Desde que nací y hasta cumplir
veintiséis viví en el barrio madrileño de Chamberí, en la calle Rios Rosas, en un
séptimo piso en el que también lo hacía una familia peculiar para aquella España
tan poco mestiza: un malagueño y una alemana con sus dos hijos, uno casi de mi
edad y otro algo menor, de los que me hice amigo inseparable a eso de los cinco
años. Y con ocho o nueve, no sé muy bien cómo ni por qué, nos enviciamos con
los soldaditos de la marca EKO, escala HO: figuritas de poco más de un
centímetro de altura, así como tanques y aviones más o menos proporcionales.
Eran una monada, increíblemente bien acabados para su diminuto tamaño. Son el
único juguete de mi infancia que he conseguido conservar, bastante dignamente, como podéis ver.
Van unas cuantas fotillos más de esta joya, y luego os cuento detalles. Y empezaré por la caja de la holla magefesa de mi madre, que es donde
han estado guardados desde hace… ¡qué barbaridad!: como mínimo, 50
años.
Los soldaditos en cuestión no dejaban
de ser trocitos de plástico, de modo que qué hacer con ellos
dependía de la imaginación de cada cual. Y poco a poco, acabamos por armar un
conjunto de reglas realmente intrincado, más cercano a las de un sofisticado
juego de mesa, tipo Monopoli o Estratego, que a los combates simples y
primarios que desarrollábamos con Los Indios, como ya conté aquí en la entrada
anterior.
Intentaré resumir las reglas en
cuestión, que tienen tela.
- La cosa iba de guerra, lo que en aquellos tiempos equivalía a decir Segunda Guerra Mundial. Aquello era de todos contra todos, contando cada cual con un ejército de unos doscientos soldaditos (de diversas nacionalidades, aunque cada uno tenía sus orientaciones: yo tenía, sobre todo, alemanes), veinte o treinta tanques y cañones y la mitad de aviones.
- Cada uno de los contrincantes edificaba una “base”, empleando fichas de construcción de Exín Castillos u otras similares. Las bases eran fortalezas amuralladas, tan intrincadas y barrocas como posibilitara la imaginación de cada cual… y las fichas disponibles, aunque solían tener poco más de 50 x 50 cm de planta. Toda una ciudad, para tan diminutas figuritas.
- Cada cual armaba su base con tanques y cañones, y desplegaba una guarnición, de no más de una cuarta parte de sus efectivos. Entonces, alguien decía: “ataco tu base”. Y empezaba el asalto.
- El asalto solía comenzar con un bombardeo aéreo. Para ello, el atacante, en pie, sostenía un avión en la mano, con el brazo estirado, y lo hacía sobrevolar la base, a una velocidad razonable (no valía pararse). En esa misma mano, además del avión, se sujetaba una ficha del Exín Castillos rellena de plastilina —para darle peso y consistencia— que era la bomba que se dejaba caer sobre la base. Si caía sobre un tanque o cañón, este se daba por destruido (se le ponía patas arriba y listo); y si era sobre una construcción, pues se “deconstruía” un trozo razonablemente proporcional de la misma, siendo bajas todos los soldaditos que estuvieran en ese entorno. El avión tenía derecho a tirar tres bombas. Después, si aún quedaba alguna defensa antiaérea en pie —como solía ocurrir— el avión era derribado. Si en la base no quedaban defensas antiaéreas, el avión se escapaba indemne. En ocasiones ocurría que la mala puntería del piloto determinase mínimos daños, y que el dueño de la base se apiadase de éste y dejase escapar al avión sin más.
- Tras el ataque aéreo, venía el terrestre. Para ello, el atacante desplegaba sus tropas y tanques en uno o varios flancos de la base, intentando no colocar muy juntos a sus soldados, y sin emplear nunca tampoco a más de la cuarta parte de sus efectivos (para que el juego pudiera durar varios envites). Cuando ya había colocado a “casi todas” sus tropas, el jugador propietario de la base debía darse la vuelta y cerrar los ojos, o salir del cuarto durante unos segundos, para que el atacante pudiera esconder estratégicamente a algunos soldados de especial valor. En seguida explicaré cuáles y por qué.
- Alternativamente, disparaban un jugador y otro. Cada disparo, acompañado de todos los efectos sonoros bucales imaginables, se hacía con el dedo, simplemente tumbando a soldados del contrario, poniendo patas arriba un tanque del contrario o rompiendo algún trozo de su fortaleza (de entre 3 y 10 cm), dependiendo de si el disparo había sido de pistola o fusil (una baja), fusil-ametrallador (dos bajas), ametralladora pesada o lanzallamas (tres bajas), granada (destrucción de unos 3 cm de construcción y su entorno), bazuca (5 cm) o tanque (hasta 10 cm). Ya he dicho que los soldaditos estaban muy bien acabados, de modo que era fácil distinguir qué armamento portaba cada cual. Van fotos:
Soldaditos “de uno”
Soldaditos “de dos”
Soldaditos “de tres”
Soldaditos “granada, bazuca, etc.”
- Las ráfagas de dos y de tres debían ser razonables, derribando a soldaditos que estuvieran próximos entre sí. Cada jugador podía efectuar un tipo de disparo u otro dependiendo de qué efectivos tuviera disponibles, y de ahí que intentara no agrupar a sus soldados (evitando así la efectividad de los cañonazos del contrario), y “esconder” en la medida de lo posible (un pliegue de la alfombra, la pata de una silla, un recoveco del radiador o del rodapié…) sus ametralladoras pesadas, soldaditos portadores de bazucas y similares. Si te mataban a todos “los de tres” (ametralladoras pesadas, etc.), tanques y similares, ya solo podías hacer tiros “de dos” o “de uno”, con lo que tus tropas iban mermando más rápidamente. Y como en las bases solía haber más soldados y más rincones donde esconder soldados “de tres”, pues lo normal era que la batalla terminase con la aniquilación de los atacantes o su retirada preventiva, al quedarse éstos sin armas pesadas.
- Tras la batalla, había que retirar las bajas. Los tanques, cañones y aviones destruidos, se guardaban aparte y ya no podían participar en nuevas batallas. En cuanto a los soldaditos caídos, cada contrincante hacía un montón, y con los ojos cerrados retiraba con una mano dos a la derecha y con la otra uno a la izquierda, dos a la derecha y uno a la izquierda, acompañando el rito con la cantinela “herido, herido, muerto… herido, herido, muerto…”, de forma que al final una tercera parte de las bajas se correspondían con muertos que había que retirar del juego junto con los tanques y aviones destruidos, y las otras dos terceras partes quedaban disponibles para futuros combates. De ahí que la selección entre heridos y muertos debiera hacerse deprisa y a ciegas, para no poder seleccionar tramposamente como heridos a los “de tres” (ametralladoras pesadas, lanzallamas, etc.).
Sobre el esquema anterior de funcionamiento
del juego se fueron incorporando miles de matices y complicaciones, a medida
que nos íbamos haciendo mayores. Las bases se fueron sofisticando. Llegamos a
armar aeródromos, islas, tramos de costa… y las batallas fueron desembarcos,
lanzamientos de paracaidistas…. Los escenarios eran tan complejos (las horas y
horas de armarlos eran a menudo el auténtico juego), que dejábamos todo listo,
ocupando al completo el cuarto de juegos durante días y días, hasta que
nuestros padres nos obligaban a desmontarlos.
A medida que crecimos la cosa se
complicó aún más. Elaborábamos cartografías de las zonas de guerra (empleando
mapas mudos escolares), con banderitas y líneas que marcaban los dominios de
cada ejército y los avances y retrocesos, en función del resultado de los
combates. Establecimos reglas para la adquisición de nuevas tropas, para que no
ganase la guerra el niño con padres más ricos —o blanditos— y llegamos a crear
una especie de ¡Banco Central con moneda propia…!. Solo podías incrementar tus
efectivos si disponías de divisas adecuadas y hacías el correspondiente
depósito. Capitalismo de guerra puro y duro.
Tremendo.
En todo caso, lo cierto es que el
juego era una guerra de desgaste, y aunque el objetivo fuera aniquilar al
enemigo había tantas bajas por ambos lados que resultaba difícil decidir quién
iba ganando. A decir verdad, apenas recuerdo haber terminado la guerra (rendición
de alguien a quien apenas le quedaban un puñado de soldados y un camión, y desfile
de la victoria del vencedor, al que apenas le quedaba el doble de efectivos), más
que en alguna ocasión aislada, cuando el juego era relativamente sencillo y yo
no tenía más de diez años. Después, cuando la cosa se sofisticó e incorporamos
los escenarios realistas, los mapas, la compra sistemática de refuerzos, el
dinero… aquello pasó a ser un juego intrínsecamente interminable, como lo son
ciertas guerras reales. Bueno, interminable no: el juego acabó cuando acabó el
contexto que lo propiciaba; cuando nos empezó a salir bigote, comenzamos a
robarle pitillos a nuestras madres, y nos moríamos de vergüenza de pensar que
otros amigos —o peor aún, ¡amigas…!— de fuera del círculo de jugadores supieran
de nuestras batallitas. No diré la vergonzosa edad a la que eso ocurrió, pero
con los datos que he dejado caer seguro que puede deducirse.
Y ¿sabéis lo que os digo? Que no me avergüenzo
en absoluto de aquello, ni aún del detalle de haber seguido jugando tan mayores.
Fueron años maravillosos, en los que disfruté un montón de de mi condición de
niño y de mi capacidad y autorización para fantasear. Pero al tiempo me deja perplejo la sustancia del asunto: la guerra como juego. Os aseguro que entre
los críos que compartimos aquella historia no ha salido ningún militar, policía
o similar, y que más de uno lo que realmente somos es militantemente anti-violentos.
Lo mismo, como ya apunté en la entrada
anterior, la belicosidad infantil sirvió para gastar de forma prematura e inocua
la testosterona negativa, y eso a la postre que hemos ganado.
O lo mismo cuando dejamos el juego no
se debió solo a la vergüenza de que nos consideraran unos críos, sino a que,
por aquél entonces, empezamos a tomar conciencia de que las guerras reales se
parecían bien poco a las edulcoradas películas épicas que nos habían servido de
referencia, y que era mucho más interesante lo que se sentía al intentar sacar
a bailar a una chica que al evocar ardores guerreros alineando pedacitos de
plástico.
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