hay veinte sonidos vocales (¡veinte…!), y cada letra
suena cuando quiere como quiere, dependiendo de a quién acompañe, de en qué
parte de la palabra esté y de miles y miles de rules, cada una de las cuales
tiene miles y miles de exceptions. Hay letras que no suenan,
porque sí, y otras que se escriben en un orden y se leen en otro ¿Cuáles, por
qué, cómo saber qué hay que hacer en cada caso? ¡Ah…! Toca memorizar, y punto.
Aprender inglés es aprender dos idiomas, uno oral y otro escrito, con una
relación sólo circunstancial y enigmática entre ambos. Vayamos con dos o tres
ejemplos:
Manzana, se dice algo
parecido a “Apl”, y se escribe Apple. ¿Porqué la “a” suena
aquí como la “a” española, si el sonido de esa letra, ella sola, es “ei”?
Cabría pensar que es que la “a” suena como “a” española cuando está al
principio de la palabra, o cuando antecede a una “p” ¿no? Pues no, no es así:
¿sabéis como se escribe Simio? Pues Ape; ¿y cómo se pronuncia? Pues “Eip”. Muy lógico, ¿verdad? Y no nos olvidemos de cómo termina esta
bendita palabra, con un sonido parecido a la “l” ¿Y a dónde se ha ido la “e”?
Caminar, pasear, se
escribe Walk, y se dice algo parecido a “Uok”. Ahora la “a” ya no suena ni
como “a” ni como “ei”, sino como ”o”. Con un par. Eso sí, la “l” parece haberse
ido al mismo limbo que la “e” de Apple.
A lo mejor se encuentran por allí a la “l” de Half (mitad, media), que
también se escribe pero no se pronuncia, como tantísimas otras letras que, vaya
usted a saber porqué, unas veces suenan y otras no.
Cinco se escribe Five y se dice algo parecido a “Faif”.
Parece razonable, ya que el sonido habitual de la letra “i” es el mismo del
diptongo español “ai”. Pues tranquilos, que en seguida la liamos: El ordinal
“quinto” se escribe Fifth y se dice “Fiz”.
El que la “th” final suene como “z”, se acepta sin problemas. El que no suene
la f que antecede a las dos letras anteriores se puede perdonar, pues resulta
muy difícil pronunciar seguidos los sonidos “f” y “z”. Pero lo de la “i” es
imperdonable: ¿por qué coño suena aquí como la “i” española, y no suena “ai”
como debía ser su obligación y como hace en la palabra Five, de la que se deriva?
No voy a seguir para que
esto no se haga eterno, pero podría hacerlo durante horas.
¿Porqué el inglés no tiene
un alfabeto propio (como el griego, como el ruso, etc.), sino que usa —de forma
perversa, arbitraria e imprevisible— el alfabeto latino? Buscando respuestas, por
aquí y por allá, he conseguido armarme algo parecido a una explicación, que
puede que no sea del todo precisa, pero que al menos me sirve de consuelo cada
vez que me llevan los demonios al tener que aceptar que comfortable se dice poco más o menos “camftbl” (la “o” suena como “a”, la mitad de
las letras no suenan…), o que rhythm debe pronunciarse algo así
como “ridem”. La explicación sería la siguiente:
Por lo visto, el inglés es
hijo de cuarenta padres, y su historia ha sido tumultuosa. Durante siglos, la
catarata de lenguas germánicas que iban desembarcando en las islas británicas
se fueron hibridando, dando lugar a numerosos dialectos y variedades. El
anglosajón, o inglés antiguo, fue la lengua dominante en las islas entre los
siglos V y XI, y originalmente empleaba las runas, propias de las lenguas
nórdicas y germánicas antiguas. Pero con la llegada de los monjes cristianos, y
la posterior dominación normanda, las runas se abandonaron, sustituyéndose por
las letras del alfabeto latino, al tiempo que el propio idioma evolucionaba notablemente.
Parece evidente que la labor de monjes y monarcas normandos no fue muy
brillante, que sus intentos de establecer equivalencias entre runas y letras
latinas, entre sonidos de la lengua sajona y grafía normanda, fue una chapuza
antológica. Así quedaría esclarecido el origen del lío. Ahora, lo que sigo sin
entender es cómo es posible que no se fuera corrigiendo, a lo largo de los
siglos. Si el español incorporó la ñ, que refleja un sonido bien concreto, ¿por
qué coño —con ñ— el inglés no incorporó la schwa “Ә”, que es el sonido vocálico más usado en ese idioma? Y lo dejo
ahí, pero las posibles incorporaciones
son tantas que por eso decía que el inglés lo mismo justificaría tener una
abecedario propio, tipo el cirílico.
Hala, ya me he desahogado
un poco. Por lo demás, es lo que hay: el inglés tiene lo que tiene, y por las
razones ya expuestas, no solo estoy encantado de estar estudiándolo, sino que
desde aquí animo a todo el mundo a hacerlo. Especialmente a aquellos que tienen
ya cierta edad, y que creen que no necesitan aprender nada más en la vida. Todo
lo contrario: ser capaces de seguir disfrutando de aprender es una de las cosas
que hace que la edad, realmente, no importe.
Por cierto, y para
terminar: me he hartado a echar pestes de la absurda distancia que hay entre la
grafía y la fonética inglesa. Pues bien, es evidente que cualquier
angloparlante podría echar similares o peores pestes a propósito de nuestras
conjugaciones verbales. Y no con menos razón.
Muito interessante Miguel...eu até hoje não consigo entender tudo em inglês!! Parabens pelo texto brilhante...abraços
ResponderEliminar