Tengo que reconocer que a mí también
me gusta más la primera época de Woody Allen que la actual; pero con toda probabilidad
se debe a esa inercial adoración del pasado que nos hace limar sus asperezas y abrillantar su esencia, como si solo en eso hubiera
consistido. ¡Oh, el Mayo del 68! ¡Oh la Santa Transición! ¡Oh la Movida
Madrileña!... Regresando a Woody Allen y a su ninguneada segunda época, creo aún
con todo merece destacarse Midnigt in
Paris, delicioso guiño nostálgico que trata precisamente de lo que antes
comentaba, la idealización del pasado. Y lo más brillante de la película en
cuestión, cómo no, es su guión: cuando el protagonista consigue llegar a su
pasado ideal se encuentra allí con gente que a su vez quiere retroceder aún más
en el tiempo, hasta su propio pasado idealizado. Porque tal cosa solo es una
quimera privada, un sueño escasamente relacionado con la realidad.
Punset nos argumentó de forma
magistral que, para cuestiones de carácter general, cualquier tiempo pasado
siempre fue peor. Amén. Pero en cuanto dejamos de racionalizar todos acabamos
como el protagonista de Midnigt in Paris,
cada cual en su propia Belle Époque, que es lo que nos pone. El que haya habido
un tiempo idílico nos permite abjurar del presente, tacharlo de birria sin
pudor y con fundamentos. ¡Ay, aquellos tiempos, cómo era todo entonces…! Lo
anterior, para la mitad británicos, parece ser que se llama S.XIX; pongamos que
último tercio del siglo antepasado, cuando su Imperio llegó a su máximo esplendor
(bueno, eso fue en realidad a comienzos del XX, pero permitidme la licencia). Y
de eso trata en el fondo ahora el famoso Brexit: ¿aceptas que la historia
evoluciona, o prefieres retrotraerte a tu glorioso pasado imperial? ¿Cómo no va
a tener adeptos la segunda opción? Lo extraño es que haya en torno a un 50% de
británicos tan maduros como para no dejarse atraer por los cantos de sirena de
la nostalgia.
Lo que más me duele y me desconcierta
es que la campaña de los contrarios al regreso al pasado lo único que contraponen
son razones económicas. Por lo visto solo se trata de eso, de pelas; es decir,
de libras. Es como si para decidir si te casas o te divorcias, o si eres padre
o no, la cosa consistiese en resolver una ecuación. Si tu matrimonio o tu paternidad
dependen de que las cuentas cuadren, ya te aseguro que vas de cabeza al
desastre, digan lo que digan los números.
¡POR GOD, QUE NO SE TRATA DE ESO,
HIJOS DE LA GRAN BRETAÑA…!
Yo también soy rarito, aunque no conduzca
por la izquierda ni use unidades incomprensibles. Todos somos raros y únicos,
si se nos mira suficientemente de cerca. Vale, ¿y? La Humanidad, señores míos,
NO avanza hacia atrás, hacia Belles Époques particulares, nostálgicas y
fraudulentas. Eso de enrocaros en vuestra isla y que el mundo vaya a lo suyo mientras
vosotros seguís a lo vuestro, es una flagrante estupidez que, a lo sumo, lo más
que puede suponer es un retraso en la natural evolución de las cosas. Un palo
en las ruedas, vaya, que tarde o temprano será retirado o partido, y que no
habrá servido sino para tardar más en llegar a donde indefectiblemente se acabará
llegando, que, creedme, jamás será de nuevo el S. XIX.
Otra es que yo, también, estoy
indignado con la filfa que es la Unión Europea, club pusilánime donde los haya,
mandado por segundones y deliberadamente laberíntico. En estos momentos, la
mitad o más de nuestras reglas del juego y del destino de nuestros cuartos se
decide allí, y sin embargo aquello es una especie de ser etéreo, compuesto de
quién sabe cuántos estamentos de poder superpuestos e imbricados, que ninguno
tenemos conciencia de haber elegido de forma concreta. Al final, ¿eso era
Europa? Me imagino a Adenaur, Churchill y el resto de padres del invento retorciéndose
en la tumba al ver la chapuza de club comercial en el que parece ser que ha
acabado desembocando su grandioso proyecto. Un club timorato capaz de las filigranas
más surrealistas para no ofender al ultranacionalista o neofascista de turno —ya
sea húngaro, polaco o lo que toque— que
llegue argumentando que se está vulnerando su sacrosanta soberanía.
A pesar de los pesares, yo soy de los
que opina que la actual fase de tibieza europea terminara por superarse, que lo que hoy en día se le llama “cesión de soberanía” terminará por conceptuarse
como “ampliación de soberanía”, pasando de la perspectiva paleta y provinciana
a la global y planetaria. Europa será, entonces, un modelo de valores y un paso
en el camino hacia la planetarización del planeta (dicho sea redundando en la
redundancia).
Puestos a hablar de desencantos ¿qué
me decís de la ONU? ¿Cuántas guerras ha evitado? ¿Cómo se comporta con los Estados
miembro que se pasan sistemáticamente por el arco del triunfo todos los
acuerdos que suscriben? ¿Qué fue de los Objetivos del Milenio? Hace falta ser
muy tonto para estar enamorado de la actual ONU. Pero ¿qué hacemos, tiramos con
ella e intentamos poco a poco mejorarla, o directamente nos la cargamos? ¿Volvemos
directamente al S. XIX?
Por más que la desconcertante
evolución nos regale más y más camadas de cromañones neolíticos que vivan por y
para la defensa y grandeza de su clan, el tiempo jamás irá para atrás. Gran
Bretaña no volverá a ser un imperio de 450 millones de almas y 30 millones de
kilómetros cuadrados. España tampoco volverá a serlo. EEUU, pronto, dejará de
serlo. Las fronteras, indefectiblemente, irán a menos, nos englobarán cada vez
a más, hasta que llegue un momento en el que ya no quede ninguna. Lennon y yo
sabemos que el proceso será lento. No importa, no tenemos prisa. Los tataranietos
de nuestros tataranietos, dentro de apenas tres siglos, sonreirán repasando los
documentos históricos en los que se narren estas triviales controversias.
Entre tanto, soñad si queréis,
británicos, catalanes y resto de protagonistas de Midnigt in Paris. Vuestros palos en las ruedas jamás detendrán el devenir
de la historia; aunque sin duda os ganaréis un merecido puesto en el grupo de
los que hicieron que todo fuera mucho más lento y doloroso de lo que podía
haber sido.