Según he ido avanzando con este post
me he dado cuenta de que era demasiada sustancia para un solo bocado, de manea
que he decidido dividirlo en dos: vamos a aproximarnos ahora a de dónde viene
eso del machismo, y en una próxima entrada abordaremos cómo ayudar a dejarlo
atrás cuanto antes.
La Real Academia define el machismo de
forma sencilla y contundente: “Actitud de prepotencia de los varones respecto
de las mujeres”. No deja de ser una definición curiosa, sobre todo por lo que
tiene de categórico. Pero cuando la cosa empieza a oler peor es cuando miramos qué
dice la Academia sobre eso de la prepotencia, y descubrimos que prepotente es “más
poderoso que otros”, o bien “el que abusa de su poder”. Es decir se supone que
los varones, por el hecho de serlo, son “más poderosos” que las mujeres y “abusan
de su poder”. Pues sí que vamos bien. Cualquiera diría que la RAE está
compuesta básicamente por varones… Esperad, que voy a mirarlo. Composición de
la RAE a octubre de 2014: 35 varones y 6 mujeres. Como dirían Les Luthiers (https://www.youtube.com/watch?v=VykHFwfLtoE),
“Caramba, ¡qué coincidencia…!”
Sin tantas zarandajas lingüísticas,
está claro lo que todos entendemos por machismo: la actitud sexista que
presupone que los hombres son seres superiores a las mujeres, y que por tanto éstas
deben estar a su servicio. Pero, ¿de dónde ha podido sacarse nadie algo así?
¡Ah, se me olvidaba… ! Si ya lo decía antes la RAE: la explicación viene de que
el hombre es “más poderoso” que la mujer. Pues vamos a ver de dónde le viene al
hombre ese supuesto poder. Y para realizar el viaje me voy a poner el uniforme
de biólogo, que es lo que toca. Ventajas de ser un poliedro.
Fuente: eluniversal.com |
Desde el punto de vista estrictamente
muscular, es cierto que el hombre es más potente que la mujer. Eso no tiene
ningún mérito ni ningún misterio: el dimorfismo sexual es algo natural y común
entre multitud de especies animales, apareciendo prácticamente siempre —los gibones
son una excepción— en los primates superiores. Esta diferencia de tamaño del
cuerpo lleva aparejada una determinada actitud vital, una forma de ser y de
relacionarse. En los primates superiores, al igual que pasa en otros muchos grupos
(como referencia manida, pero aquí adecuada, piénsese en leones, ciervos o
focas), los machos pelean entre sí, y las hembras escogen para aparearse a los vencedores.
Esa es una buena idea desde el punto de vista evolutivo, pues es seguro que los
más fuertes a la hora de dar mamporros también serán los más sanos y mejor
adaptados a su entorno, de manera que los hijos que se tengan con ellos tendrán
mayores posibilidades de sobrevivir.
Fuente: velocidadmaxima.com |
Entiéndase bien —es crucial— lo que se
dice en el párrafo anterior: no se trata de que las hembras “decidan por el
bien de su prole” aparearse con los machos más fuertes; es, simplemente, que
las que lo hacen alumbran hijos e hijas más aptos para sobrevivir, y las que
escogen atractivos perdedores paren hijos menos dotados para la subsistencia.
Como los hijos se parecen a los padres, la actitud de “el más burro gana”
(perspectiva masculina) / “me casaré con el más burro” (perspectiva femenina),
se asienta más y más a cada generación que pasa.
Nuestra especie existe desde hace
aproximadamente doscientos mil años. Pero seguro que los primeros sapiens se
parecían muchísimo a sus antecesores, y estos a su vez a los suyos, por lo que cabe
considerar que pautas de comportamiento parecidas en lo relativo al reparto de
roles por sexo, son la norma de nuestra estirpe desde hace millones y millones
de años.
El que da mejor y más fuerte los
porrazos puede darlos para fines diversos, y no solo para imponerse a otros
pretendientes. Su fortaleza física puede valerle, por ejemplo: para defender al
grupo de enemigos y depredadores, para acceder prioritariamente a los recursos,
para imponer su criterio… Y ¿cómo se llama todo eso junto? Pues muy sencillo:
poder. El más burro manda. O, como mínimo el más burro mandaba en Atapuerca… y
debió de ser casi literalmente, así durante muchísimo tiempo.
Cabría pensar que como lo que ha
permitido destacar al hombre sobre el resto de especies ha sido su inteligencia y no
su fuerza, el principio anterior tendría que haberse diluido. Pues sí, eso es
precisamente lo que está ocurriendo; pero a un ritmo muchísimo más lento del
que nos gustaría, debido básicamente a dos razones:
1ª- Los más fuertes no tienen porqué
ser necesariamente idiotas, y los conocimientos son compartibles, mientras que
el tamaño y la fuerza, no. Es más, nuestra tendencia natural nos mueve a imitar
a los demás y a compartir nuestros conocimientos, de modo que mientras el más
fuerte no fuera rematadamente imbécil y aprendiera lo suficiente (incluidas
alianzas con el más listo, intercambiando protección por conocimiento), su
reino quedaría garantizado.
2ª- Todo en esta vida tiene su
inercia, y si al comenzar la carrera partes con ventaja, lo más probable es que
la ganes. Así, el hijo del burro (que lo más probable es que se pareciera a su
padre), seguro que tuvo una infancia mucho más cómoda que el hijo del listo.
Cuando ambos llegaron a adultos, su competición estaba amañada.
La obviedad del último de los
argumentos puede aplicarse a cualquier otro contexto y funciona de maravilla:
¿Quién tiene más posibilidades de estudiar una carrera, el hijo del ingeniero o
el del obrero? ¿Habrían llegado a reyes y emperadores tantos reconocidos
idiotas, si no hubieran sido hijos de sus padres?
Lo que no es ya malo, sino peor, es
que los tiempos en los que las hembras escogían a los más fuertes se diluyó en
la noche de los tiempos, y desde hace ya quién sabe cuántos milenios ellas ni
siquiera tienen la opción de elegir, como hacen las hembras de muchísimas especies (si una osa o una cierva no se dejan, el
macho no puede cubrirlas), pasando a ser simplemente una propiedad más de los
machos.
Me quito el traje de biólogo y me
pongo el de sociólogo, para rematar el viaje y llegar al presente.
A lo largo de la historia de la
humanidad los matriarcados —que casi nunca lo son más que de forma parcial— son
excepciones singulares, que no abordaré en este momento. La aplastante
generalidad es el patriarcado, la asociación total del poder a lo masculino,
engarzando con naturalidad el poder físico del bíceps con la propiedad de los
bienes y el monopolio intelectual y espiritual. Y ahí tenemos a los tres
grandes monoteísmos, Judaísmo, Cristianismo e Islam (que para mí siempre han
sido versiones de lo mismo), como paradigma del acaparamiento de la totalidad
de los poderes por parte del macho y la relegación de la hembra a elemento
auxiliar a su servicio.
Fuente: bloggea2soft.com |
A medida que el ingenio le va ganando
la partida al músculo los vínculos entre poder y fuerza física se van
debilitando. Pero el proceso es tan lento que no se aprecian cambios realmente
significativos hasta el siglo XVIII, pudiendo tomar como referencias la
Revolución Industrial y la Revolución Francesa. La primera de ellas le quita la
fuerza al brazo del hombre y se la da a la máquina, la cual, al menos teóricamente,
puede ser accionada igual por el fuerte que por el débil… o incluso por una
mujer. La segunda revolución afecta a las conciencias, a la perspectiva ética
de la vida, y abre las puertas a la reconsideración del papel de cada sexo, al sustituir
el tradicional “respeto de las diferencias naturales establecidas por Dios“,
por la nueva fórmula de “Igualdad, Libertad y Fraternidad”.
Por cierto, que las revoluciones que
estoy empleando aquí como referencia se gestaron y desarrollaron en occidente,
llegando al resto del planeta tarde y sólo de forma parcial y sesgada, a través
del colonialismo y de otros perversos sistemas de relación entre pueblos con
desarrollo tecnológico dispar. Parece más que cantado que esa es una de las
razones por las que, en las regiones menos “occidentalizadas” del mundo, como el
África y Asia profundas, perduran las culturas más primitivas y ferozmente
patriarcales, llegando en casos a anacronismos medievales delirantes.
Fuente: brizas.wordpress.com |
Bueno, dejando un ratito de lado a los
zumbaos de Boko Haram y resto de rémoras, y considerando a la humanidad en su
conjunto, parece que hemos dado los primeros pasos realmente serios para
alejarnos de nuestros primos los chimpancés. Pero, ¿os hacéis una idea del
poquísimo tiempo que ha pasado desde el inicio del cambio, y del peso de la
inercia a vencer? Vamos con cuatro números, y veréis como la cosa marea.
Considerando que un siglo comprenda, de media, cuatro generaciones (esto es,
que cada 25 años la gente alumbre más gente) tenemos lo siguiente:
- Desde
los primeros homínidos hasta la aparición del Homo sapiens van cosa de 5
millones de años: 200.000 generaciones
- Desde
que apareció nuestra especie hasta el inicio del neolítico (adiós a la caverna,
invento de las ciudades y la agricultura, etc.), van ciento noventa mil años: 7.600
generaciones.
- Desde
el comienzo del neolítico hasta las revoluciones Industrial y Francesa, nueve
mil setecientos años: 388 generaciones.
- Desde
las revoluciones del XVIII hasta la actualidad, tres siglos: 12 generaciones
¡DOCE GENERACIONES…! ¡¿PERO OS DAIS CUENTA…?!
Más de doscientas mil generaciones de reparto de roles por sexos, y sólo doce
de intento de reconducir la situación.
La tradición, las enseñanzas recibidas
de nuestros padres y maestros nutren fatídicamente los procesos inerciales que
hacen perdurar al machismo, pues como norma general enseñamos a nuestros hijos aplicando
los mismos principios que sirvieron para educarnos a nosotros; y aunque éstos
puedan ser adecuados para sobrevivir no lo son para cambiar las cosas.
Lo último no es que sea precisamente
un descubrimiento, pero es algo que debe ser dicho alto y claro, a ver si a
base de repetirlo acaba removiendo conciencias y surte algún efecto: LA CULPA
DEL MACHISMO EN NUESTRA SOCIEDAD LA TIENEN BÁSICAMENTE LAS MADRES: al ser ellas
las que cargan con el peso fundamental de la educación de los niños, son ellas
las que hacen posible, tanto por acción como por omisión, la enésima reedición
del modelo sexista. Porque son ellas las que transigen con que su hijo no se
haga la cama, pero no se lo consienten a su hija; las que aplauden los impulsos
competitivos en sus hijos, y la docilidad en sus hijas; las que exigen fuerza y
valentía a sus hijos, al tiempo que enseñan a sus hijas a buscar amparo. Y
acaso lo peor de todo: las que transmiten a sus hijas el mensaje de que serán
ellas las que tendrán que encargarse la educación de sus propios hijos, mientras
que a sus hermanos les inculcan que su responsabilidad será sostener a sus
familias.
Claro, claro, claro… no son solo las
madres. Obviamente, es la sociedad en su conjunto la que perpetúa el modelo
sexista. Pero echar balones fuera no es que contribuya precisamente a resolver
el problema, y no creo que le pueda caber a nadie la menor duda de que lo más
decisivo en la formación de los individuos es el entorno en el que se cría; es
decir, la familia.
Pero, ¿porqué es un problema el
machismo? No lo es para leones, ciervos o tantísimas otras especies que llevan
por aquí más que nosotros, ajustadas a repartos aún mucho más rígidos de roles
por sexos. El quid de la cuestión es que el Homo sapiens es terriblemente
exigente, y al individuo no le vale simplemente con sobrevivir y satisfacer sus
necesidades primarias: quiere desarrollarse, explorar sus posibilidades,
conocer y conocerse, llegar tan lejos como le sea posible… cosa evidentemente inviable
si al inicio de partida le advierten de que sólo podrá utilizar la mitad del
tablero. Y esto vale tanto para hombres como para mujeres, y para los dos a la
vez. Porque cuanto más plenamente desarrollado está un individuo, sea hombre o
mujer, más busca rodearse de gente tan desarrollada como él mismo, y peor se siente
junto a seres a medias.
Quiero creer que ninguno de los
hombres que me leéis podría desear como pareja a una suerte de electrodoméstico
sexuado, una mujer analfabeta y absolutamente inculta que no supiera nada de
nada a excepción de lo estrictamente doméstico. Y, por todos los dioses, no me
seáis simplistas, que estoy hablando de pareja, no de juguete ocasional.
Quiero creer que ninguna de las
mujeres que me leéis podría tener como pareja a una suerte de gorila
insensible, un hombre absolutamente indiferente hacia todo lo que no fuera el poder,
el placer y sus derivados (sexo, deporte, coches, política…). Y por todas las
diosas, no me seáis simplistas, que estoy hablando de pareja, no de ningún
seguro.
Fuente: portal.ugt.org |
Ahora toca lo más complicado: cómo combatir
esa perspectiva simplista y atávica que continúa haciendo que, incluso hoy en
día y en las zonas más desarrolladas del mundo, la gente siga sin ser más que
la mitad de lo feliz que debería. Mucha tela que cortar, de modo que lo voy a
dejar para una próxima entrada. Pero no me resisto a lanzar ya una primera
pista de mi perspectiva poliédrica, que, cómo no, va contra corriente de las
ideas en boga:
-
La
peor forma de combatir una mentira, es una verdad a medias.
No creo que, a estas alturas, haga
falta mucho argumentar para estar de acuerdo en que eso de que los hombres son
superiores a las mujeres es una rotunda estupidez y una completa mentira. Pero
eso de que somos iguales… palabra de biólogo, que en el mejor de los casos sólo
podría calificarse como de “verdad a medias”. No somos iguales. Ni de coña. Y en
próximos post pienso dedicarme a conciencia a destacar las diferencias… que a
mi entender no arrojan ningún vencedor o perdedor, aunque sí sorpresas respecto
a los roles que podría ser más razonable que desempeñaran preferentemente por
unos y otras…
¿Alguien se atreve a ir opinando…? (se
admiten y agradecen comentarios)
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