Fuente: claseshistoria.com |
Eso de que “cualquier tiempo pasado
fue mejor” es el bluf más comprado de todos los tiempos. Y no se debe tanto a que
lo dijera Manrique (de niños a todos nos contaron que los que salían en los
libros eran intrínsecamente respetables, ya fueran poetas, santos o guerreros),
sino a que tal patraña nos alegra con frecuencia los días y las noches al común
de los mortales. Acurrucarte en algún rinconcito y dejar que la nostalgia te
meza; evocar aquel sabor, cuando los tomates y las manzanas sí sabían a algo;
el tacto de aquel jersey, cuando la lana sí abrigaba; el calor de aquel
brasero, aquella música que ya no se hace, aquel verano… Hace ya mucho que los
psicólogos y los neurofisiólogos desentrañaron el ardid: el cerebro filtra el
recuerdo, lo tamiza descartando todo lo áspero y magnificando lo placentero, de
manera que el retrato distorsionado que terminamos conservando resulte
impecable.
Lo anterior, en sí
mismo, importaría bien poco, y podría considerarse un recurso supervivencial
similar a la secreción de endorfinas para contrarrestar el dolor, o a contar
ovejas para luchar contra el insomnio. Pero el problema surge cuando, como en
tantas otras idiotas ocasiones, nos empeñamos en esa empatía compulsiva que nos
hace creer que “los otros”, no son sino “otros yos”, y que lo que me aplica a
mi es de aplicación universal. Así, no es que los veranos de mi infancia fueran
mejores que mis veranos actuales, sino que el mundo entero de mediados del
siglo pasado era mejor que el actual. Antes había más generosidad, menos
egoísmo.
Antes todo era mejor. Y antes de antes, pues mejor aún, hasta llegar a
una especie de Arcadia paleolítica en donde el bien era la norma y el mal la
excepción.
Cada día, después de ver las noticias
o de hojear –virtualmente- los periódicos, enarbolo la paráfrasis inversa de
Punset: “Cualquier tiempo pasado, fue
peor”, seguro de que ya falta menos para que la marea de la Historia se
lleve a los monstruos de nuestro tiempo al mismo vertedero al que ya se llevó a
los Jemeres Rojos, a las SS, al Ku Klux Klan, a la Santa Inquisición… En ese
lóbrego agujero de nuestra memoria histórica ya tienen asignada su miserable
plaza Boko Haram, Al Qaeda, ISIS, y todo el resto de cristalizaciones perversas
que aquejan a la humanidad, sarampiones y viruelas al parecer inevitables en el
marco de su proceso evolutivo. Pero cada vez son menos, creedme, y más limitada
su capacidad de generar desgracia a su alrededor.
Se calcula que existen cerca de treinta millones de esclavos de hecho y varios centenares de millones de semi-esclavos funcionales.
En muchos países se sigue matando gente legalmente a mansalva, con las excusas más peregrinas. En otros tantos –con frecuencia, coincidentes con los anteriores- las mujeres siguen siendo consideradas un híbrido entre electrodoméstico y ganado sexual.
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En
1977, sólo 16 países habían abolido la pena de muerte. Hoy en día, superan el
centenar.
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La
esclavitud era, desde que se inventó la escritura -y acaso desde Atapuerca- uno
de los pilares de las sociedades humanas. Entre comienzos del siglo XIX y
comienzos del XX, la esclavitud desapareció del ordenamiento jurídico, a nivel
mundial.
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Mi
abuela, cuando nació, era un ser de segunda sin derecho a casi nada, incluido
el voto. A su hija, de adolescente, le regalaron la condición de persona
completa, y esa es hoy en día de largo la norma en la inmensa mayoría del
planeta.
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Hasta
1990, la homosexualidad era considerada por la OMS una enfermedad mental. En la
actualidad en 16 países se permite el matrimonio homosexual, y la tolerancia a
ese respecto gana terreno cada día.
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