Si es que son cosas extrañas,
sobrenaturales. Una especie de altares ubicuos del dios Dinero con plenos
poderes sobre nuestro destino: si les da por ahí, pues te dicen que sí y hala,
a vivir que son dos días y a gastar que para eso eres el rey del mambo; y si te
dicen que no, sea por causas justificadas o inventadas, pues eres indigente y
tendrás que ver cómo te las apañas para llegar a casa cuanto antes.
Con lo esotérico en general, y los
cajeros vaya si lo son, me llevo raro. Una especie de extraña relación
amor/odio que me hace vivir las cosas más variopintas. Y con los cajeros tengo algunas
historias francamente buenas, claramente por encima de la media. Porque a todo
el mundo le suceden en los cajeros cosas más o menos absurdas, pero las tres que
aquí os dejo son de categoría. Las expondré en orden
creciente de surrealismo y absurdidad
La
cabina
Ocho de la tarde de una tarde de
invierno, húmeda y oscura. Voy en coche desde el centro de Madrid hacia la
carretera de La Coruña. No llevo nada en metálico, y como quiero comprar algo
antes de llegar a casa intento recordar dónde tengo un cajero de camino en
el que sea fácil bajarse y sacar dinero sin tener que aparcar. —Ah, sí… hay un
BBVA al principio de la calle Hilarión Eslava— recuerdo; de modo que me dirijo
hacia allí y paro en la puerta. Pongo el warning y salgo arreando bajo la
llovizna.
Hay un cajero fuera y otro a cubierto,
en la antesala de la sucursal, hacia el que me encamino. No sé si por lo inhóspito
de la tarde o por qué razón, el caso es que, en contra de mi
costumbre, cierro el pestillo al entrar. Saco el dinero, y cuando
voy a salir… me quedo con el pestillo en la mano. Lo miro perplejo. —¡No me
jodas, esto es una broma…!—. Intento colocarlo de nuevo, pero no hay manera.
Tiene un mecanismo extraño, algo se ha soltado y resulta imposible engancharlo.
Intento por aquí, por allá… Despacito, a lo burro… Nada. Veo el teléfono de
emergencias impreso en una pegatina junto al cajero… pero el mío está en el
coche (total, si iba a ser un momento), el cual me espera ahí afuera,
indiferente, con sus intermitentes parpadeando.
Un bulto pequeñito se acerca por la
calle en penumbra —¡Eh, oiga…! ¡Señora…! ¡Señora—…!— grito inútilmente desde mi
pecera al tiempo que aporreo los cristales. Dos ojos como platos se asoman por
debajo del paraguas… y la señora sale de allí tan rápido como puede —¡Pero
señora, no se vaya… que estoy encerrado…!—. Miro para la derecha, para la
izquierda… Nadie. Me planto delante de la cámara de seguridad –Oigan, ¿me están
viendo…? Esto no es una broma, es que me he quedado encerrado, y me he dejado
el teléfono en el coche… no puedo llamar… ¿pero hay alguien viendo esto…?–.
Agito los brazos delante de la cámara, salto… Caigo en la cuenta de lo ridícula
que es la situación y del ridículo que estoy haciendo, y yo solo me echo a reír
–Vale, no hay nadie viendo esto ahora. Es una grabación, y lo veréis mañana, o
cuando sea. Pues cuando lo hagáis, descojonaros todo lo que queráis… pero
después mandad a alguien a que arregle el pestillo.
Un rato después veo acercarse a un
hombre de mediana edad, enfundado en su gabardina. Para no asustarlo como a la
señora del paraguas finjo estar operando en el cajero, mientras sostengo el
picaporte en la mano. Luego me vuelvo y hago como que lo del pestillo me acaba
de suceder. Miro sonriendo a mi insospechado salvador, mientras le muestro la
pieza rota con un gesto de sorpresa y le animo a abrir la puerta. Enseguida lo hace —¡Gracias…!
Fíjate qué tontería: me acabo de quedar con el pestillo en la mano… Yo que tú
lo intentaba mejor en el cajero de fuera– le comento aparentando naturalidad mientras me dirijo hacia el coche, imaginándome la juerga que se van a pasar al
día siguiente los del banco al ver la grabación (si es que alguien la ve).
(Para los lectores no españoles o muy
jóvenes: “La Cabina” es un mítico thriller surrealista del cine español de los 70,
un mediometraje que narra la aventura de un desdichado individuo que queda
encerrado sin remedio dentro de una cabina telefónica)
Rendijas
insondables
Algunos años después de lo anterior, una
mañana soleada me acerco a sacar dinero del cajero de ya no recuerdo qué banco.
Estoy currando y voy con prisa, con mi carpeta llena de papeles, la agenda,
planos… Saco el dinero, y mientras lo guardo dejo un momento la tarjeta sobre
la repisa del frente del cajero; pero, entorpecido por el follón de cosas que
llevo encima, empujo con la agenda la tarjeta y ésta se cuela por
una insólita rendija que tiene el cajero entre el frente vertical de la
pantalla y la repisa del teclado. Miro a la maquinita y no me lo creo —¡Mi
tarjeta…! ¿Pero dónde está…?—. Me asomo, rasco con la uñita… meto una hoja de
papel por la rendija… Nada. Pues hala, a contárselo a los del banco.
- Buenas,
que se me ha colado la tarjeta en el cajero…
- ¿Se
le ha olvidado a usted el pin?, ¿lo ha tecleado mal varias veces…?
- No,
es que la tarjeta se me ha colado por una rendija. Por una rendija del cajero…
- ¿Por
una rendija? ¿La ha intentado usted meter por la de salida de los billetes…?
- No,
no, no ha sido por ahí: se me ha colado por un agujero… por un sitio raro…
- ¿…un
sitio raro…?
- Pues
sí, coño, sí: una raja que tiene en medio la mierda esa de cajero que tenéis ahí fuera… ¿quieres
salir y te la enseño…?
Fuente: patentados.com |
Los empleados del banco se miran unos
a otros con cara de mosqueo. ¿Un loco? ¿Una nueva modalidad de timo o atraco?
Sale el director de la sucursal.
- Buenos
días, ¿qué le sucede?
- Buenos
días, pues le estaba contando aquí a su compañero que se me ha colado la
tarjeta dentro del cajero, y…
- No
se preocupe: en cuanto cerremos revisaremos el cajero y nos pondremos en
contacto con usted. Estas cosas pasan a veces… ¿La tarjeta estaba a su nombre?
- Que
no, joder. O sea, si, si estaba a mi nombre, pero no se la ha tragado el cajero
por su sitio normal, por el de meter la tarjeta, sino por una
rendija absurda que tiene éste cajero en medio... o sea, en medio de la cosa física del cajero… de la caja del
cajero… de la estructura…
Supongo que descartan el atraco y se quedan con lo del loco. Salen fuera conmigo el director del banco y el empleado que me atendió primero, y les enseño ufano la puñetera rendija –Por aquí, por aquí mismo— les digo mientras repaso la grieta emboscada con mi dedo. Se acaban de golpe las reticencias y se instala un ambiente de cachondeo que mal consiguen disimular –Pues vaya, qué curioso… no nos había pasado nunca— Ceremonia repetida de asomarse, rascar con la uñita, pasar una hoja de papel –Pues nosotros no la podemos sacar. Avisaremos a los de mantenimiento, para ver cómo se accede a esa parte del cajero. Pero tranquilo, que de ahí no sale. En cuanto la recuperemos, nos pondremos en contacto con usted ¿Podría pasar a darnos sus datos…?—. El director, todo un profesional, consigue guardar la compostura. Pero su empleado se aguanta como puede, al borde de la carcajada.
Mazinger
Z
Tras una cena de amigos, a las tantas
de la noche, decido parar en un cajero porque la reunión me ha dejado la
cartera seca. Ando por la Plaza de Castilla, cerca de donde ahora están
construidas las nuevas cuatro torres y entonces estaba la Ciudad Deportiva del
Real Madrid. La velada ha sido magnífica, lo que inevitablemente merma mi
psicomotricidad, y supongo que es por eso por lo que, tras operar en el cajero,
al ir a recuperar la tarjeta ésta se me escapa volando y aterriza en la
papelera —¡Tres puntos…! Estoy hecho un fenómeno… En fin, a ver dónde está…—. Meto
la mano en la pequeña papelera, por suerte llena tan solo de papeles arrugados
y similares, y la toco con la punta de los dedos; pero se me escurre hacia
abajo, nadando entre el papelamen –Vaya por Dios…—. Sigo escarbando, papelera
abajo, hasta que la tarjeta llega a lo que es el fondo de este peculiar recipiente,
de poco más de cuatro dedos de ancho y dos cuartas de profundidad. Sujeto la
tarjeta de canto, con dos dedos; y cuando voy a sacar el brazo… sorpresa:
¡estoy atrapado…! —¡Pero coño…!—. Giro el brazo, tiro suavemente, luego más
fuerte, agarro la papelera con la otra mano mientras pego un tirón ya más
enérgico, y consigo sacar el brazo de la estructura externa de la papelera,
pero llevándome puesta la cestilla interior, como si fuera la manga de un
abrigo. Mejor dicho, la manga de un robot, de 10 x 25 x 40 cm, metálica y
reluciente. Y en la puntita de los dedos, asomando apenas del miembro robótico por las rendijas que conforman el suelo de la cestilla,
la tarjeta —¡No me jodas…! ¡Pero si soy Mázinger Z…!
Fuente: photoinstants.com |
Todas las cervezas, vinos y chupitos
de la noche se ponen a bailar en mi cabeza y estallo en carcajadas, mientras
levanto mi brazo blindado y saludo a la cámara, dejando caer a mi alrededor todos
los papeles que contenía la papelera. Cuando consigo serenarme un poco, tras
intentar infructuosamente liberarme de la prótesis bancaria pero aún del mejor
de los humores, me dirijo a la cámara de seguridad, como al parecer empieza a
ser mi costumbre –Oigan, que esto ha sido un accidente, que se me ha caído la
tarjeta dentro, y al ir a cogerla, pues, ¡zas!, me he quedado enganchado… Y
ahora no sale… de modo que me la voy a tener que llevar… Yo qué sé, ya la
devolveré cuando me la consiga quitar y pase de nuevo por aquí…
Intentando mantener una actitud
razonablemente digna, cosa poco menos que imposible con la absurda pinta asimétrica
de cangrejo espacial que tengo, me dirijo hacia el coche. El brazo preso es el
derecho. A ver qué tal para conducir…Pues fatal. No hay manera de cambiar y así
no hay quien conduzca, de modo que se acabó la juerga y empieza el lío. A las
tres de la mañana, en un barrio de oficinas desierto ¿a dónde voy a pedir
ayuda? Recuerdo entonces que hay una gasolinera a un par de manzanas, y para
allá que me voy.
Al llegar no hay nadie repostando, y
un empleado somnoliento lee algo en la caja nocturna. Según me ve abandona
su lectura, levanta el ventanuco de cristal y me pregunta que qué deseo, a lo que yo respondo
plantándole en la bandeja mi brazo robótico –Mira lo que me ha pasado, en el
cajero del banco de al lado…—. El hombre pega la nariz al cristal, abre los
ojos de par en par y suelta una carcajada que resuena en toda la gasolinera. Al
alboroto acude un compañero, que debía andar por el almacén —¡Mira tío, mira
que flipe…!— Yo río con ellos, al tiempo que les insto a que hagan algo más.
Instantes después están los dos fuera, con un espray de jabón líquido de
limpiar los baños y otro de aceite lubricante, que por suerte no hará
falta utilizar, pues dejándome el brazo chorreando jabón (obviamente el atasco
se ha producido piel contra metal, sin jersey ni nada interpuesto), consigo liberarme
de mi ortopedia, la cual acabé regalando como trofeo a mis dos salvadores, que
seguramente pasaron la noche de guardia más divertida de su vida.
______________________________
Hace tiempo que no me pasa nada en los cajeros. Pero no bajo la guardia: si ya me han pasado tres historias tan absurdas como las que os acabo de contar, nada me garantiza que no me esté esperando una cuarta. Y si eso ocurre, ya me encargaré de encontrarle el ángulo más simpático para venir aquí a contárosla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario