lunes, 7 de septiembre de 2015

Si cumples todas las normas... ¿en serio crees que estás a salvo?

Somos muchos, muchísimos: según http://www.worldometers.info/es/, a las 09,25 h del siete de septiembre de 2015 —GMT +01— este planeta cargaba con 7.365.312.459 primates como tú y como yo (justo antes de colgar esto actualizaré el dato, y ya veréis qué barbaridad). Además nuestro comportamiento es extraordinariamente complejo, de modo que no nos queda otra que vivir en un mar de leyes, reglas y normas de comportamiento que afectan absolutamente a todo. A veces —doy por supuesto de que ninguno de vosotros es legislador de profesión— un primer impulso nos mueve a considerar a tales cosas mecanismos ajenos y castradores, artilugios organizativos que “alguien” puso ahí para su propio beneficio y nuestra desgracia. Pero obviamente no es así: todo el aparato organizativo y regulador de nuestra sociedad no es sino una suerte de excrecencia colectiva, uno de los frutos supremos de nuestra especie. Recordad que a ese legislador que antes citaba, y que seguramente no me leerá, fuimos nosotros los que le pusimos ahí, de forma directa o indirecta, y junto con el resto de sus colegas dedica su vida a revisar y afinar constantemente todo el armazón legal que articula nuestra convivencia, con el único objetivo de que ésta sea globalmente mejor.


Y hasta ahí, nada que objetar.
Peeeeero… (el Poliedro, siempre con sus peros), resulta descorazonador comprobar lo asentada que está la infantil idea de que, si pasa algo, lo que sea, o bien se debe a que alguien no cumplió correctamente las normas, o a que la norma correspondiente no estaba bien diseñada.
Un médico actúa para sanar, y no puede encogerse de hombros si se le muere un paciente. Pero sabe que la muerte no es ninguna clase de fracaso personal o del sistema sanitario, sino una consecuencia natural de estar vivo. Su trabajo consiste en posponer su llegada —me refiero a la de la muerte— dando al tiempo la mayor calidad de vida posible a la gente; pero sin caer en la soberbia idiotez de atribuirse la responsabilidad de garantizar a nadie la vida eterna.
Pues lo anterior no parece valer para casi ningún otro ámbito, y tácitamente, se acepta que la lógica aspiración colectiva es que llegue el día en el que no haya ni un solo accidente más, ni de tráfico, ni laboral, ni de ninguna clase. Saldo de la violencia de género, cero. Ascoso escolar o laboral, cero. Ni un solo percance más en encierros (si no se prohíben antes), ni una sola pelea en las fiestas de ningún pueblo. Ni un ahogado en todo el verano. Ni un incendio forestal. Una suerte de paz beatífica cubriendo la totalidad del universo, un lugar perfecto, armónico, seguro e infalible.
Lo dije el otro día, a propósito de lo de centrar la atención en las mafias que trafican con personas —problema que sí podemos vislumbrar cómo atajar— en lugar de hacerlo en las causas de las avalanchas migratorias —tema mucho más complejo— y esto creo que guarda estrecha relación: no es que el Gobierno Mundial en la Sombra alimente la infantil idea de que el grotesco Parnaso al que me refería en el párrafo anterior sea realmente alcanzable; es, simplemente, que las propias normas sociales llevan implícita su presunta infalibilidad. Sólo así, y por eso, son aceptables y aceptadas.
Si las normas de tráfico fuesen opinables, si cada uno pudiera decidir en cada cruce a quién le corresponde la prioridad, la norma en cuestión ya no serviría para nada, de modo que no queda otra que aceptar el código al completo, sí o sí, amén Jesús, nos parezca lo que nos parezca este o aquel detalle del mismo. Aceptamos la regla, la aplicamos, y exigimos a cambio lo que la regla nos ofrece: seguridad, que en este caso sería la prevención de accidentes. El mecanismo se interioriza, se vuelve automático, se extrapola y se generaliza de forma intuitiva ¿Acaso las normas de tráfico, todas juntas, no están destinadas a evitar cualquier tipo de situación de riesgo, y en consecuencia, cualquier posible accidente? Entonces, si todos cumplimos todas y cada una de dichas normas, de forma rigurosa, ¿cómo iban a producirse accidentes? ¡No habría ninguno…! Ahí está, ya lo tenemos: lo razonable es aspirar a que, algún día, cuando las normas sean suficientemente precisas y todo el mundo las cumpla a rajatabla, llegue a haber cero accidentes de tráfico ¿Y porqué quedarse en el tráfico? El razonamiento podría aplicarse igualmente a la navegación aérea, a la marítima, a cualquier actividad laboral… o directamente, a cualquier actividad humana.
Lo anterior, que parece uno de esos silogismos/trampa que acorrala nuestra razón, se desarma sólo por la base, como bien saben los médicos (que por eso luchan a favor de la vida, pero no en contra de la muerte): el problema no son las normas, sino todo lo demás, ya que ni el hombre ni nada del resto de la realidad que le circunda es discreto, digital, síes y noes, ceros y unos (bueno, ya sé que eso no es verdad ni a nivel informático ni a nivel cuántico, pero eso ahora resulta irrelevante) Cada persona es única, y además distinta de quien era ella misma un momento antes, de modo que es imposible establecer ninguna clase de norma (distancia de seguridad, velocidad, señalización, lo que sea), aplicable con carácter universal. Y además al resto del universo le pasa lo mismo, pues tampoco son iguales nunca dos amaneceres, dos olas o dos piedras. En definitiva: las normas son idealizaciones generalistas que cubren la mayor parte de los supuestos… pero jamás todos.
La necesidad de las reglas no es opinable, ya lo decía al principio: tan imprescindible para definirnos es nuestro Código Genético como nuestro Código Civil. Y el hecho de que las reglas se revisen y afinen constantemente (acompañado las mejoras tecnológicas, la aparición de nuevos problemas, etc.), es sin duda una buena idea. Pero una cosa es eso, y otra perder la perspectiva de lo que éstas en realidad son y exigirles infalibilidad, que viene a ser lo mismo que pedirle la inmortalidad a nuestro médico. Yo, personalmente, estoy más que harto de ver cotidianamente situaciones como las siguientes:
  • Cada vez que hay un accidente de tráfico se va de cabeza a ver qué había bebido el conductor, quién no llevaba el cinturón, quién estaba hablando por el móvil… y si no concurren ninguna de dichas circunstancias, se queda todo el mundo perplejo... hasta que algún iluminado propone algún cambio de la normativa: reducir más aún la velocidad, prohibir que los conductores oigan la radio, etc.
  • Cada vez que hay un incendio se busca al correspondiente pirómano; y si es incontestable que no lo hay y que aquello ocurrió por causas naturales, se arremete contra quienes no “limpian el monte” (no me voy a poner ahora el uniforme de ecólogo, pero creedme que el sotobosque y la hojarasca no son “suciedad”), se lamenta lo infradotados que están los medios de extinción, etc.
  • Cuando alguien se ahoga en una playa se analiza sistemáticamente qué hizo mal el ahogado, si no respetó las banderas, si estaba donde no debía, si no había hecho la digestión… Si no se encuentra culpa obvia en la víctima, se arremete contra los socorristas. Y si por ahí tampoco se consigue nada, pues de nuevo perplejidad, y a buscar soluciones normativas: acotar más las zonas para el baño, mejorar los medios técnicos de los servicios de socorro…
  • Todos los casos de Bullying escolar o laborar tienen indefectiblemente los mismos culpables (además de sus responsables directos): los profesores o jefes que no lo detectaron a tiempo o que no actuaron con diligencia; los compañeros que otro tanto… Por lo demás, las leyes que afectan a este tipo de cuestiones siempre están en entredicho, planeando constantemente sobre ellas su posible endurecimiento.
  • Con los casos de maltrato y de violencia de género, igual: la culpa (además, obviamente, del propio agresor), siempre es en parte de la víctima, que no denunció; o de las autoridades, que no se tomaron en serio su denuncia; o de los vecinos, que no prestaron atención a lo que estaba pasando o que no actuaron a tiempo… También a este respecto las modificaciones normativas más restrictivas están siempre a la vuelta de la esquina.
Podrían ponerse mil ejemplos más: accidentes de montaña, naufragios, accidentes deportivos… Siempre el mismo proceso: lo primero es cazar al culpable, que con toda probabilidad será la propia víctima, que no cumplió correctamente con la totalidad de las normas. Y si la cosa no está clara se arremete contra la norma, que obviamente no estaba a la altura, porque de haberlo estado y haber sido correctamente observada, el accidente nunca se habría producido. Retorciendo la realidad un poco —si no queda otra, pues se retuerce y ya está— es casi imposible no dar con alguna clase de temeridad, negligencia o relajo en la aplicación de la norma que permita cargarle la culpa a algo o alguien, para que todos podamos irnos a la cama tan contentos.
Porque ese es el verdadero quid de la cuestión: que todos podamos acostarnos contentos, confiados, seguros de vivir en una maravillosa manada que dispone de reglas para absolutamente todo, y cuyo cumplimiento nos hace invulnerables. Al que le pasó algo, es porque algo hizo mal. Si yo no piso ni una vez fuera de la raya, nada puede pasarme.
El pensamiento anterior es afirmado una y otra vez, desde todos los ángulos. Estuvo en la base de la educación que recibiste y está en la que impartes a tus hijos, aunque lo más probable es que nunca hayas reparado en ello. En el colegio te machacaron con lo mismo, y desde todas las administraciones, entidades políticas y de cualquier otro tipo, jamás han dejado de hacerlo: cumple las normas y todo irá bien. Esa es, unánimemente, la regla número uno de todas las sociedades. Después, cada cual te dirá cuál es la norma correcta, y las reglas podrán variar incluso notablemente según las perspectivas de unos y otros; pero el mandamiento básico de su obligado cumplimiento, no.
Así de libres somos.
Ojo, que no estoy haciendo desde aquí un llamamiento general a la desobediencia civil. De hecho yo suelo cumplir las normas; sobre todo las que tienen que ver con el respeto a los demás. Pero lo que no hago es engañarme pensando que estoy, básicamente, a salvo. No, todo lo contrario: sé que no lo estoy, y esa vulnerabilidad, ese saber que el azar y lo imprevisible está permanentemente ahí me ayudan a saborear intensamente esta vida, de la que también sé que por fortuna ya llevo más de media, pues la idea de la eternidad personal me aterra: ¿cómo puede alguien quererse tanto como para desearse una duración ilimitada? Menudo cansancio y menudo aburrimiento, ¿no…?
Sí, amigos, si: el azar está ahí, y es imprescindible. Tomar precauciones es razonable, pero creerse invulnerable por hacerlo, infantil. El que no quiera escalar que no lo haga, y el que decida hacerlo que primero aprenda, y que use siempre cuerda y casco… cosa que no anulará el riesgo real de despeñarse, cumpla las normas que cumpla. Por cierto que yo ya lo hice: me despeñé, sin duda gracias al azar, y gracias también al azar aquí me tenéis, para contarlo y para continuar perturbando vuestros sueños.
Cuelgo esto en mi blog a las 14,25 del mismo día 7 de septiembre. La fuente del principio dice que ya somos 7.365.357.769. O sea, cuarenta y cinco mil más que hace un rato (como nueve mil congéneres más por hora). Eso sí que es una auténtica bomba de relojería... como ya abordaré en otro momento.

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