No es que sea una
tendencia, es que hay unanimidad: GUERRA AL COCHE. El coche es un objeto
dañino, contaminante, egoísta, un lujo individual que no nos podemos permitir,
y todos los políticos que quieran seguir ahí no tienen otra que apuntarse a la
cruzada.
Vale, pues para no perder
la costumbre, el Poliedro se va a colocar en el ángulo contrario. Y no para
defender al coche como opción, sino para evidenciar su inevitabilidad, al menos
en esta fase de la evolución humana, como lo fueron en su día el caballo, y
antes el cuchillo, y antes aún el fuego.
Hay por ahí quien
argumenta que la guerra al coche es un invento del rojerío cool. La cosa podría
tener su lógica, pues quienes van contra el coche generalmente ensalzan el
transporte público, y esa dicotomía podría interpretarse como la eterna lucha
entre lo privado y lo colectivo, lo individual y lo social, la derecha y la
izquierda, trasladado al universo de la movilidad. Pero lo cierto es que va más
allá, porque si se mira un poco alrededor es fácil comprobar que las políticas
aticoche, sea al nivel que sea, no son patrimonio de ninguna orientación política,
sino un axioma de la modernidad. Si quieres estar a la última (y si no lo
estás, adiós a los votos, adiós al poder, etc.), guerra al coche. Valga como
ejemplo al alcaldesa eterna de mi pueblo, que es tan roja como una pera, y que
legislatura tras legislatura galopa hacia la peatonalización de su villa,
restringiendo al mínimo los espacios para los coches y agrandando los destinados
a los peatones, que hoy en día podrían acoger sobradamente a más del doble de
los que somos sus reales usuarios.
Mi alcaldesa, decía,
galopa a caballo de la ola de la modernidad, y ésta es dictada desde los
grandes centros de poder, en todos los sentidos, que no son otros que las
grandes ciudades. Allí se elaboran los modelos y desde allí se reparten las
consignas. Solo que, por increíble que parezca, nadie parece haberse dado
cuenta de que las grandes urbes, aunque concentren a mucha población (lo que
determinan que sean los motores de la humanidad), apenas representan una superficie
insignificante del planeta, y en ellas no vivimos ni la tercera parte de los
humanos. Ojito, que a nivel nacional me estoy refiriendo a media docena de
ciudades (Madrid, Barcelona, Sevilla, etc.), no a Cáceres o Santander. Y no
digamos ya a las localidades de quince mil habitantes o menos, que es por donde
yo ando. Está bien el concepto de “ciudadano” como individuo dotado de derechos
individuales emanado de la Revolución Francesa, pero es muy torpe equipararlo al
de “habitante de una ciudad”, cosa que yo creo que quedaría mucho mejor
definida como “urbanita”, término al que podría contrastarse el de “ruralita”,
que es lo que yo soy. Que es lo que somos más del 60% de los españoles: gente
que vive en el campo, ya sea en grupos de unos cientos o de unos pocos miles,
pero que, sin ninguna duda, no vivimos en una ciudad.
Yo fui urbanita desde que
nací hasta los veintitantos, y desde entonces soy ruralita. Voy a Madrid y a
otras ciudades con frecuencia, por motivos de trabajo o simplemente a
socializar. Pero vivir en una ciudad sería ahora para mí inconcebible. En ellas
el peso de lo artificial es absoluto, el planeta Tierra es apenas un lejano
sustrato imperceptible. Todo está construido, armado, acoplado a la escala
humana. Y además, gente a cascoporro, gente y gente y gente… y todo lo que eso
tiene de bueno, por las posibilidades que ofrece, lo tiene al tiempo de restrictivo
en lo referente a la libertad y la intimidad. Las ciudades. Sitios deslumbrantes
que visitar, donde hacer cosas... y de las que salir después corriendo.
Vale, pues el 99% de los
políticos con mando, los que dirigen el cotarro, son urbanitas. Peor aún, algo
más de un tercio de ellos son también funcionarios… Como suena (ya advertí que no
me iba a romper los cuernos buscando datos que avalaran mis argumentos, pero
el que quiera que lo compruebe, que es fácil). Y lógicamente, estos
funcionarios urbanitas legislan desde su perspectiva, que no es precisamente la
de los ruralitas no funcionarios, como yo y como la mayoría de sus compatriotas.
Manuela Carmena, (urbanita, funcionaria y roja), como antes Ana Botella y Ruiz
Gallardón (urbanitas, funcionarios y azules), y todos los anteriores alcaldes
de Madrid, fueron empujando siempre en la misma dirección, cada cual a su paso,
guerreando contra el coche, echándolo de la ciudad. Y lo más probable es que
hicieran lo correcto, que en las megalópolis del planeta el vehículo de
transporte individual no sea una opción. De todas ellas también se expulsó en
su día a los caballos, que habían sido los coches durante varios milenios, y la
idea fue acertada.
El problema no es que las
grandes ciudades se organicen eliminando a los vehículos automóviles
particulares como medio de transporte interno (por cierto ¿los urbanitas del
futuro tendrán prohibido tener coche, aunque sea para usarlo fuera de la ciudad?
Y si no es así ¿dónde los van a guardar, y por dónde los van a meter y a sacar?),
sino que las ciudades medianas intentan imitar a las grandes, y después las
pequeñas a las medianas, y al final mi pueblecito quiere parecerse a Madrid, se
lía a resolver problemas que no tiene y nos complica a todos la vida
gratuitamente.
La guerra al coche está
destinada al fracaso, porque el coche es libertad. Obviamente, los coches no
deberían funcionar a base de quemar dinosaurios y bosques de helechos,
disparate anacrónico delirante en pleno siglo XXI. Pero una cosa es exigir que
los coches dejen de contaminar, y ya estamos en ello, y otra que, de la mano de
la cosa, se satanice con carácter general al coche. “Le recomendamos que
utilice el transporte público” ¿No te jode…? A Madrid claro que voy en bus, y
allí claro que me muevo en metro. Pero en mi pueblo ¿cómo llevo a mis hijos al
colegio, cómo hago la compra, cómo voy a trabajar, sin coche? Si el planeta
entero, algún día, fuera una gigantesca ciudad que lo cubriera todo, obviamente
no tendrían sentido los medios de transporte individuales. Imágenes como esa,
que para mí siempre son distópicas, salen a menudo en películas futuristas. Pero
mientras no sea así, mientras los ruralitas sigamos existiendo, el coche, ya
sea eléctrico, o impulsado por algún otro sistema hoy en día inimaginable, ya sea
terrestre o volador, será una herramienta imprescindible para nuestra
subsistencia, como lo fue antes el caballo, y antes el cuchillo, y antes aún el
fuego…
Rematemos el asunto con
una broma genial que viene bastante al pelo, de mis admirados editores de elmundotoday: CARMENA INICIA LA PEATONALIZACIÓN DE MARTE