Por aquello de tener más de hormiga
que de cigarra, el ahorro está incrustado en nuestra memoria genética como una
verdad absoluta y universal. Su aplicación, sin duda, le permitió a nuestra
especie sobrevivir durante la era glacial, y prosperar meteóricamente desde el
neolítico hasta nuestros días. Pero como sucede con tantas otras cosas, como la
empatía o el altruismo, aunque el concepto sea en sí mismo valioso —desde el
punto de vista evolutivo— e indisociable de nuestra naturaleza, su
sacralización acaba desembocando en situaciones disparatadas. Vayamos a un
ejemplo palmario: el agua.
El agua (que en el universo abunda
hasta decir basta, como vamos comprobando), es uno de los componentes
esenciales de este planeta, y a nivel global, no puede ni gastarse ni
ahorrarse, se intente lo que se intente. Tírela usted para arriba, y acabará
cayendo. Entiérrela tan hondo como quiera, que, más tarde o más temprano
acabará saliendo. ¿Han oído hablar del ciclo hidrológico, cuya versión poética
más lograda es sin duda “mi
agüita amarilla”, de Toreros Muertos”? Pues eso.
Dos teorías intentan explicar de dónde
salió el agua de la Tierra. La más antigua postula que se formó en el interior
del planeta, por reacciones a altas temperaturas entre átomos de hidrógeno y
oxígeno. Otra teoría más reciente defiende que procede de las aportaciones de
intensas lluvias de asteroides. Al final parece ser que las dos están en lo
cierto, y que nuestra agua tiene ambos orígenes. En todo caso, desde que acabó
el periodo de formación de la Tierra, hace cosa de 4.000 millones de años, el
volumen total de agua en este planeta se ha mantenido sin variaciones
significativas entorno a los 1.386.000.000 Km3; cantidad que daría
como para cubrir toda la superficie del globo terráqueo —si éste fuera liso—
con una capa de casi tres kilómetros. No es poca.
Circunstancialmente puede tener toda
la lógica del mundo ahorrar agua, como cualquier otro recurso vital, cuando éste
escasea. Si me abastezco de un único pozo y no tengo alternativas, deberé ser
cuidadoso para no agotarlo ni ensuciarlo. Pero a nivel global, EL AGUA NO ES UN
BIEN ESCASO: ES INAGOTABLE.
También es una rotunda estupidez eso
de que “el agua está mal repartida” ¿También están mal repartidas las montañas?
(pobrecitos los holandeses, sin ninguna, mientras a los suizos les sobran) ¿Y
las costas? (todos los veranos los madrileños comprobamos que, vaya vaya, aquí
no hay playa).
Obviamente, los problemas son de
planificación. Si queremos, podemos convertir el desierto de Almería en la
huerta de Europa; pero para hacerlo tendremos que asumir el costo (económico,
ambiental, etc.), de llevar hasta allí el agua que no hay —y que nunca hubo— trayéndola desde donde sea, sin venir con el cuento de que nos vemos
obligados a hacerlo “porque el agua está mal repartida”. A mí me parece más
razonable ir a esquiar a Suiza y a bañarse a Barcelona, en lugar de construir
pistas de esquí artificiales en Holanda o un canal que haga llegar el Mediterráneo hasta
Aranjuez. Pero poderse hacer se podría, y no para corregir el “mal reparto” en
el que incurrieron Dios o la Historia Natural de nuestro planeta, sino porque
somos monos testarudos a los que le encanta modificar nuestro entorno.
Que conste que despilfarrar por
despilfarrar, incluso aunque se trate de un bien que no es escaso, es una
actitud idiota de nuevo rico o de niño glotón, abiertamente reprobable. Y no ya
por la posible pérdida de algo que crees que te sobra y que lo mismo más
adelante podrías necesitar, sino por las propias consecuencias emocionales e
incluso espirituales de ese acto: malgastar es despreciar, no dar valor, dejar
una huella desproporcionada y negativa de tu paso por la existencia. Es
empobrecer tu entorno y empobrecerte a ti mismo. Pero una cosa es eso y otra
ahorrar compulsivamente, por principio y sin criterio; perspectiva que es casi
tan idiota como la anterior y que además te vuelve totalmente manejable: una
vez conseguido que la gente crea que el agua es un bien escaso y no renovable,
que para colmo malgasta, queda abierta la puerta para subir a voluntad tasas,
impuestos, privatizar en aras de la eficacia, lo que sea, que todo el mundo,
tras repetir para sus adentros ese perverso mantra de “por mi
culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”, aceptará con santa resignación lo
que le venga.
Veamos cuatro datos curiosos, que
evidencian la distorsionada perspectiva que la mayoría tiene en relación con el
agua.
A nivel planetario, el agua dulce
explotada por el hombre (embalses, captaciones subterráneas, de ríos y
de lagos, desalación de agua de mar, etc.), se reparte del siguiente modo:
-
Agricultura
y ganadería: 70%
-
Industria:
22%
-
Uso
domestico: 8%
Por regiones, a nivel mundial, la cosa
queda como sigue:
En España, la proporción es de 80%
para la agricultura, 6% para la industria y 14% para uso doméstico; de modo que
cuando te fríen con campañas de ahorro (en la Comunidad de Madrid se pasan de
cuando en cuando siete pueblos), te están instando a que actúes sobre el 14%
del agua consumida: SI NUNCA MÁS VOLVIERAS A DUCHARTE NI A BEBER UN SOLO VASO
DE AGUA, NI A REGAR UN JARDÍN O LAVAR UNA CALLE, EL GASTO GLOBAL DE AGUA PERMANECERÍA
INVARIABLE EN UN 86%.
¿Fuerte? Pues la cosa en realidad es
aún peor: del agua destinada a industria y a uso doméstico, se calcula que nada
menos que la mitad se pierde por evaporación, fugas, etc.. El 50 %. De modo que
del 14% que se supone te compete y podrías contribuir a ahorrar, la mitad se
pierde por el camino. Así que EL 93 DEL CONSUMO DE AGUA PERMANECERÍA INVARIABLE
AUNQUE TÚ NO VOLVIESES A GASTAR NI UNA SOLA GOTA.
Ahora, ““súmate
al reto del agua”,
con un par; que como seguro que te sientes culpable (de la culpa ya hablé en este foro, y a lo dicho
me remito), ese gesto te ayudará a dormir mejor.
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