Generalizar siempre es arriesgado, lo
sé. Pero dado lo universal y peliagudo del tema, voy a hacerlo.
El asunto en cuestión es la curiosa
actitud que, con carácter prácticamente universal, muestran las religiones
hacia el sexo. Ya sé que al referirme a “las religiones” lo estoy haciendo a
una gran diversidad de sistemas culturales, creencias y normas de convivencia,
cada una con señas de identidad específicas. Pero si nos quedamos con la media
docena de doctrinas que aglutinan a más del 90% de los habitantes de este
planeta que se consideran creyentes, podemos encontrar algunas pautas muy
similares. Una de ellas es su actitud hacia el sexo, faceta de las relaciones
humanas hacia la que todas profesan una mezcla de obsesión reguladora, temor y
odio visceral.
Ojo, no estoy diciendo que las grandes
religiones satanicen sistemáticamente el sexo y la sexualidad, para nada. Lo
que hacen, por el contrario, es sacralizarlo de forma perversa, limitando hasta
el delirio lo lícito y lo ilícito, lo aceptable e inaceptable. Básicamente, el
esquema general es algo así: “la sexualidad es una dimensión sagrada, un regalo
de Dios/los dioses que sólo puede ser usado con exquisito respeto a las normas
establecidas”. Ni que decir tiene que las reglas en cuestión son las establecidas
por los administradores religiosos. El placer inherente a la sexualidad es potencialmente
peligroso, y sólo en el marco excepcional de las normas que las religiones
establecen puede ser aceptado y disfrutado como lo que es, un regalo de Dios/los
dioses. Fuera de ese marco, es el peor de los enemigos. Prácticamente, la
personificación del mal.
Lo anterior, en román paladino, cabe
traducirlo en que las relaciones sexuales sólo son lícitas dentro de la pareja
heterosexual previamente consagrada por Dios/los dioses, y que todo lo demás es
equivocado, erróneo, vicioso, perverso. Incluso dentro de la intimidad de las
parejas heterosexuales divinamente bendecidas, también existen limitaciones,
considerándose en muchas ocasiones perverso aquello que centra su foco en el
mero placer, sin relación alguna con la procreación.
No voy a hacer una lista aquí de lo
que, con carácter general, las religiones consideran prácticas impuras, porque
no iba a acabar nunca. Además, no tengo la menor intención de que esta entrada
se me desvié a territorios técnicos o “morbosos”. Baste pensar, simplemente,
que en esa infinita lista de prohibiciones habría que meter a todo lo que tenga
que ver con la masturbación, con las relaciones homosexuales, con el sexo
esporádico, e incluso con el más clásico encuentro estándar entre novios
enamorados… si aún no han pasado por el altar.
Pero ¿cómo es posible tamaña
monstruosidad? ¿Cómo es posible que sistemas de creencias creados por la
humanidad a lo largo de su evolución para intentar explicar el porqué de su
existencia y la lógica que sujeta el Universo, concebidos para intentar
rescatar a los hombres de sus miedos y angustias, carguen de manera sistemática
y despiadada precisamente contra aquello que, de la forma más sencilla, barata
e infalible, podría darles al menos algunos instantes de felicidad? Algo que
brota espontáneamente dentro de cada ser vivo y cuyas posibilidades de generar
felicidad, tanto a uno mismo como a los demás, son inmensas.
Obviamente, la pulsión sexual, como
cualquier otra pulsión humana, puede ser usada de forma positiva o negativa.
Las ganas de mejorar son imprescindibles para avanzar; pero también pueden
exacerbar la competitividad y el “todo vale”. La curiosidad es igualmente
imprescindible; pero también cabría calificar como de curiosidad lo que sentía
el doctor Mengele cada vez que entraba en su laboratorio…
No obstante lo anterior, las religiones
parecen focalizar de forma obsesiva su atención hacia el sexo, singularmente
para alertar sobre los terribles peligros de dejar que fluya de forma natural, y
que se exprese según lo sentimos sin someterlo a la férrea disciplina de unas
normas, incomparablemente más castradoras de las que las religiones tienen
previstas para controlar otros apetitos naturales.
Sobre este desconcertante asunto llevo
reflexionando desde mi preadolescencia. Y yo, que siempre he sido —como Machado—
“en el buen sentido de la palabra, bueno”, que tengo menos peligro que una
espada de tela, y soy tan sexualmente curioso como el que más, jamás terminé de
entender cuál era el lado satánico de la sexualidad. Es más: llevo décadas
convencido de que esa equiparación forzada y surrealista de sexo espontáneo y
mal está en la base de muchas actitudes realmente perversas. Citaré al respecto
el más simple y elemental de los ejemplos:
“Si el sexo fuera de las normas es sucio, yo y todos todos los adeptos al mismo
merecemos castigo”. Acabamos de inventar el sadomasoquismo.
Dándole vueltas y vueltas, una
explicación que durante mucho tiempo consideré como la más razonable fue la
necesidad de establecer reglas que acotasen la procreación dentro de los grupos
humanos. Las sociedades humanas se basan en la familia (esto es antropología,
un mero dato sociobiológico y no una hipótesis), y ésta requiere de una
fidelidad —al menos temporal— entre sus miembros, para que los ímprobos esfuerzos
que los integrantes del grupo hacen por su pequeño clan reviertan con seguridad
en beneficio de seres consanguíneos. A nadie le gusta criar a los pollos del
pájaro cuco. El patrimonio de la familia es de la familia, y todos los miembros
de ésta han de serlo con seguridad y a todos los efectos.
La explicación anterior, de carácter biológico/evolutivo,
justificaría el desarrollo de actitudes contrarias a la promiscuidad, que en un
momento dado habrían podido ser apoyadas en mitos, evolucionando después a
dogmas religiosos. También podría haberse visto justificada así la castidad
hasta el momento en el que el vínculo fuese socialmente consagrado, pues como
los noviazgos pueden dar o no en pareja estable, las relaciones entre novios
cabría equipararlas a cierta clase de promiscuidad
Pero eso sólo explicaría una parte del
problema. Vale: en lo relativo a la procreación, todo queda prohibido fuera del
vínculo social y divinamente consagrado ¿Y el resto? Porque hace falta ser
rematadamente imbécil para entender que la sexualidad humana se restringe al
coito heterosexual y sus eventuales prolegómenos… ¿Qué riesgos para la
fiabilidad consanguínea familiar podría suponer, por ejemplo, la masturbación?
No, claro que no. El auténtico quid de
la cuestión es otro mucho más simple: EL PLACER.
A lo que las religiones temen es al
placer carnal, a cualquier clase de gozo que no sea espiritual y que provenga,
o bien del altruismo, o bien de estados de gracia en los que nuestro yo
profundo entra en contacto con otras dimensiones de la existencia: Dios, el
Absoluto, el Universo… o incluso el vacío primordial que constituye el No-Ser
de los budistas.
Que, ¿estabais pensando todos que
contra quien cargaba en esta entrada, usando circunloquios distractivos, era
contra el cristianismo en general, y contra el catolicismo en particular? Pues
nada de eso: no estoy cargando contra nadie, sino intentando entender. Y además,
resulta que las cosas en Oriente no son muy diferentes que en Occidente. En
algunos casos, incluso peores: la perspectiva budista es una de las que con
menos tapujos sataniza la sexualidad. Desde su punto de vista, las fuentes del
dolor humano son el apego y el deseo, y ambos componentes son la materia prima
de la sexualidad. Para alcanzar el nirvana, la realización absoluta, uno ha de
liberarse de toda clase de deseo, de todo apego. Ergo el interés por el sexo,
sea del tipo que sea, solo puede ser un obstáculo en ese camino.
Atención: el budismo no quiere hacer
de ti un ser desgraciado al intentar que renuncies a tu sexualidad: para ellos,
eso es tan solo una renuncia más de las que debes de afrontar para dejar atrás
definitivamente el circulo vicioso del desear-tener-perder, el ciclo de las
reencarnaciones, siempre confundido por la ilusión, por los engaños de maya…
No seguiré aquí con ese tema, pero
para mí que esta perspectiva es directamente inhumana: si al ser humano le
privas de todo anhelo, de todo deseo (recuerdo que en una razonable lista de
“deseos”, lo más probable es que, además de tu vecina, se encuentren cosas como el
bienestar de los tuyos o la paz mundial), simplemente habrás acabado con él.
Sin deseos no hay voluntad de acción, y sin acción no hay vida, ni ser humano,
ni nada ¿Eso es el Nirvana, deshumanizarnos absolutamente hasta convertirnos en
piedras? Pues que con su pan se lo coman.
Ojo, no seamos burros, que el budismo
es una filosofía (más que una religión) minoritaria en Oriente, en comparación
con el hinduismo o el taoísmo. Éstas defienden perspectivas distintas que no
persiguen la extinción de los deseos. Pero las ideas de Buda, que tanto admiro
en otros aspectos, me venían que ni pintadas a propósito de la mala
prensa que tiene en muchas ocasiones el placer.
Si miro ahora un poco más hacia
Occidente, la satanización del placer de los grandes monoteísmos puede
explicarse desde dos ángulos. Uno de ellos es terriblemente perverso, y aunque
seguro que es lo que más de uno estaréis pensando, me inclino a creer que no es
el más acertado.
El argumento perverso sería el
siguiente: las religiones odian el placer porque éste hace a la gente libre y
feliz, y el que es libre y feliz deja de ser dócil y manejable ¿Para qué voy a
cumplir mil normas que me hacen mi vida más desgraciada aún de lo que ya es
ella sola de por sí? ¿Para comprarme una parcela en el Cielo? ¿Y si luego se
equivocan, y las cosas no son como me cuentan? ¿No es más razonable ser feliz
aquí y ahora, si está en mi mano, que arriesgarme a ser ahora desgraciado, y que luego no me
espere nada como premio?
La hipótesis, en definitiva, sería la
siguiente: las religiones atacan a muerte todo lo que tenga que ver con el
placer sexual para garantizarse que arrastras una frustración que te hará ávido
comprador de su producto, aceptando vivir bajo sus estrictas normas a cambio
de un premio en el más allá. Rizando el rizo, el Islam, que es mucho menos
beligerante que el cristianismo contra el placer sexual (aunque también lo
acota severamente, prohibiendo la homosexualidad, etc.), promete abiertamente
placeres carnales en el paraíso, si en vida cumples con sus preceptos.
La simplificación anterior me parece
poco consistente. Algo tan contra-natura como el hipercontrol de la sexualidad
nunca habría podido asentarse a nivel planetario durante milenios, solo para
beneficio de ciertas castas. Se habría venido abajo muchísimo antes, de no ser
porque además resultaba de alguna manera eficaz, “útil para el grupo”, por
mucho que pudiera ser duro para el individuo. Desde ese ángulo, se atisba una
explicación menos infantil y que acaso se aproxime más a la realidad. Y para
ello, hace falta tener en consideración en qué momento histórico evolutivo
surgieron las grandes religiones a las que aquí me estoy refiriendo.
La práctica totalidad de las religiones
actuales se establecieron hace siglos —quince, veinte, cuarenta— mucho antes de
los cambios de perspectiva propiciados por la Ilustración y la Revolución
Industrial. En unas sociedades sin apenas variaciones relevantes durante
milenios, las religiones articularon unas normas sociales de convivencia orientadas
hacia el bien común, que centraron el foco en acotar los egoísmos y
gozos individuales que podrían ser perjudiciales para la comunidad. Así, todas
ellas proscriben la pereza, porque el grupo se ve perjudicado por la poca
aportación de los perezosos; la gula, porque el glotón podría acabar con las
reservas de la comunidad. Y podríamos seguir con el resto de los denominados
“pecados capitales”, o sus equivalentes en otras religiones: en todos los casos
se corresponden con pautas o actitudes egoístas y potencialmente peligrosas
para la comunidad. Por el contrario, son ensalzadas como virtudes aquellas
actitudes que de una u otra forma se corresponden a facetas del altruismo. Al
final, todo se resume en eso:
LAS RELIGIONES CONFORMAN CONJUNTOS DE
NORMAS DE CONVIVENCIA DESTINADAS A MAXIMIZAR EL ALTRUISMO Y MINIMIZAR EL
EGOÍSMO, POR EL BIEN GLOBAL DEL GRUPO.
Y como la formula es eficaz, funciona
y se asienta. Puede ser, y es.
Que conste que no estoy buscando
ninguna clase de exculpación, sino intentando entender algo que en principio
parece irracional y surrealista. Y la explicación sería, simplemente, que la
cruzada anti-sexo de las religiones es tan solo una consecuencia colateral de su
cruzada anti-egoismo, que seguramente fue muy útil para la evolución de las
sociedades humanas durante milenios.
Lástima que se hayan pasado de frenada
treinta y siete pueblos, y que en pleno siglo XXI continúen manteniendo
perspectivas absolutamente anacrónicas, provocando un sufrimiento gratuito e
improductivo a miles de millones de seres humanos
No, señores míos Los tiempos hace ya
trescientos años que son otros. Los grupos no son tan débiles, y exigirle a los
individuos que vivan por y para el altruismo, considerando equivocada la
búsqueda inocua del propio placer, es tan absolutamente inhumano como el
delirio budista de pretender adjurar de todo deseo. Salvo que unos y otros lo
que en realidad quieran sea la extinción de nuestra especie y su sustitución
por alguna clase de seres mágicos: ángeles en Occidente, y piedras en Oriente.
Yo, por mi parte, prefiero asumir mi
condición humana, y hacer uso de ella hasta sus últimas consecuencias.
Así, y por lo que respecta al sexo, me
dejo llevar e intento disfrutarlo tanto como puedo, con escrupuloso respeto a
una única regla: nunca hacer daño (y eso incluye el cumplimiento de mis
promesas), ni hacérmelo o permitir que me lo hagan.
¡Caramba…! Pero si esa es,
precisamente, la misma única regla que intento aplicar al resto de facetas de
mi vida…
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