Ya he dicho muchas veces que, en mi opinión,
la humanidad no ha dejado de evolucionar —en todos los sentidos— desde que los
tatarabuelos de nuestros tatarabuelos salieron lago Turkana, hace dos millones
de años. Pero nuestro progreso dista mucho de ser constante y homogéneo, e incluye
con frecuencia pasos atrás, rodeos y tropezones. Pues bien, hoy voy a detenerme
en uno de esos tropezones. Uno pequeñito pero significativo: las enfermedades
inventadas; algo que parece fruto al tiempo de una ingesta desordenada de
información mal digerida, y del contumaz oportunismo de los de siempre: de ese
porcentaje de congéneres parásitos que cargamos entre todos, lo que sin duda contribuye
a la lentitud de nuestro avance.
El origen de este dislate es otro aún
mayor: la “Fe en la Ciencia”. Pero ¿cómo puede tener nadie “Fe en la Ciencia”?
¿Cómo es posible que haya quien que no sepa que la famosa “Ciencia” no es sino
una advocación del conocimiento, otro de los nombre del saber, de lo aprendido
y constatado? Para mí que este bucle barroco de idiotez e ignorancia parte del
retroceso global de lo espiritual y del intento de sustituir a los iconos
mágicos e indescifrables por otros más sólidos y creíbles, pero que al final se
usan para las mismas funciones.
Intentaré ir un poco más despacio,
para aclarar el embrollo anterior.
Desde siempre, el hombre ha tenido a
su alrededor un universo constatable y fácilmente comprensible, y otro oscuro e
inexplicable. Así, las evidentes relaciones causa-efecto le permitían entender
que el agua mojaba y el fuego quemaba; pero no tenía manera de interpretar
porqué la gente moría o porqué el sol salía y se ocultaba a diario. Para dar
explicación a lo inexplicable el hombre inventó la magia, una de cuyas ramas,
la encargada de dar una justificación a nuestra existencia, es a lo que llamamos
religión. Pero a medida que este primate curioso fue afinando en el
esclarecimiento de relaciones causa-efecto más sutiles, lo mágico fue perdiendo
terreno. La naturaleza real de las enfermedades y de los movimientos de los
astros fue poco a poco desvelada, y dejaron de ser necesarias explicaciones
intuitivas e indemostrables para esos asuntos. (Tranquilos, amigos creyentes
—de una forma que me costaría que entendierais, soy de los vuestros–— siempre
nos quedará al menos un rincón inexplicable: “si nadie creo todo esto, ¿qué
hace aquí?, y además, ¿para qué está?”)
El proceso al que me estoy refiriendo,
que no es otro que el del conocimiento, es en definitiva el mismo al que aludía
al inicio de este escrito: el que nos ha traído hasta aquí.
Pero lo anterior, aun siendo
globalmente “bueno” (supongo que eso es incontestable, aunque lo entrecomillo
porque cuando entran en juego ética y moral todo pasa a ser relativo), se vio
afectado por una fuerte resistencia al cambio: habían sido demasiados milenios
creyendo en el origen espiritual de las enfermedades o en el poder de los
astros sobre nuestro destino, y la humanidad, además de su querencia a lo de
siempre, tenía una auténtica hipertrofia del músculo de la fe. Necesitaba algo
en lo que poder volcar su vocación mágico-fantástica, de origen inmemorial y
que tan útil había sido siempre para tranquilizar y cohesionar al grupo. Y hete
aquí que, para huir de su orfandad, haciendo la pirueta más surrealista que
pudiera imaginarse, a la humanidad se le ocurrió la genial idea de convertir al
conocimiento en su nuevo Dios, con todas sus consecuencias, incluida su
naturaleza esotérica, todopoderosa, inexplicable… Suena a coña, pero es
literalmente así. Y ello fue posible porque el conocimiento, tras desentrañar
cosas cercanas y sencillas que todos podían constatar, fue dando paulatinamente
explicación a asuntos menos obvios.
¿Alguno de los presentes ha visto, con
sus propios ojos, un virus de la gripe? ¿Cuántos habéis podido constatar,
personalmente, que las aves son descendientes de los dinosaurios? ¿Y cuántos habéis
medido la distancia que separa la Tierra del Sol, o el perímetro de estos
objetos celestes?
Yo acepto la evolución de las especies,
o que la Tierra es una esfera, porque hay abrumadoras evidencias en ese sentido.
Pero no “creo” en tales cosas, no son ninguna clase de artículo de fe, como
tampoco “creo” que exista China o que Colón navegase hasta América, y me limito
a aceptar como ciertas tales cosas aunque nunca haya viajado tan lejos, ni en
espacio ni en el tiempo. Bueno, pues eso que parece bastante obvio, por lo visto no lo es, y al final resulta que la gente “cree en la Ciencia”; y lo que es aún
más divertido, incluso “no cree”, lo que evidencia una delirante sacralización de
la cosa.
El Dios de lo intangible parece haber
muerto, pero por suerte tenemos un sustituto ¡Ufff... estamos salvados!: El
Saber es mi pastor, nada me falta, y amaré al Conocimiento por encima de todas
las cosas. No hay más Dios que El Saber, y Los Científicos son sus profetas.
Mi nuevo Dios, como los anteriores,
tiene respuesta para todo. Todo sucede por algo, y si acudo a alguno de sus
sacerdotes, como siempre hice, seguro que me indicará qué es lo correcto y la
pauta a seguir para resolver mi problema.
Padre,
mi hijo se distrae mucho en clase, es muy inquieto, no se centra… “Tranquila,
hermana. Tu hijo padece TDAH, trastorno por déficit de atención con
hiperactividad. Para ello hay tratamientos conductuales, así como otros basados
en cambios de dieta… aunque lo más eficaz es la vía farmacológica: Ritalina
(metilfenidato), Adderall (l-anfetamina), Dexetrina (metanfetamina)…”
Antes de la
reconversión planetaria a la nueva religión, también había niños inquietos, por
una u otra razón. La vida se encargaba, como siempre y como podía, de enderezar
a la inmensa mayoría, aunque algunos de ellos nunca cambiaban, acaso por
tratarse realmente de enfermos con problemas neuronales serios (¿uno de cada
mil…? ¿uno de cada cien…?) Pues bien, nuestros nuevos sacerdotes estiman que más
del 5% de nuestros hijos padece esa inventada dolencia (hay descerebrados por
ahí que elevan la cifra al 33%). Extraordinaria noticia para Novartis, Shire
Pharmaceuticals o Smithkline, fabricantes de los fármacos citados.
Padre,
mi mujer ya no es la de siempre. Su interés por el sexo es mínimo… ya no sé qué
hacer… “Tranquilo, hermano. Tu mujer padece TDSH, trastorno de
baja lívido ocasionado por un descenso
en su producción de testosterona. Su cura es compleja, aunque pueden
conseguirse notables mejorías con cambios de dieta y de hábitos, así como
mediante tratamientos hormonales sustitutorios…”
A nadie le gusta
envejecer, y para una mujer pasar de los cincuenta conlleva alcanzar la
menopausia y que su cuerpo sufra transformaciones de todo tipo. Su deseo sexual
irá indefectiblemente a menos, aunque cuánto y cómo sucederá eso variará
notablemente en cada caso. La vida saludable siempre es obviamente recomendable,
y uno puede ayudarla con complementos vitamínicos… aunque en mi opinión la
paciencia, un buen vino y mejor compañía son la mejor alternativa posible. Y
por encima de todo: que tu lívido baje con la acumulación de las décadas es
completamente natural, no es ninguna enfermedad.
Padre,
mi marido ya no es el de siempre. A él le da vergüenza reconocerlo, pero sus
erecciones no son ni tan firmes ni tan duraderas como solían. Y en ocasiones,
ni eso… “Tranquila, hermana. La disfunción eréctil, o DE, de tu marido, es algo
muy común en estos tiempos, y obedece a multitud de causas (dejando al margen
diabetes, esclerosis y otros problemas graves): estrés, malos hábitos… Por
suerte, hoy en día la farmacopea es capaz de resolver de forma sencilla este
tipo de problemas…”
Exceptuando casos
singulares, la DE viene a ser la imagen especular de la TDSH, y las
conclusiones son las mismas: la vida es así, y cumplir años no es ninguna
enfermedad. Un buen vino, buena compañía, paciencia… y a sacarle en cada momento
a la vida lo que ésta pueda realmente ofrecerte, sin exigirle en vano lo veas
por la tele o lo que te cuenten.
Otros ejemplos de
no-dolencias elevadas a tal cosa por una mezcla de ignorancia e intereses
bastardos:
“El colesterol a más de 200”: Eso es sólo un dato,
un hipotético factor de riesgo, o como mucho un síntoma, pero no una
enfermedad. Todo parece apuntar a que tener altos niveles de colesterol en
sangre aumenta las posibilidades de padecer trastornos circulatorios. Pero es objeto
de intenso debate científico hasta qué punto eso es realmente así, en qué
condiciones, qué relación hay con la dieta, cuáles son los niveles peligrosos y
cuáles no… Yo, lo reconozco, tomo diariamente Simvastatina, y me hago al menos
un análisis al año (tengo muchos antecedentes familiares de infartos) Pues
bien, hasta el 2012, los niveles de referencia señalaban la banda 125-240
como normal para el colesterol total, pero desde entonces para acá la banda de
normalidad ha pasado a ser 100-210. O sea, que hace tres años millones de
personas que se acostaron sanas se levantaron “enfermas”… y los vendedores de
yogures milagrosos y de estatinas sintéticas, multimillonarios. Qué casualidad,
¿verdad?
“La alopecia”: Que se te caiga el
pelo, al igual que que se te decolore, no es sino otra consecuencia natural de
la edad. Yo tengo amigos que ya tenían el pelo blanco, y poco, a los treinta,
mientras que otros siguen siendo osos como yo pasados los cincuenta (encima,
como soy rubio, mis muchas canas se disimulan bastante) Si no te gusta lo que
hay, pues no pasa nada: te tiñes, te depilas, te pones un gorro o lo que se te
ocurra y puedas; pero créeme: eso no es una enfermedad (salvo casos obviamente
extremos).
“La
depresión”: Tranquilos, que no me he vuelto loco: la depresión existe como
enfermedad, y muy grave, y se corresponde con un trastorno anímico severo que
puede obedecer a múltiples causas, tanto genéticas como psicosociales. Peeero,
por donde no paso, ni de coña, es por esa especie de imbecilidad planetaria de
considerar a la tristeza una enfermedad. Si se te ha muerto un ser querido,
¿cómo no vas a estar triste? Si has perdido tu casa o tu trabajo, si tu amor te
ha abandonado… ¿cómo coño no vas a estar hecho polvo? Pero, ¿qué tendrá que ver
eso con una enfermedad? ¡Es la vida misma! ¿O acaso cuando empiezan las
vacaciones y rebosas de alegría, estás enfermo de euforitis? Si tienes ganas de
comer, ¿padeces hambritis? Todas las noches ¿sufres un acceso de sueñitis? La
vida es así, y estar triste, a no ser que seas una piedra insensible, será una
de tus formas habituales de estar vivo. Si tienes suerte, sólo te pasará
durante un diez por ciento o menos del tiempo; y si la fortuna no te sonríe
(pensemos en países en guerras interminables, en enfermos crónicos…), pues
puede que te pases más tiempo triste que alegre. Y volvemos a lo de siempre:
tienes todo el derecho del mundo a intentar escapar de tu tristeza, y hay miles
de remedios más que testados para ello, desde viajar, cambiar de aires, conocer
nuevas gentes, buscar razones para vivir (obviamente, también beber, comer,
etc.) Pero si tu tristeza tiene una o varias causas nítidamente identificables,
créeme: tú lo que estás es jodido, no enfermo. Plántale cara a la vida, duro
con ella. Pero aléjate de las farmacias.
La vida, ella solita
y sin necesidad de inventos, ya es lo suficientemente dura. No vayas al médico
porque sí, a ver “qué tienes”, porque ten por seguro que como lo hagas te
dirá que tienes algo. Luego te recetará lo que corresponda, convencido de que
te está ayudando. Porque si tú te crees que “lo tuyo” tiene nombre y un protocolo
de tratamiento, que ya estás poniendo en práctica, de hecho pasarás a sentirte
mejor. Es una de las variantes del conocido efecto placebo. Y todos tan contentos,
incluida la Ciencia, reforzada en su papel de nuevo Dios que todo lo sabe y
todo lo puede, sus fieles… y por supuesto los vendedores de fármacos, yogures,
cremas, lociones…
Lo dicho: ¡Salud…!
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