Ya estoy aquí de nuevo, con más
aventuras automovilísticas, Aunque en este caso, la verdad es que la historia
más que de un conductor en apuros trata de un peatón forzoso. Forzoso y merecido,
porque hace falta ser idiota para entrar al galope de los n caballos de tu
coche en una ciudad como Toledo. Y he dicho “n caballos” porque no tengo ni la
más remota idea de cuántos de esos equinos virtuales tenía aquel coche o
ninguno otro. Ya sé que para muchos su coche es un signo estatus, una
referencia de posición social, incluso una prolongación de su ego… o de alguna
parte concreta de su anatomía (cosa que siempre pensé que delata disconformidad
con la dotación que les proporcionó de serie la madre Naturaleza). Yo, que para
esto también soy rarito, considero a mi coche un magnífico electrodoméstico, al
que le estoy sinceramente agradecido, pero hacia el que no siento veneración
singular. También amo a mi frigorífico -qué extraordinaria habilidad la suya
para tener a punto mi cerveza- o a mi horno –cosa incomparablemente más cómoda
que la hoguera- pero no voy por ahí presumiendo o hablando de ellos, tipo: “A ti, ¿qué tal te funciona tu nevera?, ¿no
te hace escarcha?, ¿cuántos pingüinos de potencia tiene…? Pues yo me acabo de
comprar un horno deportivo…”
Que cada cual se relacione con sus sus electrodomésticos como
considere oportuno. Lo cierto es que vinieron para quedarse —por suerte— y si
los sabes usar te hacen la vida más fácil. Y si no pues… veamos otro ejemplo,
emparentado con el que ya os conté de Daroca.
Anécdota nº 2: Toledo
Ese singlar enclave, ese fortín
natural circunvalado y protegido por tres de sus cuatro costados por la hoz del
Tajo, es considerado un lugar mágico desde mil años antes de que llegaran los
romanos, y la cosa esotérica tiene allí una de sus sedes permanentes. ¡Anda que
no llevan pasadas cosas inexplicables en ese vórtice astral…! Además, y para
ayudar, el hombre lleva tres mil años construyendo y reconstruyendo en ese
preciso lugar un laberinto encima de otro, y su conjunto relega el del
Minotauro a la categoría de juego infantil. Si llegan a soltar allí a Teseo,
seguro que todavía andaba dando vueltas.
Una de las máximas del laberinto
toledano es que están prohibidas las paralelas y las perpendiculares: si dos individuos
van por la misma calle y uno de ellos se mete por la primera calle que se
encuentre (por ejemplo, a la derecha), y el otro se mete por la calle siguiente
(obviamente, también a la derecha), no hay posibilidad alguna de que vuelvan a
encontrarse jamás. Sus respectivos itinerarios girarán, subirán, darán vueltas,
y finalmente desembocarán en alguna calle o plazuela, que podrá estar en
cualquier sitio respecto a la calle de partida; pero los dos nunca llegarán a la misma calle.
Otra de las genialidades del laberinto
toledano es que es absolutamente tridimensional, cosa que resulta una completa
sorpresa, porque según llegas a Toledo lo primero que crees percibir —es una
trampa— es que la ciudad se enclava en un “alto” rodeada por el río Tajo, que
está “abajo”. Con esa premisa espacial en tu cabeza, si estás en medio de la
ciudad y arrancas a andar calle abajo, y sigues, y sigues, instintivamente
piensas “me estoy alejando del centro, y dentro de poco llegaré al río, en el
borde exterior de la ciudad” ¡Error!: lo más probable es que desemboques en
alguna callejuela o plaza minúscula desde la que te toque subir de nuevo, para
donde sea, sin que hayas visto el río por ninguna parte. Y si lo que haces es
ir para arriba, con la esperanza de llegar al centro, con lo que darás será con
alguna otra plazuela o calleja desde la que divisarás los edificios
emblemáticos del centro, allá a lo lejos. Alguien intentó explicarme que ello
se debe a que, como Roma, Toledo se levanta sobre siete colinas. Pero me parece
una explicación demasiado simplista y que no resuelve lo constatado; sobre
todo, lo referente a eso de ir para abajo, para abajo, para abajo, y no llegar
nunca al río.
Aceptando ya pues, sin ambages, el
componente mágico e imposible del laberinto toledano, destacaré ahora lo que
acontece con las gentes que por allí pululan. Miles, siempre miles y miles,
entre las que es prácticamente imposible encontrar a un toledano (ellos viven en
los barrios modernos construidos al norte del Casco Histórico, que es a lo que
aquí me estoy refiriendo como “Toledo”), siendo los asiáticos uno de sus grupos
raciales más enigmáticos: junto a la catedral, a cualquier hora del día o de la
noche y cualquier día del año, hay siempre una representación importante, que
en ocasiones suma varios centenares. Pues bien, esta gente “brota” allí, surgen
quién sabe de dónde, acaso de alguna secreta boca de metro que conecta con el
centro de Tokio o de algún agujero de gusano cuyo otro extremo se enclava por
aquellas tierras. Porque en el resto de la ciudad puedes ver aisladamente a
alguno de ellos, pero allí, indefectiblemente, se arraciman.
Fuente: paleorama.wordpress.com |
Y obviando a chinos y similares, la
masa popular en su conjunto fluye de forma misteriosa por estas calles. Como
referencia, propondré un experimento que cualquiera puede poner en práctica. Vete
a la plaza de Zocodover, al Alcázar o a algún otro enclave similar, y ponte a
andar por una calle importante. Sin duda, te verás arrastrado por una ingente
marea humana; pero si sales de la vía principal por la primera callejuela que
se te ocurra, en menos de cincuenta metros (te recuerdo que no pueden hacerse
50 metros en línea recta: habrás tenido que torcer, subir, bajar, etc.) estarás
absolutamente solo, sin nadie, en silencio. Para regresar a la calle principal
deberás desandar exactamente lo andado, porque si intentas algún itinerario alternativo
jamás regresarás al punto de partida. Bien, una vez de vuelta, déjate llevar de
nuevo por la marea. Ésta te llevará a algún aparente destino, tipo plaza o
edificio emblemático —si es la Catedral estará cercada por cientos de chinos a
los que no habrás visto por el camino— en la que habrá bastante gente, sí… pero
ni remotamente la que correspondería a la avalancha que estás acompañando. Y
ahora viene lo más mágico: la muchedumbre ni está en el hipotético destino de
la peregrinación ni continúa camino en ninguna dirección: las callejuelas que parten
desde allí estarán desiertas, y por la gran avenida por la que te has dejado
arrastrar tampoco regresará casi nadie…
Podría seguir tres páginas más
relacionando magia toledana; pero luego siempre me decís que mis entradas son
demasiado largas, de modo que vamos con lo del coche.
Toledo, además de todo lo ya dicho, es
la capital administrativa de Castilla-La Mancha, región no precisamente pequeña
—es como Austria- de esa cosa extraña llamada España, que es de facto una
República Federal con rey. Y si trabajas para la administración manchega,
tienes indefectiblemente que pasar por Toledo, como me sucedió a mí con cierta
frecuencia hace ya un porrón de años, a raíz de un trabajo que tenía que ver
con la ordenación ambiental de las riberas del Tajo. En una de esas ocasiones,
en las que tenía reunión en un edificio institucional y emblemático del centro,
venía de no recuerdo donde más que apurado, y pensando que si buscaba un
parking para dejar el coche y seguir andando hasta mi cita llegaría
demasiado tarde, decidí meterme a saco hasta la cocina. Total, ya conocía
aquello, más o menos, y como la reunión iba a ser muy breve me valdría
cualquier rincón en donde el coche cupiese sin entorpecer el tránsito. En un
cuarto de hora estaría de vuelta, de modo que, arreando.
Entra por aquí, gira para allá, sube,
sube, sube, tuerce, sigue para arriba… aquí no cabe, sigue… aquí no, que no
dejo girar… a ver en esa placita… ¡perfecto!: lo pego a la pared de la iglesia,
junto al árbol, y listo. Bajo del coche y continúo a pié cuesta arriba,
callejeando y tirando de intuición. Si consigo llegar a la Calle del Comercio,
luego ya es sencillo, de modo que sigo para arriba… y en seguida doy con mi
calle de referencia y su bullicio de siempre. Cinco minutos después llego a mi
cita, y al cuarto de hora ya está todo resuelto. Sólo queda regresar a la Calle
del Comercio, y seguir luego hacia abajo, hasta la placita con iglesia en donde
está mi coche.
Todo lo que habéis leído en los
párrafos anteriores (exceptuando el último), son cosas que ahora sé —y vosotros conmigo— pero que
entonces no sabía, de modo que ya podéis imaginaros cómo siguió la cosa.
Dejo mi calle de referencia y me meto por
la que creo que es. A los cincuenta metros, soledad absoluta. Continúo calle
abajo, sigo, bajo unas escaleras que no me suenan para nada… —¿Era por aquí…?—
hasta que llego a una calle transversal cuyos dos extremos retrepan ladera
arriba —¿Y esto...?— Obviamente no era por aquí. Subo, creyendo seguir el
camino de bajada, pero no debe ser así, porque no llego a la Calle del Comercio,
sino a otra placita con iglesia, que se parece a la que busco pero que no es
—Pero bueno… ¿y ahora…?- Intento preguntar a varios transeúntes, pero los que
entienden mi idioma, que son los menos, me reconocen que no son de allí y que
no conocen el nombre de las calles. Por fin alguien me deja su mapa, y entre
los dos conseguimos desentrañar, más o menos, dónde estamos y cómo se llega a
mi calle de referencia. Una vez en ella reculo, calle arriba, y me meto por
otra callejuela, que tampoco llega a ninguna parte. Consigo regresar y lo
intento de nuevo por la siguiente, y por la siguiente, con idénticos resultados.
Convencido de que por ese procedimiento jamás llegaré a mi coche, decido
preguntar al empleado de alguna tienda, y me meto en una confitería, que
anuncia mazapanes y otros dulces.
—
Perdona,
no quiero nada; es que me he perdido, he dejado el coche en una placita, junto
a una iglesia… aquí mismo… pero no recuerdo exactamente dónde…
La
pastelera, regordeta y campechana, me dirige una mirada que mezcla compasión y
sorna.
—
Que yo conozca, en el Casco Histórico hay unas
cincuenta iglesias, casi todas con su placita delante. Aunque si añades
conventos, sinagogas, mezquitas y otros edificios que son o fueron de culto, y
que tienen pinta de templo, seguro que suman más del doble… Como no me des más
datos…
Mi mirada de
respuesta mezcla la vergüenza y la comprensión. ¿Y qué le cuento? ¿Que había
algunos árboles y otros escasos coches aparcados? ¿Que estaba empedrada? ¿Que de
ella partían callejones estrechos y en cuesta? ¡Pero si así es medio Toledo…!
La solución que adopté fue lógica,
aunque esforzada: siguiendo calles importantes conseguí salir de nuevo del
casco, para circunvalarlo después hasta dar con la calle por la que había entrado,
siguiendo el mismo itinerario que había hecho a la llegada, hacía ya varias horas.
Aún así me costó, pero finalmente di con la placita, en donde me esperaba
plácidamente mi coche… con una multa de recuerdo en su parabrisas, para darle
aún más emoción al fin de fiesta.
Menos mal que, a la pastelera, decidí
comprarle unos mazapanes con los que endulzarme el regreso.
Por cierto que a Toledo he vuelto después
de aquello en un montón de ocasiones, por trabajo o por placer, pero siempre
aplico el mismo criterio: directo a un aparcamiento; y después, al centro,
mejor andando.
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