Estamos todos más que calentitos, y yo
el primero, a cuenta de las inminentes elecciones autonómicas catalanas, que se
han convertido finalmente en el plebiscito que los independentistas pretendían.
En medio de ese fárrago todo son cruces de sables verbales, ensalzamientos de
las patrias, poesías varias entremezcladas con sueños y vaticinios, así como
análisis históricos y políticos de lo posible y lo imposible.
He intentado eludir los excesos de
frustración y bilis acudiendo al humor, a la parodia. Por debajo del sarcasmo
supongo que lo esencial de mi perspectiva habrá quedado más que en evidencia.
Pero ahora, y dando fe de mi condición de poliedro, me gustaría echar una
mirada al asunto desde un nuevo ángulo puramente ontológico —esto es: relativo
al ser— que pienso apenas se ha
tenido en consideración y podría ayudar a aclarar algunas ideas.
La cosa, a pesar del cultismo anterior
(intuyo que a más de uno lo de “ontológico”
le habrá hecho temerse que se avecinaba un laberinto de palabros insondables),
es en realidad bastante sencilla: todo este lio parte de considerar el asunto
como meras dificultades de relación entre dos naciones: España y Catañuña. La
cosa, para algunos, podría equipararse a un matrimonio en crisis, y las
posibilidades son la reconciliación (vía reforma de la Constitución), o el divorcio
(secesión); alternativa, ésta última, para la que caben igualmente dos opciones:
divorcio de mutuo acuerdo (independencia pactada), o contencioso (declaración
unilateral de independencia), que aunque siempre es más doloroso no deja de ser
viable, y acaso inevitable, si las diferencias entre los cónyuges son
insuperables y uno de ellos se empeña en no aceptar la separación.
A mi entender la metáfora anterior,
por poética y estéticamente tentadora que pudiera parecer es absolutamente
equivocada, porque España y Cataluña no son realidades equiparables, no son
entes de la misma naturaleza. Para nada. Y no digo con esto que una sea
superior a la otra: es que son cosas que pertenecen a distintos niveles de la
realidad. Puestos a buscar metáforas, yo diría que el absurdo conflicto que
enfrenta a Cataluña con España sería mucho más parecido al que pudiera
enfrentar a mis pulmones con el resto de mi cuerpo, o a la raza negra con el
resto de la humanidad. Y lo digo por un simple y elemental hecho que parece ser
sistemáticamente olvidado: ESPAÑA ES LA SUMA DE SUS PARTES Y LAS SINERGIAS QUE
DICHA SUMA GENERA, NO UNA REALIDAD DIFERENTE.
La primera vez que entendí la anterior
obviedad fue, precisamente, oyendo a Jordi Pujol, hará veinte años, cuando aún
era Honorable (con toda probabilidad ya robaba, pero no se sabía), y aunque no
recuerdo la frase exacta, decía más o menos así: “la única manera que tengo de ser español es siendo catalán”. Pues
claro: no se es español en vez de catalán, o andaluz o extremeño: no existe “lo
español” sino como suma, mezcla, fermentación y fruto de todo lo anterior y del
resto de gentes, tierras, costumbres, culturas e historias de este rinconcito
del mundo. Y si alguien no está de acuerdo, que me diga, ¿qué es
intrínsecamente español?, ¿la paella?: ¡eso no es español, es valenciano!; ¿las
sevillanas, el flamenco?: ¡eso tampoco es español, sino andaluz! Pueden
buscarse tantos ejemplos como se quiera, y el resultado siempre es el mismo. El
cocido lo que es es madrileño, y el jamón salmantino —bueno, o de Huelva,
Teruel y varios rincones más— y Picasso malagueño, Julio Iglesias gallego,
Nadal menorquín, Fernando Alonso asturiano, Gasol y Miró barceloneses… ¿Quién o
qué es aquí español, y solo español, sin ser además de otro sitio?
Claro que Cataluña puede escindirse de
España: acabando con ella, como yo dejaría de ser yo si me privan de mis
pulmones, y la humanidad dejaría de ser tal cosa si quedasen excluidos esa
cuarta parte de la misma a la que denominamos “negros” (para un biólogo ese
concepto de raza es una burrada comparable a llamarle pez a un delfín… aunque
ya trataremos eso en otro momento). Habría que buscarle otro nombre a esa “España
sin Cataluña” y crear otro Estado diferente, como diferente es Rusia de quien
fue la Unión Soviética. Puede pasar, no hay duda ¿Dónde están Checoslovaquia,
Yugoslavia, el Imperio Otomano, Roma, Cartago…? Los estados nacen, frutos de
tesón e intereses —y casi siempre a sangre y fuego— viven durante un tiempo, y
al final se los lleva el viento de la historia. A España le acabará pasando lo
mismo, ya sea dentro de otros quinientos años o cuando corresponda.
Solo que una parte de los catalanes,
pongamos que la mitad más uno (es decir 3.500.001 personas, que no son pocas,
aunque sólo supongan el 7,5% de los 47 millones que sumamos los españoles
todos, ellos incluidos), quieren que eso ocurra ya mismo. Es una opción, ya
digo. A mí me parece una pésima idea, aunque acepto que a otros no.
Pero lo que me parece inaceptable es
la sarta de disparates con la que adornan su propuesta. Y el más grande de
todos no es que afirmen que les aguarda un futuro idílico e inminente (con
suerte, sólo podrían llegar al improbable Parnaso que persiguen dentro de tres
generaciones), sino que pretenden que todos aceptemos que lo único que quieren
es “que los españoles sigamos a lo nuestro, y que les dejemos a los catalanes ir
a lo suyo” Pero, ¿DE VERDAD NO SE HAN ENTERADO DE QUE “LOS ESPAÑOLES QUE SÓLO
SON ESPAÑOLES Y NADA MÁS QUE ESPAÑOLES”, NO EXISTEN?
Frente al disparate anterior, el resto
de tergiversaciones históricas y de negaciones de la realidad me parecen poco
menos que irrelevantes. Aunque no me resisto a reseñar al menos una, que es de
calado:
Declararse unilateralmente
independiente es menos que nada. Es como que uno se declare a sí mismo genio, o
profeta: si no hay complicidad, si el resto no hace coro, lo acepta, asume y te
trata como tal cosa, ni eres profeta, ni genio, ni independiente ni nada de
nada. Dicho lo anterior, ¿quiénes creen que los aceptarían como nuevo Estado, unilateralmente
declarado? La España mutilada, a la que le quieren arrebatar además otra buena
porción (las Baleares, la Comunidad Valencia, parte de Aragón…), sin duda
jamás. Francia tampoco (¡pero si también pretenden anexionarse el Roussillon…!).
El resto de los socios de la UE sin duda seguirían su ejemplo, pues casi todos también tienen tensiones territoriales que no querrían ver alentadas; y
además no son idiotas y saben que una UE de trescientos estados sería inviable.
Los aliados más firmes de los países europeos y de la UE tampoco querrían
meterse en líos gratuitos, de modo que darían un paso atrás. Y del resto de los
países del mundo, ¿quién tendría nada que ganar frente a lo mucho que arriesgarían,
enfrentándose a todos los anteriores? En definitiva, ¿qué país del mundo
saldría a abrazarlos y darles la bienvenida? ¿Corea del Norte? ¿La República
Bolivariana de Venezuela? (sólo por tocar los cojones, les creo capaces) ¿El
Estado Islámico? (otro tanto).
Es probable que si todos estamos tan
inquietos sea porque nos tememos que toda esta payasada, además del daño inherente
a la inestabilidad que ya está haciendo, va a terminar con una
frustración y un cabreo tan monumental que podría incluso dar lugar al
nacimiento de una ETA a la catalana. Pero las posibilidades reales de que Cataluña
se independice por las bravas de España, lo que equivale a decir que la
desintegre y liquide, son en la práctica inexistentes. Lo cual no impide que lleguemos
a ver episodios pintorescos y esperpénticos, tipo actos solemnes de Declaración
Unilateral de Independencia, cuya trascendencia real será equivalente a que yo
me suba a un taburete en la plaza de mi pueblo y proclame que soy la
reencarnación de Jesucristo.
Imagino que ya seré objeto de odio
eterno y merecido por parte de todos los “nacionalistas”. Pero voy a ponerle
una guinda más aún al pastel, que lo mismo me acaba costando también el odio de
los “españolistas”: sin pretender ahora establecer falsas equidistancias, lo
que me parece neolítico y destinado a la extinción —al margen de que aún puedan
faltar siglos para que ésta se materialice— es el propio concepto de “nación”.
Yo amo a mi mujer, a mi familia, a mi gente, mi tierra. Por lógica, y porque comparto
con él muchas más cosas, me siento más cercano de un señor de Lleida que de
otro de Múnich, y más de los muniqueses que de los ciudadanos de Tokio, de los
que a su vez me siento más cercano que de yanomamis o bosquimanos. Pero no
soy capaz de sentir un amor arrebatado por “lo madrileño” que me mueva a
defenderlo a capa y espada frente a “lo segoviano” (o sea, los vecinos); sentimiento
que puede extenderse a “lo español”, que no me arrebata tanto como para acorazarme
frente a “lo europeo”; etcétera, etcétera, etcétera.
Por supuesto que me gusta Madrid, la
Sierra de Guadarrama y España; pero estoy convencido de que eso es así porque
es lo que mejor conozco y con lo que más fácilmente me identifico. Mi sueño, mi
Imagine particular, es que España se
acabe disolviendo en la Unión Europea, y que ésta haga lo propio algún día en
la Unión Planetaria, como ya se disolvió milenios atrás el clan de mis
ancestros en otro aún mayor, y este en algún proto-estado, el cual acabó integrado
en un estado mayor, y así sucesivamente hasta alumbrar Castilla, y luego España.
Ese es el camino que ha venido siguiendo la humanidad, a todos los niveles, y
me da igual que cuatro o cuatro mil millones de personas voten lo que quieran,
o que cuatrocientos premios Nobel firmen el manifiesto que se les antoje: el
nacionalismo es palos en las ruedas, cuando no abiertamente pasos atrás en el
desarrollo evolutivo de la HUMANIDAD.
Os dejo con una imagen de mi país ¿A
que es bonito?