Me cuesta
escribir, cosa que no deja de ser curiosa. Esta cotorra, que no se calla ni
debajo del agua, y cuya única queja es siempre la falta de tiempo, ahora que le
sobra reconoce que le cuesta escribir. Y sospecho que la razón principal es
que, además de la pandemia que nos encarcela y nos mata, han surgido como
efectos secundarios otras mil, todas ellas cansinas, a las que no me apetece sumarme. Y resulta muy
difícil abrir la boca, o el teclado, sin acabar haciéndolo.
La
pandemia del optimismo compulsivo, seguros de que todo va a ir mejor, de que la
gente reaccionará para bien, y los gobiernos, las empresas, los partidos, las
naciones, todas las estructuras sociales del planeta aprenderán la lección y se
volverán más empáticas y solidarias.
La
pandemia de las habilidades manuales, quedando taxativamente prohibido dejar
pasar el tiempo sin sacarle algún brillante y sorprendente partido, ya sea
culinario, literario, musical, lúdico, místico, onanístico, da igual, lo que
sea, porque sin duda será algo enriquecedor e inolvidable que guardabas dentro
y que solo esperaba un momento tan maravilloso como éste para florecer.
La
pandemia del buenismo obligatorio, como si todos los días fuera Navidad o algo
así, y nadie pudiera resistir las ganas de llevarse bien con ese vecino… con el
que, si nunca congeniaste, era por algo.
La
pandemia de cultura súbita, el diluvio de sabios de todas las materias,
economía, microbiología, epidemiología, bolsa, derecho, demografía, seguridad,
globalización, climatología, historia, ingeniería industrial, todo lo
concebible e inconcebible, doctores cum laudem cuyas titulaciones se las han
firmado ellos mismos tras dos noches de insomnio colgados de la Wikipedia.
Es
como si la Tierra fuera un gigantesco trasatlántico que acabase de naufragar, y
cada cual con lo puesto, algunos en solitario y otros en familia, hubiéramos
acabado en nuestros botes salvavidas privados. Unos pocos —hay quien habla del
dos por ciento, otros del doble— no pudieron llegar a sus botes y se ahogaron.
El resto nos hemos salvado de momento; pero estamos absolutamente perdidos y en
el bote no hay ni mapas, ni vela, ni motor ni timón. No tenemos la más
remota idea de a dónde nos llevará la marea, qué habrá allí a donde lleguemos o
si una tormenta nos hará zozobrar por el camino. De momento tenemos
provisiones; pero tampoco sabemos si durarán toda la travesía. Y para no enloquecer,
inventamos juegos, elaboramos teorías del porqué del naufragio y planificamos
un futuro del que quedan excluidos los errores del pasado. Varios miles de
millones de botes fatigan estos días el océano planetario, cada uno con la
misma escena; matices aparte, que en el fondo son irrelevantes.
Desde
esa perspectiva, me da vergüenza escribir, lo digo en serio, porque al hacerlo
siento que le estoy dando la matraca a los ocupantes de los tres o cuatro botes
más cercanos al mío, a los que abrumo con mis floridos pensamientos por la
única razón de mi facilidad de palabra. Fuera de eso, mis sueños no son más
altos ni más sólidos que los de nadie. Y mi cacareada perspectiva aquí vale
bien poco, en medio de este uniforme e infinito océano de dudas.
Bajando
la voz, para no incomodar a nadie, tan solo comentaré que yo ya había estado en
algún que otro naufragio. Básicamente en tres: en una carretera, de la que salí
cojo de por vida; en una montaña, en la que aunque me maté, pacté con mi amiga
la muerte una prórroga, que aún disfruto; y en una relación eterna, que duró
algo menos de veinte años. En cada uno de esos naufragios la situación fue
ciertamente parecida a la de ahora: punto de inflexión, replanteamiento
absoluto de un futuro que ya no podrá parecerse a lo imaginado, inseguridad,
dolor, soledad, miedo… Hay naufragios mucho peores, estoy seguro, y el primero
que se me ocurre es una guerra. Vivir una guerra de las de verdad, en primera
persona, casi me da igual si como soldado o como víctima civil. No soy capaz de
imaginar nada más brutal y traumático. Frente a ese tipo de cosas, casi parece
obsceno tratar de hecatombes a los
vaivenes de mi vida que antes comentaba. Pero para mí, afortunado desconocedor
de lo que es un conflicto bélico, realmente lo fueron. Y salí de ellas, llegué
a tierra y continué camino. No necesariamente mejor persona, pero sin duda sí
más sabio y más sólido. Como dice el refrán, lo que no te mata te hace más
fuerte. Aunque supongo que todo tiene un límite, y es probable que los
supervivientes de una guerra tengan una visión diferente.
Lo
realmente desconcertante de este naufragio planetario es precisamente eso: su
condición de universal. Lo habitual, cuando alguien se caía por la borda, era
que se tratase de una historia íntima, que al margen de que terminase en el
fondo del mar o en alguna isla salvadora, no alteraba en absoluto el discurrir
del resto del mundo. Pero es que ahora parece haberse caído por la borda la
humanidad al completo ¿Es realmente así? ¿Este naufragio es realmente global…?
Pues, según lo pienso, ahora mismo, en vivo y en directo... creo que no.
Lo
que sin duda está siendo es un palo muy serio e imprevisto para la endiosada
civilización occidental, que se creía todopoderosa, y está comprobando que no
lo es. Su alcance final solo podrá medirse con perspectiva dentro de algunas
décadas, aunque me cuesta trabajo creer que se aproxime, ni de lejos, a lo que
supuso la Segunda Guerra Mundial. Aquella contienda duró siete años, costó
setenta millones de muertos y redibujó todos los mapas: EEUU y la URSS pasaron
a ser la primera y la segunda potencias mundiales, cuando antes de la guerra apenas
eran actores secundarios (bueno, EEUU no del todo; pero no quiero entretenerme
ahora en eso). Desapareció el Imperio Británico, el más grande de todos los
tiempos. El resto de grandes naciones europeas se quedaron en caricaturas de sí
mismas. Se acabó definitivamente la época colonial. La humanidad dio un salto
tecnológico sin precedentes. Esta pandemia no va a generar, ni de lejos, revoluciones
semejantes (luego revisaré esto, apuntando las hipótesis más extremas), aunque
sin duda sí mucho mayores que las que provocó la famosa crisis del 2008.
Aquella
crisis financiera, que en España fue inmobiliaria y llegó dos años después que
al resto el planeta, fue una auténtica conmoción. Acabó con millones de
empleos, incluido en mío, y además de rebajar sustantivamente el nivel de vida
de casi toda la población (aunque como en toda crisis, ciertas minorías se
forraron), desmontó el sueño global de la prosperidad infinita, del crecimiento
sin límites, de la mejora sobre la mejora como única expectativa imaginable
para nosotros y para nuestros hijos. Nada de eso. Fue un brutal fin de fiesta,
como si hubiese irrumpido la policía en un guateque de adolescentes, justo
cuando sacabas a bailar a la chica más bonita del pueblo. Todo eso. Pero solo
eso.
Ahora,
la desilusión es mayor, pues la globalización ha demostrado que
interdependencia es también fragilidad, y ya nadie está tan convencido de que
la disolución de las fronteras y la externalización urbi et orbi de todo, bajo
el único criterio de la rentabilidad, sea garantía de nada. Antes al contrario,
es incertidumbre. Ojalá hubiéramos tenido
cerca los medios, los recursos para afrontar imprevistos. Todo lo cual nos
arroja en brazos del nacionalismo. Y el nacionalismo, queramos o no, lo
justifíquemos o relativicemos tanto como queramos, el nacionalismo, es la
guerra. Lo dijo De Gaulle en otro contexto, pero la frase es tan precisa como
el “Eppur si muove” de Galileo: el nacionalismo es la guerra. Nada menos. Solo
con eso, ya estamos más que jodidos.
A
nivel práctico, esta hecatombe global va a doler más que nada de lo que ninguno con menos de setenta años podamos recordar. A título de ejemplo: para combatir la pandemia los viajes se
van a restringir tanto como se pueda durante el mayor tiempo posible, lo que
equivale a decir que el turismo queda en barbecho. Y el turismo es uno de los
principales, o acaso el principal, motor de la economía española, de manera que
congelar el turismo es equivalente a decirle a un árabe que deje de extraer
petróleo. Va a haber millones de parados, millones de familias pasándolo fatal,
y en cascada el nivel de vida de todo el país va a retroceder décadas. En cada
sitio la onda pegará a su modo. Pero aquí, con seguridad, va a ser como mínimo
diez veces peor que en 2008.
Y
estoy obviando el tema de la salud, propiamente dicha.
Todos
los países mienten, en lo relativo a contagios y muertos. Ya lo dije en la
anterior entrada: los muertos se cuentan mal, aposta, para que salgan los menos
posibles, y que los gobiernos así no queden tan retratados. Y los contagios son
solo un reflejo de las pruebas de detección realizadas: cuantas más se hacen,
más contagios se detectan. Solo como anécdota: estoy casi seguro de que los
cuatro que compartimos bote salvavidas ya hemos pasado el virus, hace casi dos meses (sería largo y
anecdótico contar nuestros recientes y atípicos episodios gripales), pero no
hubo pruebas y no podemos saberlo. Según hipotetizan los expertos, es probable
que el nivel de contagios real sea, de media, un 85% mayor que el de caso
detectados. Nada menos
Y
con respecto a los muertos, es probable que los realmente producidos por la
pandemia sean el doble de los declarados. En España, a mediados de abril del
2020, unos 35.000. En USSA, 50.000. Si estamos a mitad de proceso, cuando se
acabe esta envestida, para finales de verano, los contagiados declarados en el
mundo serán unos diez millones (los reales serán, como mínimo, más de
cincuenta), y un millón de muertos (aunque pasarán de dos). Siendo tremendas,
son cantidades irrisorias si se comparan con las víctimas de la gripe de 1918,
o de la Segunda Guerra Mundial.
Voy
a intentar resumir qué es lo que creo más probable que acabe finalmente pasando,
por lo que respecta al primer mundo. En el segundo mundo las cosas serán
parecidas, pero con importantes matices (sigue pendiente, para una próxima
entrada, analizar la situación de Brasil, que puede ser extrapolable a una
buena parte del planeta). Y en el tercero, esta pandemia solo se sentirá por
las implicaciones económicas derivadas del seísmo sufrido en los países ricos:
tendrán menos turistas, caerá la demanda de sus productos, etc.; pero a efectos
sanitarios, la cosa será tan irrelevante para ellos como debió serlo la salud
bucodental para los prisioneros de Auschwitz.
Vamos
con ello (¿lo veis? Ya estoy haciendo de experto espontáneo, saltando sin red.
Me exculpa, si acaso, vuestro y mi aburrimiento…):
-
Para el verano, y con las cifras reales y oficiales de víctimas que antes
señalaba, se relajará progresivamente el confinamiento. Pero no las fronteras,
al menos hasta el año que viene, por lo que las economías de las tres cuartas
partes del planeta caerán en picado. En los países más endogámicos, tipo China,
el PIB caerá hasta un 5%. En los más interdependientes, tipo España, entre el
10 y el 20%. La recuperación será explosiva, a partir de los dos años desde el
inicio del desastre; pero las cunetas habrán quedado sembradas de todo tipo de
cadáveres.
- En
invierno de 2020 nos estarán haciendo a todos pruebas serológicas obligatorias,
que confirmarán que el virus ya ha visitado a un porcentaje tremendo de la
población, acaso entre el 20 y el 40%. A los agraciados se les repartirá algo
parecido a un “carnet de inmune”, y se les permitirá llevar una vida
aproximadamente normal (el ocio y los espectáculos de masas seguirán
prohibidos, y las fronteras cerradas), y al resto se les tendrá medio al
ralentí, y bajo estrecha vigilancia.
- El
sugerido “carnet de inmune” probablemente sea una aplicación en tu móvil
(herramienta de la que estará prohibido alejarse), que vincule tu identidad y
tu imagen a un código QR, que posibilite tu reconocimiento facial. Por cierto,
a cuenta de la seguridad y la salud, despídete de lo que te pudiera quedar de
intimidad: eso es historia, como la quimera de la protección de datos.
Desde ya y hasta siempre, eres y serás absolutamente transparente. La distopía de Gattaca
empezará a hacerse realidad. Y que viva el Gran Hermano.
-
Surgirán rebrotes por aquí y por allá, pero serán controlados mucho mejor: porque
en las residencias de ancianos las cosas ya no serán jamás como antes; porque
los más vulnerables ya estarán muertos; porque habrá disponibles antivirales
que reducirán sustantivamente la letalidad del virus; y porque las medidas
radicales de cuarentenas y aislamientos se aplicarán sin oposición ni
reticencias.
-
Para el verano de 2021 ya tendremos vacuna, y se vacunará obligatoriamente a todos los que carezcan
del carné de inmunidad.
A
partir del otoño de 2021, el mundo estará ya en otra fase… que me da vértigo
intentar imaginar, si miro más allá de las tremendas fiestas que todos
organizaremos (bueno, solo aquellos que aún conserven algunos fondos o crédito), y de la pasión viajera que recorrerá el planeta. Las
incertidumbres son muchísimas, los cambios de paradigma están garantizados, y
los riesgos de que la cosa acabe en distopía, lamentablemente son elevados.
Citaré apenas tres, no muy tranquilizadores, en orden de malo a peor:
1ª) O
la Unión Europea pisa el acelerador a tope, se deja de idioteces y se embarca
en pasos decisivos hacia la creación de algo parecido a unos Estados Unidos
Confederados de Europa, unificando la sanidad, la fiscalidad, el derecho laboral, los ejércitos, etc., de sus países miembros, o la gente va a terminar de desengancharse
del invento. O de aquí se sale con mucha más Europa, o dentro de dos años en
Francia gobierna la Agrupación Nacional, en Italia La Liga y en España Vox.
2ª) La
fragilidad de occidente ha demostrado que se han tendido en poca consideración
los efectos secundarios de la globalización. Y la antiglobalización, casi
inevitablemente, conduce al nacionalismo ¿Alguien recuerda lo que dijo De
Gaulle al respecto…?
3ª) La
pandemia ha surgido en un contexto de guerra comercial China-USA. Cuando todo
esto acabe, es evidente que Estados Unidos solo serán primera potencia mundial desde
el punto de vista militar, y la única manera de recuperar su hegemonía global será
haciendo uso de ese poder. Conviene recordar que EEUU, casi como costumbre
histórica, se ha inventado siempre que lo ha necesitado casus belli para desencadenar
conflictos, o justificar su participación en ellos. Esto no es una soflama
antiyanqui, es pura historia, que hasta ellos mismos reconocen. Y no me estoy
refiriendo a la autovoladura del Maine en 1898, excusa que sirvió a Estados Unidos
para arrebatar a España Cuba y Filipinas y sobre la que, ignoro por qué, aún
parece haber cierta controversia. Hay casos mucho menos ambiguos, reconocidos
por los propios americanos, como el denominado “Incidente del golfo de Tonkin”,
enfrentamiento inventado que jamás ocurrió y que sirvió de excusa para la
participación de EEUU en la guerra de Vietnam. Si irnos tan lejos, ¿recordáis
el cuento de las armas de destrucción masiva de Saddam Husein, que se esgrimió
como argumento para la invasión de Irak? Pues bien, si los americanos quieren,
argumentar que el covid-19 ha sido un ataque biológico chino premeditado les
costaría menos que nada, ya que todo en torno a esta pandemia está lleno de
sombras, y los convencidos de esa versión se cuentan por millones; y no solo
entre los conspiranoicos compulsivos. Según esa teoría, la Tercera Guerra
Mundial está a punto de terminar, y la va a ganar China, con apenas algunas
decenas de miles de muertos (diez veces lo reconocido), por fuego biológico
amigo. Si EEUU quiere salir del pozo, no le queda otra que desencadenar la
Cuarta Guerra Mundial, de carácter nuclear, único territorio en el que es
netamente superior. Pero ¿se puede ganar una guerra nuclear abierta? ¿Qué
precio es aceptable, para interpretar que has ganado?
Madre
mía, y eso que me daba vergüenza escribir…
Bueno,
ahí lo dejo. Aún me quedan varias semanas a la deriva, antes de que se nos permita
desembarcar de nuestros botes, quién sabe dónde. Reconozco que esta baza me ha
pillado en una situación laboral muy diferente a la de la crisis del 2008.
Entonces, mi trabajo estaba vinculado a la obra pública, por lo que recibí el
impacto con la misma fuerza con la que lo están recibiendo ahora los actores o
camareros. Ahora, trabajo vinculado a energías renovables, por lo que es
probable que, al menos fuente de sustento, no nos falte. Pero eso no me hace
inmune –qué raro suena ahora y aquí ese término ¿verdad?– al resto de las
consecuencias del marasmo global que vamos a encontrarnos. Vienen tiempos duros
para todos. Muy duros, sin duda.
En
todo caso, ojalá acierte en mis vaticinios de la primera parte: “para finales del 2021, todos inmunes o
vacunados y consumiendo como posesos”; y falle en la segunda: “antiglobalización, nacionalismo y riesgo de
guerra nuclear mundial”.
A la próxima, lo prometo, hablaré de Brasil. Y
sin vergüenza. Dejo como anticipo una imagen de su patético presidente, una
parodia de Sr Trump… quien ya es en sí mismo otra parodia.
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