Muy buenas a todos. Tras los benditos
excesos de las Navidades, y la dolorosa vuelta al cole, aquí me tenéis de
nuevo, adicto como siempre al vicio de pensar y a la osadía de compartirlo.
El año pasado fue para mí más bien
complicado, y he hecho todo tipo de conjuros, votos y propósitos para que éste
que comienza sea mejor. Y para empezar, me he propuesto que las entradas de
este blog sean más cortas, básicamente por dos razones: la primera, porque como
dice Victor Manuel —en “El Cuélebre”, una canción suya poco conocida— “Las palabras enredan y tornan oscuras las
buenas ideas”; de modo que si ahorro un poco en palabrería, pues mejor. Y
la segunda, porque son tantos los temas sobre los que apetece reflexionar y
compartir reflexiones, que si sigo haciendo entradas de entre 10.000 y 15.000 caracteres,
no hay manera de que meta más que una o dos al mes, y de que vosotros no os
agotéis a mitad de visita.
Pues eso.
Y ahora, al turrón (disculpad la
expresión, ligeramente nostálgica… pero es que me encantan las tres cosas: la
nostalgia, la expresión… y el dulce en cuestión).
Según nos cuenta la cruda actualidad,
cierta parte de la humanidad cree que lo mejor sería regresar al Medioevo. Pues
va a ser que no. Y no porque a mí, o a las otras ocho décimas partes de la
humanidad no nos apetezca, sino porque la realidad es aún más terca que la actualidad
y las modas, y hay determinados procesos que no tienen vuelta atrás.
Un día, determinado primate dio con la
forma de domesticar el fuego. Y no hubo vuelta atrás. Un descendiente suyo, millones
de años después, consiguió domesticar a plantas y animales; y tampoco hubo
vuelta atrás.
Cuando pasó lo de la domesticación de
animales y plantas, dejamos de ser un puñado de micos correteando de acá para allá
y nos convertimos en una ingente muchedumbre. Sembrar, cuidar y recoger, ya
fuera seres vegetales o animales (que me perdonen los vegetarianos, pero este
poliedro es biólogo, y hay ciertas cosas obvias para algunos
que para mí no lo son en absoluto), generaba muchos más recursos que recolectar
lo que la madre Natura tuviera a bien disponer, o abatir a los animales que
pasasen por allí.
Fuentes: mediateca.cl
y gopixcic.com
Si ya no hacía falta cazar ni pescar —que
no es otra cosa que cazar gente de agua— ¿porqué esas actividades no se
abandonaron definitivamente? La respuesta es desconcertantemente simple: ¡Porque
molan…! Esta especie lleva cazando desde antes de existir como tal, millones y
millones de años. La pulsión de acechar, de emboscarse y saltar sobre otro ser
vivo, matarlo y comérselo después, late en nuestros genes con una fuerza
comparable a la que nos hace buscar pareja o cuidar a nuestra prole. Es lo que hemos
hecho “siempre”, es parte de nuestra identidad biológica, como lo es para una
abeja construir un panal o para un gato perseguir ratones.
Peeeero…
Somos una cosa realmente rara. Un
primate peculiar, una máquina de modificar nuestro entono y a nosotros mismos.
Ya redundaré en otras entradas sobre temas filosófico/religioso/metafísicos. Pero
ahora, entreabro la puerta y dejo caer algo:
Acaso somos un estadío
evolutivo de la cristalización del Ser. Un puñadito de agua y polvo de estrellas que se trasciende a sí mismo y da sentido a cierta inercia cósmica. Una
obstinación de lo que Es en su vocación barroca de complejidad, en ir desde la
antimateria a la materia, desde el caos al orden, desde lo hipotético a lo
concreto. Un sutil proceso geológico —sólo eso es la vida— que se lleva a Gaia
más allá de sí misma, hasta quién sabe dónde. Si hay un arquitecto detrás de
todo esto (el tal “Dios”, supongo), o si la obra y su autor son la misma cosa…
¿realmente importa?
Tras el desparrame anterior, lo de los
toros… como que se queda en ná, ¿no? Pero démosle cancha, ya que estaba en el
título. Y olé.
El toro de lidia solo existe porque
existe la lidia, y el día que ésta desaparezca, éste también lo hará. Se trata
del bicho domesticado más privilegiado y que mejor vive de cuantos ha intervenido
la especie a la que pertenece el perverso primate que suscribe: comparar su
vida a la de una gallina ponedora sería como comparar la de un príncipe a la de
un mendigo. Pero la tauromaquia y su universo no son sino referencias
neolíticas, cosas de antes de anteayer, ritos de exaltación del valor del
hombre frente a la bestia, incluso regodeo del castigo infringido por el dominante
al sometido… que tuvieron sentido en su momento, pero que ya —o casi ya— no.
Acaso, con un poco de suerte, lo de
los encierros, los recortes en la plaza, y resto de lances sin sangre, perdure
dos o tres siglos más. Y después, adiós. Gracias, fue bonito mientras duró. Ahora
Gaia está muy entretenida en la terraformación de Ganímedes, en entender la
biológica de los seres abisales de Europa —me refiero al satélite de Júpiter— y
en pactar con la física puertas de atrás con las que poder acceder a vecinos menos
cercanos…
El fanatismo, tanto el de los que
matan a cómicos porque no entienden sus chistes como el de los que se
benefician de ese disparate para hacer generalizaciones que parecen apoyar sus
simplificaciones, siempre son hijos de los mismos padres: mamá Ignorancia, y
papá Miedo.
Con un poco más de conocimiento, y un
poco más de valor… joder, seguro que no iba a todos mucho mejor.
Bien venidos a 2015. Y a por
él, que lo tenemos rodeado, somos más, tenemos razón… y él está lleno de cosas interesantes
que podremos saborear… a nada que le echemos imaginación, tesón y ganas.
(pd: ¿a que ha sido más facilito que
de costumbre…?).
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