Me dan ganas de vomitar
cada vez que oigo al político de turno celebrar la llegada de los buenos
tiempos, esgrimiendo como argumento los datos del Paro, del PIB, de la Deuda,
de la Prima de riesgo y de la Hermana de su madre ¿Viven realmente tan lejos de
la realidad, o es solo estrategia? Por muy poliédrico que sea no soy es
economista, y ellos disponen de muchos más datos que tú, que yo y que el común
de los mortales. Por tanto ¿son realmente imbéciles y no se dan cuenta de lo
que está pasando —acaso los árboles no les dejen ver el bosque— o es que
consideran más prudente hacer como que no pasa nada?
¿Que si pasa algo? PUES
SOLAMENTE QUE ESTAMOS ENTRANDO EN UNA NUEVA EDAD DE LA HISTORIA DE LA
HUMANIDAD. Solo eso.
Así que no hay “crisis”
que superar (crisis, del griego κρίσις, no es otra cosa que “separación”,
“resolución”, “cambio”), ni normalidad a la que regresar. Estamos en el siglo
XXI, las reglas están en plena mutación, y acabe la cosa como acabe con
seguridad no se parecerá nada a lo que fueron las últimas décadas del siglo
pasado; periodo que casi todos miramos ahora con nostalgia, evocándolo como “lo
normal, lo de siempre”; aunque obviamente no lo eran.
(Este soy yo, trabajando en
una fábrica de conservas hace año y medio. En youtube doy algún dato más de ese
episodio —no sin cierto sarcasmo— que duró un par de meses)
Nadie se acostó un día en
la Edad Media y se despertó en la Edad Moderna, por mucho que fuera trece de
octubre de 1492. Los cambios de época no son tan fulgurantes, aunque las
revoluciones duren cada vez menos, embarcados como estamos en una especie de
frenética espiral evolutiva. Desde que los primeros homínidos empezaron a usar
el fuego hasta la aparición del Homo sapiens pasaron millones de años. La
revolución neolítica, abandonar el nomadismo y la caza para convertirnos en
ciudadanos agricultores, nos costó algunos milenios. La Revolución Industrial
la empezamos a mediados del XVIII, y apenas un siglo después la artesanía se
había convertido en folklore y vivíamos rodeados de objetos salidos de las
fábricas. Y todo apunta a que la Revolución de la Información, en la que
andamos, tan sólo durará unas décadas. Pero como todas las anteriores, su
advenimiento está suponiendo poner patas arriba absolutamente todo, reinventar
el mundo, incluida nuestra concepción de la realidad. En este momento apenas
podemos constatar tendencias, acciones y reacciones, tensiones y
desencadenamientos, cuya auténtica transcendencia solo podemos intuir.
A la imposibilidad de
ponerles puertas al campo de la información le llamamos Globalización, e
interpretamos que además de un hecho incuestionable era un logro definitivo en
la evolución de la humanidad. Todos íbamos a poder comprar y vender de todo y
en todos sitios, acceder a lo que fuera sin otro límite que nuestra curiosidad,
imaginación y valía. Pero luego resultó no ser así, porque los siete mil
millones de personas que recibieron su certificado de empadronamiento en la
Aldea Global pertenecían a universos muy diferentes. Los había que vivían en
sociedades medievales, por las que no es que no hubiera pasado aún la
Revolución Industrial: es que no tenían ni noticias de la Revolución Francesa.
Sociedades sin la más remota idea de qué pudiera ser eso de la separación de poderes.
Otras machistas hasta el delirio. Otras tan enamoradas de su propio ombligo que
interpretaron la Globalización como una declaración de guerra a sus microcosmos.
Y entre unas cosas y otras, nos vimos envueltos por sorpresa en una marea
retrógrada de proteccionismo, ultranacionalismo, ultraortodoxia…
Si lo anterior fuera el
final del camino, de verdad que yo me bajaba de este planeta. Pero como no lo
es y todo sigue hirviendo, los optimistas empecinados como yo nos empeñamos en
creer que el progreso será capaz de vencer a la caspa. Ya se verá. O acaso ya
lo verán nuestros descendientes, Pero, de momento, voy a intentar aproximarme a
lo que a mi entender está ocurriendo en nuestro entorno en
relación con el mundo del trabajo. Y a ese respecto, y vaya si lo lamento, lo
único que soy capaz de constatar es lo siguiente: ADIÓS PARA SIEMPRE AL MARCO
LABORAL DEL SIGLO XX.
Outsurcing. Bonita
palabra, ¿verdad? No, no la traigo a colación porque esté estudiando inglés,
como ya os conté, sino porque resulta que ese es el término que ha terminado
por imponerse para referirse a la externalización, que no es otra cosa que el
advenimiento del imperio de la subcontrata.
Cualquier empresa, la que
sea, tiene subcontratadas la inmensa mayoría de las actividades vinculadas con
su negocio a otras empresas, que a su vez hacen lo mismo, y así una y otra vez
hasta llegar al elemento unitario e indivisible del trabajo, que es el
trabajador. El autónomo, el Sr. Juan Palomo.
A finales del siglo XX,
los Sres. Palomo eran un grupo minoritario, justificado y circunscrito a
ámbitos específicos. Autónomo era el taxista dueño de su taxi, el fontanero del
barrio o el abogado del piso de al lado. Ahora, no. Ahora mismo, y al menos en
España, somos autónomos —de derecho o de hecho— la inmensa mayoría de los
trabajadores. Y ya sé que las estadísticas dicen que solo somos un 20% de la
masa laboral, ni más ni menos. Pero las estadísticas son lo que son, como ya
hablé en su momento en otra entrada de este blog, seguramente más divertida que
esta: La
diosa Estadística.
Cuando dicen que somos un
20% se refieren a que algo más de tres millones de imbéciles, como mi mujer y
como yo, estamos apuntados a una ventanilla en donde se nos exige pagar todos
los meses una bonita cantidad de euros (en nuestro caso ¡casi 350,00 € cada uno…!),
antes de haber facturado un solo euro, a cuenta de unas hipotéticas pensiones
que acaso nunca lleguemos a cobrar, según nos informan ciertos políticos que,
curiosamente, son amigos de los vendedores de seguros de pensiones. Y en el
caso de mi mujer es más que probable que, efectivamente, en su vida vea un solo
euro, pues “solo” lleva cotizando en España 12 años, y el día que se jubile a
lo mejor no ha alcanzado el mínimo que entonces esté establecido para tener derecho
a algo. Ahora, eso sí, o pasa por caja a primero de mes, o no trabaja.
Bueno, pues vale, un 20%
de imbéciles ¿Y el resto? Pues si quitamos al otro 20% de funcionarios públicos
(por mucho que estos sean también malos tiempos para ellos, desde aquí les digo
con todo mi corazón que son una envidiable casta sacerdotal), del otro 60% las
dos terceras partes son lo que yo llamaba “autónomos de hecho”, al margen de
cuál sea la ventanilla de cotización en la que estén inscritos. Explicaré el
concepto, y seguro que me entendéis.
Todo contratado temporal
es funcionalmente un autónomo. A mí, como autónomo que soy, me contrata la
empresa “x” para que le resuelva tal cosa, con el compromiso de hacerlo en dos
semanas. Lo hago, cobro, y hala, a buscar otro encargo. A ese otro trabajador,
con el que empezaba este párrafo, la empresa “y” le mete en su plantilla durante
quince días para resolver tal otra cosa. Lo hace, y a las dos semanas, lo mismo
que yo, ya tiene que estar buscando por ahí a alguien que le contrate de nuevo.
Las diferencias entre él y yo son de matiz, de en qué ventanilla tenemos que ir
a darle al Estado “lo suyo”; pero muy poco más. Ambos somos autónomos de hecho.
¿Y cuánto cobra un autónomo?
Pues exactamente su precio de sustitución: si alguien puede hacer lo mismo que
tú por un euro menos, y con nivel equivalente de prestaciones, el trabajo es
suyo. Hace mucho ya que quedó atrás el concepto de justiprecio, la posible justificación
del valor de las cosas. Nada de eso: si tú ofreces lo mismo por menos, pues para
ti. Todo lo cual conduce a una guerra sucia de todos contra todos, tirando los
precios hasta el límite de la subsistencia. Hace diez años, un jardinero podía
cobrar tranquilamente 18 o 20 € por hora de trabajo; pero la crisis del
ladrillo hizo desembarcar en el oficio a miles y miles de desesperados, de
manera que hoy en día nadie contratará por horas a un jardinero que le pida más
de 12 €.
(Y este soy, trabajando de
jardinero hace unos meses; actividad que alterno con la de asesor ambiental. Unos
días, reuniones, ordenadores e informes. Y otros, azadón, sudor y naturaleza;
cosa, esta última, que me encanta)
¿Hacemos una huelga, para
denunciar la situación anterior? ¿Contra quién, y por qué motivo? ¿No es caso
justo que el dueño de un jardín escoja, entre las ofertas disponibles, la que
le resulte más conveniente? Y lo de los jardines lo he puesto como ejemplo
porque lo conozco bien, pero vale absolutamente para cualquier gremio o sector,
por la ya referida subcontratación de la subcontratación de la subcontratación:
menos los “trabajadores clásicos”, con varias décadas de contrato en vigor, el
staf duro las grandes empresas y la casta sacerdotal del funcionariado público,
el resto somos todos autónomos de hecho y/o de derecho.
¿De qué me vale a mí que
existan los sindicados, o un convenio colectivo que establezca tales o cuales
condiciones? Trabajé durante quince años por cuenta ajena, entre 1984 y 1998, en
diversas empresas de medio ambiente y de ingeniería, y entonces sí que tenía
vigor mi convenio colectivo, y el movimiento sindical era una pieza clave en el
marco laboral de entonces. Anualmente, en “mi” convenio se fijaba la evolución
de mis remuneraciones, los horarios laborales, las vacaciones, etc. No es que
fueran cosas absolutamente fijas e inamovibles, pero sí referencias válidas
para concretar después con tus jefes lo que correspondiera.
Ahora, me resulta cómico
imaginarme explicándole a un potencial cliente que si le voy a cobrar tanto o
cuanto es porque así se establece en el convenio de mi sector, o que si la
entrega no se la podré tener hasta tal día es porque mi convenio me limita las
horas que le puedo dedicar a lo suyo ¿A sí? Pues hasta siempre: que pase el
siguiente. Y punto. Mi precio de sustitución por servicio equivalente, ese es
el único parámetro. Guerra a muerte con mis competidores, para dar lo máximo,
lo antes posible y al menor coste. Y se acabó.
En el paroxismo del
cinismo, a los autónomos se nos exige, además, que seamos pulcros hasta lo
paródico. Con menos cultismos y yendo al grano: se nos exige que cumplamos treinta
normas UNE y cuarenta ISO, que tengamos Seguro de Responsabilidad Civil,
Convenio con Mutua Laboral, que estemos titulados en Prevención de Riesgos, que
firmemos treinta documentos de aceptación de las Políticas de Empresa de cada
uno de nuestros clientes, que seamos respetuosos al máximo con el medio
ambiente y con todo lo imaginable, la prevención del maltrato animal, yo qué sé…
la lucha contra la xenofobia y el racismo, la defensa de la igualdad de
géneros, la beligerancia contra el machismo y la homofobia…
Tenemos que ser limpios, pulcros
y civilizados hasta rozar la caricatura. Eso, para que acepten mirarnos a la
cara. Entonces, nos hacen la pregunta clave: ¿Qué y por cuanto? Y si das la
respuesta correcta, el trabajo es tuyo. Y si no… pues a casa a reflexionar qué
has hecho mal, a revisar la vigencia de tus trescientos certificados y
acreditaciones; y, por supuesto, a rebajar tus precios.
La situación actual de
hecho, por mucho que haya un marco global teóricamente garantista (que al final
acaba enredando más que protegiendo: es de ahí de donde emanan las mil normas
de obligado cumplimiento que a nadie importa si se cumplen o no, la asfixiante
presión fiscal, etc.), se parece a un mercado medieval: tu llegas, pones tu chiringuito
en medio de la plaza y si a alguien de los que pasa por allí le gusta lo que
tienes, te lo compra; y si no, pues nada. Y mañana igual que ayer y que pasado mañana.
Como ya he dicho antes,
esto no es “al final”, sino “de momento”. Pero por lo que respecta a lo
laboral, no cabe duda de que no son los mejores tiempos.