El hombre es un primate social. Muy
social. Ya lo eran los ancestros a partir de los cuales evolucionó, y éste
–nosotros- conservó y abonó ese rasgo a medida que progresaba, porque en el
grupo está la fuerza que el individuo no tiene, y trabajar favor del grupo es
hacerlo a favor de cada uno de sus individuos; lo que en definitiva se acaba
traduciendo en mayores posibilidades de supervivencia de la especie.
De modo que el clan es seña de
identidad de lo que somos. Un clan que, aunque se iniciara circunscrito al
ámbito familiar (de hecho, todos los mamíferos son sociedades familiares),
desde siempre incluía a un grupo algo más numeroso. Porque el clan no eran sólo
el individuo y sus consanguíneos, sino también el resto de los compañeros de
cueva (la mayoría parientes, aunque más lejanos), con los que podía contar para
todo, como ellos podían hacerlo con él. Juntos buscaban recursos, amparo, protección
frente a todo tipo de peligros… incluidos los que suponían los otros clanes.
·
Yo
y los míos = seguridad, cariño, comprensión, confort, supervivencia.
·
Los
otros = miedo, odio, incomprensión, penurias, muerte.
Lo anterior no es una hipótesis, sino
un resumen, que cabría expresarlo en la siguiente dicotomía: “Yo y los míos… ¡Mmm,
qué rico! / Los otros… ¡Puaj, qué asco!”.
A medida que los clanes crecían e iban
ocupando mayores territorios los contactos entre ellos pasaron a ser
relativamente frecuentes, y aunque el conflicto fuera una de las formas
habituales de relacionarse, no era la única. La curiosidad, otro rasgo más identitario
aún de nuestra especie que la sociabilidad, alentaba el intercambio. Y puestos
a intercambiar… ¿por qué no hacerlo con la cosa más infaliblemente placentera
que existe? El resto es manivela: acabamos de ampliar el círculo de la
consanguineidad, y con ella los límites del clan. Ahora somos más, nuestro clan
es más grande, más fuerte, más capaz de pervivir. Pero ojito, que estoy
hablando de nuestro clan,
porque el principio fundamental sigue siendo el mismo: Yo y los míos… ¡Mmm, qué
rico! / Los otros… ¡Puaj, qué asco!
El clima mejora, y los experimentos y
casualidades locales que llevan ya milenios rodando aisladamente en clanes
dispersos (llamémosle protoagricultura, protoganadería, protocerámica…), se
ponen en práctica a gran escala. Aquello funciona, y las poblaciones se
multiplican a lo largo del periodo conocido como Revolución Neolítica, que es
el origen de los asentamientos estables, los excedentes alimentarios, el
comercio, la estratificación social… En definitiva, el inicio de las sociedades
humanas complejas, las cuales permanecieron sin cambios realmente sustantivos
hasta hace apenas nada, cuando la humanidad pegó su siguiente gran salto
gracias a la Revolución Industrial.
Bueno, a todo esto: y del clan, ¿qué?
Pues la cosa se acomodó, y el criterio de consanguineidad dejó paso a los de
comunión de cultura y valores. Los míos no son ya mi familia, cercana o lejana,
sino los que hablan mi lengua, comparten mis tradiciones, principios morales, gustos
culinarios, estéticos, musicales… Los parámetros a considerar son variopintos,
y en ocasiones el idioma o el derecho –o sea, las normas de convivencia- son
argumentos totalmente cruciales, mientras que en otros casos lo son las
creencias, los intereses económicos o incluso la etnia, haciendo así una
pirueta que nos trae de regreso a criterios de consanguineidad. Pero sea como
fuere, el principio motor del asunto sigue incólume: Yo y los míos… ¡Mmm, qué
rico! / Los otros… ¡Puaj, qué asco!
¿Y ahora? Pues me temo que las cosas,
a nivel mundial, no han cambiado mucho. No hace falta ser demasiado sagaz para
darse cuenta de que, en la mayoría de los conflictos nacionalistas, el quid de
la cuestión parece estar en dónde pongo la raya gorda y separo mi clan del de
los otros No debemos dejarnos engañar porque en uno de los bandos se defienda
un clan más limitado (Escocia, Cataluña, Quebec, Chechenia…), con menor
credibilidad internacional y justificación histórica, y en el otro un clan más
amplio (Reino Unido, España, Canadá, Rusia…), con mayor credibilidad e
historia: lo que separa a ambos bandos son cosas cuantitativas, no
cualitativas, y el juego es el de siempre, el del Mmm frente al Puaj, que no
transcribiré aquí de nuevo entero para no aburrir con el chiste.
Tengo fobia a las equidistancias
hipócritas -ya lo dicho más veces- y creo que es claramente más tonto un
defensor de la República Independiente de Los Molinos que otro que defienda la República
Madrileña. Pero pienso, sinceramente, que ambos hipotéticos sujetos padecerían en
distinto grado la misma dolencia: Nacionalitis, amor arrebatado y desmedido por
el propio ombligo y obsesión por su acotamiento (me refiero al del ombligo).
Ha habido momentos en los que algunos
clanes gigantescos parecía que iban a absorber al mundo entero. Eso pasó, por
ejemplo, con los imperios romano, español, británico… Pero la pax romana, la
hispánica o la británica, distaban mucho de ser una armónica conjunción de
clanes entrelazados: eran, simple y llanamente imperios; es decir, mandatos por
fuerza de un poder central sobre una periferia, a menudo inmensa. Vamos, que la
cosa seguía siendo la misma de siempre, aunque a otra escala.
Pero, como ya argumenté en otros
escritos presentados en este mismo foro, por suerte, la humanidad parece
embarcada en una evolución a mejor. Despacio, mucho más lento de lo que algunos
soñadores quisieron creer (por ejemplo, el concepto de cosmopolitismo, que
sería la antítesis del nacionalismo, nació en la Grecia clásica), por lo que
algunas tendencias que ya se apuntan tardarán generaciones en consolidarse, e
incluso siglos en implantarse como criterios universales. Y una de esas
tendencias, qué duda podría caber, es la aspiración a la disolución de las
fronteras. A que cosas como el muro de Berlín, el desierto ensangrentado que
separa Méjico de EEUU, las vallas de Melilla atestadas de infelices, o las
costas de Lampedusa cercadas de náufragos, sean desterradas cuanto antes a
algún remoto rincón de nuestro triste pasado. Porque, seamos serios, ¿acaso la
reivindicación de una nación no es la reivindicación de una raya bien fuerte y
bien sólida que nos separe a “nosotros” de “ellos”.
Hombres y mujeres no somos iguales y
nunca lo seremos (lo sé doblemente, por mi condición de biólogo), pero eso no
ha impedido que, en casa, el reparto de roles sea exclusivamente por
competencias. Así, y por ejemplo, ella maneja el dinero y yo piloto la cocina.
Brasileños y portugueses no son iguales y nunca lo serán, y por su propia
naturaleza los primeros están abocados a la samba y los segundos al fado. Siendo obvio todo lo anterior, venir ahora con ocurrencias como la educación
segregada o el fortalecimiento de las fronteras –no digamos ya la creación de
nuevas- sólo puede interpretarse como aberrantes pasos atrás, nadar
contracorriente en el fluir de la historia. Una historia larga y a la que aún
le faltan miles de kilómetros, pero cuyo sentido de flujo es totalmente
evidente. ¿Cómo es posible que no sean conscientes de ello tantos y tantos
catalanes, vascos o escoceses siete veces más leídos y viajados que yo, con dos
y tres carreras y un cociente intelectual que le saca al mío tres vueltas?
(Bueno, tampoco tantos: bloguero y modesto son conceptos incompatibles).
Para evidenciar lo evidente, me voy a
definir dos veces:
· Vertebrado,
mamífero, primate, homínido (y más concretamente Homo sapiens sapiens)
· Terrícola,
europeo, español, madrileño (criado en Chamberí pero madurado en la Sierra)
Si viene alguien y me pregunta, ¿tú
que eres, qué te sientes más: primate u homínido?, inevitablemente pensaré que
estoy ante un pobre ignorante, un imbécil. Y si lo que me pregunta es ¿tú qué
eres, qué te sientes más: madrileño o español?, pues tres cuartos de lo mismo.
Y para los que no lo sepan –el que
quiera, que alegue que es de Ciencias- imbécil procede del término latino imbaculum;
es decir, sin báculo, sin bastón, ignorante carente de apoyo, de argumentos
sobre los que sustentarse…
Como remate, diré que mi patria está
donde está mi corazón; y que, no sé si seré muy raro, pero siempre termino
amando todo aquello que llego a conocer de verdad.
Pues eso.
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