Mis legiones de seguidores me alertan
de que, en ocasiones, se me va la mano con el espesante. Que me pongo demasiado
denso y demasiado serio, vaya, y que aunque tal vez sea cierto eso de que la
letra con sangre entra, las ideas entran mucho mejor con una sonrisa. De modo
que hago propósito de enmienda desde ahora mismo. Y eso que el tema de hoy es
peliagudo: “El miedo como input positivo”; pero voy a intentarlo.
Cuando empecé a escalar, me dijeron
que sólo había dos tipos de escaladores: los que pasaban miedo escalando y los
que estaban a punto de matarse… o ya lo habían hecho. Después de cuarenta años subiendo
y bajando montañas, tengo bastante claro que efectivamente es así. Porque el
miedo, además de esa cosa desagradable que sentimos cuando olemos a peligro, es
una magnífica señal de alerta que nos permite no pisar donde no es, y no subir
cuando no toca.
Escaladores vivos (o sea, dotados de
miedo), el día que no tocaba subir al Naranjo de Bulnes
Hasta ahí, todo correcto, y la función
del miedo como input positivo queda bastante clara. Pero como ya comenté cuando
hablaba de la culpa, el hombre tiene el vicio de convertir sus habilidades y
recursos naturales en extraños monstruos que acaban haciéndole la vida más
difícil y más fea. Y en el caso concreto del miedo se da una paradoja aún mayor,
pues una vez salido de madre el miedo se convierte en algo que, al tiempo que
oprime al individuo, beneficia al grupo.
Menos espesante, y pasemos a la cosa.
Primero, evidencias del maravilloso papel del miedo, desde el punto de vista
social:
· El
miedo hace que los individuos se sientan más desamparados, y que por ello se
aferren más al grupo en busca de protección (cosa que obviamente refuerza al
grupo).
· El
miedo hace a la gente más tolerante. Vamos, que cuando nos sentimos seriamente
amenazados somos capaces de aceptar lo que sea con tal de aumentar nuestra
seguridad; lo que equivale a decir que nos ponemos sin reparos en manos de los
dirigentes del grupo.
· El
miedo nos hace trabajar más, para poder pagar los escudos –o lo que sea- que
nos permitan estar a salvo.
· La
necesidad de implementar medidas de seguridad, como los escudos del punto
anterior, constituye una demanda que acaba generando actividad y riqueza en
cadena: no sólo hará falta alguien que fabrique los escudos, sino también quien
los transporte, venda, publicite, mantenga…
Lo anterior no está mal, cuando detrás
de todo aquello existe un peligro real. Ya hablé de los escaladores sin miedo y
de su corto recorrido. Peeero, me temo de nuevo, el problema es que las cosas
funcionan exactamente igual de bien, y con los mismos resultados, aunque el peligro
en cuestión sea exagerado o ni siquiera exista.
No soy ningún conspiranoico (me
encanta el término: imaginativo, preciso y cachondo) y no creo en la existencia
de un Gobierno Mundial en la sombra que maneje secretamente los hilos de la
historia (al margen de que por detrás de todo siempre bulla un mundo de
intereses cruzados, alianzas secretas, causas inconfesables, razones ocultas y
otros mil porqués de los que casi nunca nos enteramos). Las cosas son como son
porque la realidad es así, no porque el club de los malos malísimos –ya se
sabe: la CIA, las industrias armamentísticas, las petroleras, las
farmacéuticas, los Rosacruces, los Masones, el Vaticano, etc.- se dediquen con
fruición obscena a tramar nuestro mal. No hace falta: el propio sistema
funciona sólo, amparando y amplificando los peligros, reales o hipotéticos,
porque eso cohesiona a la humanidad y la aproxima a un modelo de eficacia
probada: el de las hormigas, que llevan funcionando desde hace más de 100
millones de años.
Y para que veáis que no me he vuelto
loco, os voy a recordar unos cuantos cocos horribles a los que todos tuvimos
pavor hace apenas un rato, frente a los que nos protegimos a tiempo… y luego
resultaron no ser nada, o prácticamente nada:
-
El efecto 2000: el mundo se iba a parar, todo iba a dejar de funcionar. Cierto
que sirvió para renovar equipos; pero la anunciada apocalipsis fue un auténtico
bluff.
-
Las vacas locas: Casi nos dejan sin chuletón de por vida,
fue el fin de las ferias de ganado, una auténtica revolución alimentaria
mundial. Y luego resultó que se debía a que cuatro descerebrados habían dado a
sus vacas pienso animal. A nivel planetario, hubo 219 muertos a lo largo de 10
años. O sea, 22 al año, considerando el mundo entero. Vamos, casi como la peste
bubónica, ¿no?
-
La gripe aviar, o del pollo. Esta catástrofe bíblica nos cerca y
nos atenaza cada dos o tres años desde que arrancó el siglo XXI. Pues bien, en
todo el mundo ha habido en lo que va de siglo poco más de 500 enfermos, de los
que la mitad murieron. De nuevo poco más de 20 muertos al año para todo el
planeta. Como referencia, baste citar que al año mueren fulminadas por el rayo
unas 1.000 persona. O sea, 50 veces más.
-
La gripe A, o gripe porcina. Otra hecatombe planetaria cíclica,
que alcanzó el reconocimiento oficial de pandemia entre 2009 y 2010,
produciendo en el mundo entero en ese periodo 19.000 muertos. Daría para
asustarse, sin duda, si no fuera porque la gripe común mata al año entorno a
medio millón de personas. Y eso lo hace todos los años, estornuden o no pollos y
cerdos.
Habrá quien diga que si esas terribles enfermedades y catástrofes
potenciales no lo fueron tanto fue gracias a que se tomaron las oportunas medidas
preventivas. Desmontar esa argumentación resulta fácil para algunos casos. Por
ejemplo: hubo muchos que pasaron del efecto 2.000, y no les pasó nada. Otro
ejemplo: la Sanidad pública de medio mundo compró millones y millones de
vacunas contra la gripe A, pero como luego tenían muchos efectos secundarios y
médicos y pacientes ofrecían resistencia, se decidió no usarlas… y sin embargo
la terrible pandemia, que no debía tener ese dato, optó por desactivarse sola.
Para otros asuntos el desmentido es
más difícil: yo no tengo cómo demostrar que, si en el año 2012 no hubo fin del
mundo, no fue gracias a las gentes que rezaron –cada cual a su Dios- pidiendo
clemencia. Lo mismo fueron ellos quienes evitaron la debacle.
En resumen: que al que suscribe,
que como los monos viejos del zoo tiene ya el culo pelao de tanto andar por la
jaula, se le escapa media sonrisa cada vez que alguien le vaticina una
pandemia, una colisión planetaria o cualquier otro desastre similar. Ahora
andan con lo del Ébola, y no puedo evitar tener la sensación de Déjà vu, al margen de que se trate de
una enfermedad real y de las malas. Tanto, que ya ha matado a 3.000 personas en
África en 6 meses… que no es que sea poco, aunque resulta una cantidad ridícula
si se compara con lo que realmente son las catástrofes sanitarias del África
subsahariana: más de un millón de muertos al año por SIDA, 600.000 de malaria,
250.000 de meningitis…
Como conclusión de todo lo dicho, os
exhorto a que hagáis un buen uso del miedo, pero evitando que éste se os escape
de las manos. Porque como las cosas sigan así, dentro de poco en los aeropuertos,
además de a desnudarnos por completo, nos obligarán a pasar por una colonoscopia
antes de embarcarnos. Y la DGT implantará
los 0 Km/h como velocidad máxima, tras comprobar, mediante sesudos estudios,
que a menor velocidad los accidentes tienen menores consecuencias. Y las Autoridades
Sanitarias impondrán como obligatoria la vacunación contra el moquillo y la
mixomatosis, dado el nivel de intimidad creciente de la gente con sus mascotas.
A todo esto, y para que veáis que no
era coña lo del miedo como input positivo: ¿os acordáis de los escaladores de
antes?. Pues rematemos la historia con esta otra instantánea de los mismos.
Los escaladores del principio en la
cumbre del Naranjo, el día que sí tocaba subir
No hay comentarios:
Publicar un comentario