Creemos tener perspectiva –sobre
todo los ingenuos como yo— pero lo cierto es que cada uno de nosotros sólo
tiene acceso a una porción ínfima de la realidad. Yo sé cómo me encuentro, lo
que ve mi hijo en la tele, los coches que circulan por las calles de mi pueblo
o si está lloviendo al otro lado de mi ventana. Pero, ¿cómo te encuentras tú,
ahora mismo?; ¿qué ven tus hijos por la tele? Y ya puestos, ¿qué ven en sus
casas el resto de habitantes del planeta? En cuanto a la circulación, ¿cómo
estará ahora en tu barrio?; ¿y en Soria?; ¿y en Kuala Lumpur?; ¿qué tiempo
estará haciendo en esos lugares?
Lo anterior, que apenas es una
particularización trivial de una reflexión global, me lleva a una pregunta ontológica
que pudiera sonar algo dramática: ¿existen realmente las cosas a las que no
podemos acceder directamente? ¿Existen “lo que ve la gente por la tele”,
“el tráfico” o “el clima”?
Claro que existen, no me he vuelto
loco del todo. Pero su auténtica naturaleza no es, como intuitivamente asumimos,
la de realidades autónomas equiparables a aquellas que conocemos de primera
mano. Son abstracciones pactadas, fórmulas consensuadas que nos
permiten sintetizar una cantidad apabullante de información, concretándola en
términos que podemos procesar.
Información, información, información…
Billones, trillones de datos pululando incesantemente por aquí y por allá.
Yobibytes por milisegundo (1 yobibyte = 280 bytes) ¿Quién podría
asimilar algo así? Por suerte, la diosa Estadística nos rescata del marasmo y
nos traduce esos megapifostios insondables, convirtiéndoles en cosas
sencillitas, abarcables, a nuestra escala. Ella es la traductora de la
realidad, su intérprete.
Y antes de que nos demos cuenta, ya no
existe eso de quién ve qué, sino el share. Tampoco lo de mayor o menor cantidad
de coches circulando, sino el tráfico; ni lo mucho o poco que llueve, sino el
clima. No es una mala idea. Acaso sea la única alternativa para tener al menos
una aproximación a todo aquello que sucede más allá de lo que abarcan nuestros
sentidos.
Peeeero (este poliedro, siempre
sacándole punta a las cosas), lo anterior nos mete de cabeza en un serio
problema: la información es poder, y como nuestra sociedad no es sino una
gigantesca partida –unas veces de ajedrez, otras de póker, y algunas
directamente de boxeo— la información en cuestión casi nunca nos llega limpia,
sino sesgada de la forma que más beneficia a quien la proporciona.
Nuestros mecanismos para filtrar
información son limitados e ingenuos. Sospechamos enseguida de las fuentes
difusas —“dicen”, “se comenta”, “he leído en internet”…— o de los mensajes
descarados —“ocho de cada diez dentistas…”— Pero nos la cuelan hasta el fondo si
las fuentes son conocidas y presuntamente respetables—El Banco Mundial, El
Ministerio de Lo-Que-Sea, la BBC— Y lo que es más grave, cuando se trata de asuntos
que no terminamos de entender, pero que los especialistas del tema en cuestión
sí entienden… o eso dicen.
Para colmo, y con carácter general,
los números nos marean. Tengo que reconocer que me divierto muchísimo con los
periodistas, cuando les toca dar noticias de ciencia y sueltan disparates
astronómicos, como si tal cosa. Después nunca hay petición de disculpas, ni aclaraciones,
ni nada. Total, qué más da, si seguro que el 99% de la audiencia —como poco— ni
se ha enterado del dislate. Me refiero a cosas del tipo:
—
… la sonda voyager, que ya se
encuentra a más de treinta millones de años luz de la Tierra… — (es decir, que suponiendo que viajase
a la velocidad de la luz, debió lanzarla en pleno Oligoceno algún megaterio, o cualquier
otro bichejo de aquel entonces)
—
… la selva amazónica, que pierde anualmente
cinco millones de kilómetros cuadrados… — (pues el que quiera verla que corra, porque al parecer le
queda poco más de un año de vida)
—
… el cometa Churiumov-Guerasimenko,
de dos mil kilómetros de longitud…— (no está mal el cometa en cuestión, que
por lo visto es un pelín más pequeño que Plutón)
Lo dicho: entre nuestra predisposición
a aceptar datos/resumen que nos permitan entender las cosas, y nuestra fácil
capacidad de ser desbordados cuando se trata de números, por ahí nos la meten
hasta la cocina, hasta el puño, hasta el fondo. No tiene nada de extraño: si
cada vez que la diosa Estadística nos suministra una de esas cifras que hacen
que las cosas sean comprensibles nos dedicásemos a investigar de dónde y cómo
ha salido el numerito, todo volvería a ser de nuevo inabarcablemente complejo.
De modo que, lo dicho: nos tragamos el dato, y arreando. Que sube el paro,
malo. Que baja, bueno. Que murieron un x% menos en las carreteras,
estupendo. Que las exportaciones cayeron un y%, pésimo.
Una vez que la información sesgada nos
ha calado hasta el tuétano, la realidad “no sesgada” deja de existir. Todo pasa
a funcionar conforme a esa “verdad inducida” que hemos interiorizado, el mundo
gira en la dirección y a la velocidad que ella establece. No estoy exagerando. Y
como prueba, ahí van algunos ejemplos.
¿Sabéis cómo se calcula el share, la
cuota de pantalla, el “quién ve qué”? Pues a partir de la información
proporcionada por unos sensores, llamados audímetros, dispuestos en
determinados televisores, que registran en todo momento qué canales están
siendo sintonizados. En España, que es considerada un país modelo por su rigor
en este tipo de mediciones, están instalados en torno a 5.000 audímetros. Como
en este país hay cosa de 15 millones de hogares — y a saber el número de bares,
hoteles, etc.— no sería disparatado interpretar que habrá al menos 30 millones
de aparatos. Eso quiere decir que cada uno de los 5.000 televisores testigo
“representa” a 6.000. En mi pueblo, que somos poco más de 15.000, redondeando,
tocamos a 2. Ni aunque me dedicase la vida entera a conocer a mis vecinos sería
capaz de escoger a 2 que fuesen representativos del conjunto de inquietudes
informativas/culturales/de ocio de los habitantes de Guadarrama.
En definitiva: es absolutamente
palmario que el famoso “share” no es una fidedigna representación de la
audiencia. Pero en base a él se producen, contratan y descartan programas,
baila la publicidad, se eligen los horarios de lo que se emite… ¡se mueven más
millones en un solo día que los que todos los estáis leyendo esto y todas vuestras
familias llegaréis a mover en vuestras vidas…!
Más ejemplos.
Sale la ministra de Fomento, y dice
que la inversión de su ministerio subirá este año un 6,6 %. Hala, se acabó la
crisis, la obra pública volverá a tirar del carro de la economía… Solo que ese
6,6% más de 2015 respecto a 2014 es insignificante en comparación con la
brutal y sostenida reducción de inversión practicada durante el último lustro:
¡Pero si estamos en el nivel de 1980…!
En 2014, murieron en las carreteras
españolas 1.131 personas. Respecto al año anterior, el descenso del número de
víctimas fue de apenas un 0.02%, frente a reducciones del 10%, e incluso mayores, que
se dieron durante varios años seguidos la década pasada. En respuesta a
esa alarmante ralentización del descenso de las víctimas ya se están
estudiando medidas, como reducir la velocidad máxima permitida, y cosas así...
¡Pero si lo que obviamente pasa es que ya se han corregido los disparates del
pasado, y que sería imposible que se produjeran ahora descensos similares…!
No os cansaré con más ejemplos, pero
sería sencillo poner varias docenas.
Menudo dilema, ¿verdad? No nos queda
otra que ser fieles devotos de la diosa Estadística, salvo que queramos vivir
ajenos al mundo, sin enterarnos de nada. Pero luego resulta que, casi siempre,
cuando te dan un número te están diciendo a la vez qué es lo que tienes que
pensar, qué es y qué no es importante, qué deberías hacer, a quién tendrías que
votar…
En fin, desde aquí sólo puedo despedirme
dejándoos un consejo: además de la duda metódica (nunca os fiéis total y
absolutamente de nada… incluida vuestra propia opinión), tened especial cuidado
con los datos estadísticos: tan importante son los datos en sí mismos como
quién y cuándo te los proporciona.
-Si la estadística no miente...
ResponderEliminar-Miente.
-Pues entonces nada.
-Vale.
Forges, años 80, creo.
Un abrazo y sigue escribiendo.