Supongo que a mis cincuenta
y siete años no estoy autorizado aún a considerarme un viejo cascarrabias, aunque empiezan a manifestare síntomas de que lo seré. Pero obviando que la disminución de mi
tolerancia pueda ser o no en parte justificable, lo cierto es que hay un asunto
en particular que me saca de quicio y del que me propongo despotricar aquí a
mis anchas: EL USO MALEDUCADO DE LOS MÓVILES.
El paroxismo de la cosa se
manifiesta en la adolescencia. No sé si es así en el resto del planeta, pero en
mi entorno es imposible ver a un adolescente que no tenga un móvil en la mano.
Es una prolongación de su cuerpo, el canal fundamental a través del cual
conectan con la realidad; la cual, como todo el mundo sabe, incluye tres
dimensiones (aprovecho para indicar el orden de relevancia de las mismas):
1ª) Aquello a lo que se
accede a través del móvil: los amigos, los colegas, vídeos, canciones, juegos…
2ª) Lo que es emitido por
un reproductor de imágenes y sonidos no personal; esto es la tele, ipod,
ordenador, radio o lo que sea, que está de fondo emitiendo 24 horas al día.
3ª) Aquello a lo que se puede
acceder de forma directa a través de los sentidos y que no procede de ninguna
pantalla o reproductor intermediario. Es una realidad secundaria, cuya
existencia es cuestionable… hasta que alguien le da carta de naturaleza a
través de un móvil o algo parecido.
Yo he llegado a tener en
casa a mi hijo y 8 amigos suyos, todos apasionados por el fútbol, “viendo” un
partido importante al tiempo que los 8 miraban sus móviles, se mandaban
mensajes, e incluso comentaban las jugadas que se supone que estaban “viendo”,
en lugar de hacerlo directamente.
Cuando veo un partido con
mi hijo, tengo que comentarle la mitad de lo que pasa, ya que se lo pierde por
estar atendiendo a la mierda de su pantallita. Porque la falta de pudor de los
adolecentes es infinita, y salvo amenaza de muerte (o algo peor: amenaza de
quitarles el móvil), como les sucede durante las horas de clase, no dejan de usarlo
en ningún momento, estén donde estén y hagan al tiempo lo que hagan.
Intuyo una explicación
sencilla de este fenómeno: la adolescencia es una etapa de búsqueda de la
identidad, de alejamiento de lo hasta entonces conocido (familia, escuela,
reglas, pautas, gustos y criterios “inculcados” etc.), y de creación de un
universo propio. Ese universo al principio es muy pequeñito y se restringe a un
mínimo grupo —para colmo, cambiante— de amigos y entornos específicos y ajenos
a lo conocido. Tradicionalmente, a esas cosas solo podía accederse
puntualmente, durante los fines de semana o las vacaciones. Pero ahora, gracias
a la telefonía móvil, ese microcosmos del adolescente, que para él es infinito
y el único realmente relevante, es accesible de forma constante. Ergo que
hablen lo que quieran papá, mamá o el profe, que yo donde realmente estaré todo
el tiempo que pueda, donde yo seré yo, será en mi universo particular, cuya
puerta de acceso es mi móvil.
Y hasta ahí, pues vale.
Este viejo gruñón prematuro lo que tiene es arterioesclerosis cerebral, y el
vértigo adolescente le marea. Ojalá fuera solo eso; pero me temo que la cosa es
peor: lo del enganche a los móviles no conoce edades y es una enfermedad más extendida
que el catarro común.
¿Quién no está metido en
veintisiete grupos, de los cuales solo un par le interesan? Pero el resto son
inevitables: el de los compañeros de trabajo, el del colegio de tus hijos, el de
las actividades extraescolares de turno, el de la familia en general, el de la
parte de la familia con la que tienes ciertas cosas de las que no quieres que
se entere la otra parte, el de tus amigos del alma, el de esos otros amigos no
tan del alma pero que quedarías fatal si pasaras de ellos, el de tu otra actividad,
hobby o lo que sea…
Suena el cacharrito, y
como no hay manera de saber si el mensaje es realmente importante o no, pues te
tiras de cabeza a mirarlo. Y el 90% de las veces resulta ser una idiotez, una
foto que cualquier curiosidad que algún ocioso manda; porque en cada grupo,
indefectiblemente, hay dos o tres ociosos y mensajeros compulsivos que se pasan
la vida enviando gilipolleces irrelevantes. El otro 10 % de los mensajes acaso
tenga algún interés, aunque lo más probable es que no se trate de nada urgente.
No hacía falta que lo mirases, pero ya es tarde, ya lo has hecho, y antes de
que te dé tiempo a darte cuenta estás respondiendo. Y la persona con quien
estás, ninguneada. No importa, da igual quien sea, ha dejado de estar ahí. Y si
no estás con alguien en concreto, pues quien es ninguneada es la realidad real
al completo, incluida toda la humanidad: cruzas sin mirar, te paras en medio de
la acera entorpeciendo el paso, eres un peligro al volante…
Quiero creer que esta
epidemia mundial de poca educación, que a mí me mata (lo digo por si no os
habíais dado cuenta), se debe a que estamos ante un juguete nuevo. Si alguien
quiere ponerse profundo podemos decir que no se trata de un juguete, sino de un
vehículo que posibilita un salto evolutivo sin precedentes en la forma de
comunicarnos y de acceder a la información. A cualquier clase de información y
en cualquier momento o lugar, lo que ciertamente no es poca cosa. Podemos darle
el alcance que se quiera. Pero lo que es indudable es que se trata de una
situación completamente nueva, que aún estamos aprendiendo a manejar.
Y eso que
ya hemos mejorado: hace apenas una década la vida era un festival de
intromisiones sonoras cada vez que empezaba una película en el cine, una conferencia,
un entierro, una clase o cualquier otro acto similar. Cada vez que un grupo de
algunas decenas de personas se quedaba en silencio, antes de que pasara un
minuto sonaba por aquí o por allá alguna de las odiadas y conocidas melodías,
para cabreo general y sonrojo del culpable, que siempre tardaba una eternidad
en localizar el cacharrito y darle al botón correspondiente. Eso ahora ya no
pasa casi nunca, justo es reconocerlo.
También hemos mejorado
nuestra educación en relación con otras costumbres que parecían eternas. Seguro
que a los que tenéis más de cincuenta la imagen siguiente no os resultará
extraña:
Yo recuerdo perfectamente ir
de crío al médico, a finales de los sesenta y principios de los setenta, y que
éste te recibiera fumando. Obviamente, yo también fui fumador en su momento
(momento que duró 30 años, hasta que lo dejé hace ya doce), y aunque ahora me avergüence,
hace veinte años podría haber sido perfectamente mía la mano que sale en la
siguiente imagen:
Fumando en el coche, y con
mis hijas pequeñas dentro ¡Qué falta de cabeza y de respeto! ¡Qué mala
educación…!
No yo, que ya digo que
hace más de una década que superé esa terrible drogadicción (eso es lo que es
el tabaquismo y no otra cosa, como acaso algún día exponga detenidamente), sino
los actuales fumadores, no hacen ya esas cosas. A mis amigos y familiares que
aún fuman —ya lo dejarán… o serán ellos quienes nos dejen, como bien saben— no
se les ocurre encender un cigarro en casa sin preguntar antes, y sin aceptar
después con naturalidad mi invitación de que salgan a fumar al jardín.
De modo que paciencia, que
la educación continuará su progreso y el uso de los móviles llegará algún día a
civilizarse. Supongo que ayudaría a la cosa el que los mensajes tuvieran alguna
clase de codificación de su grado de urgencia, de manera que solamente aquellos
realmente singulares (está ardiendo tu casa, te ha tocado la lotería, estas
despedido, te ofrezco el contrato de tu vida…), activaran algo que te impeliera a centrar tu atención en la pantallita desatendiendo cualquier otro asunto, cosa que todo el mundo comprendería. Pero solo en esas circunstancias. Para el resto,
confío en que, dentro de poco, dejar a alguien con la palabra en la boca para
atender a tu móvil sea tan socialmente inaceptable como que te arranque a sonar
a mitad de película o como echarle el humo a la cara a un niño: mala educación ya
superada.
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