Tengo que reconocer que me encantan las
películas de ciencia ficción, aunque lo cierto es que ese “género” es un
inmenso cajón de sastre en donde se acaba metiendo casi todo lo que tenga cierto trasfondo futurista, por más que buena parte de lo que así se etiqueta sean aventuras de acción y fantasía. Y no es que esas no me gusten, desde
La Guerra de las Galaxias (batallas épicas) a Blade Runner
(cine negro), pasando por Alien (thriller de monstruos), o Avatar (western
ecologista). Pero las que más me ponen son aquellas en las que la ficción
científica adquiere auténtico protagonismo y los guiones se retuercen de forma
inquietante. Me estoy refiriendo a 2001 o a Interestelar, y también a Matrix,
Gataca, Doce Monos, Marte u Oblivion, cada una a su nivel.
Pues bien, sin nos centramos en las películas
más inequívocamente adscribibles a este género, resulta curioso comprobar que
casi todas giran en torno a uno o varios de los siguientes ejes: los
viajes en el tiempo, las distopías y los encuentros con extraterrestres. Me
propongo aquí hacer algunas observaciones a propósito del último de dicho ejes,
aprovechando el reciente estreno de La
Llegada (tranquilos, que no hay spoilers: aún no la he visto), aunque desde
un ángulo poco habitual, con un pie en la ciencia y otro en la filosofía. No en
vano esta entrada está clasificada dentro de la categoría “espiritualidad”. Ya veréis qué tiene sentido.
Encuentros con extraterrestres. Para
empezar, para que eso sea posible tendría que haber alguien ahí fuera ¿Vosotros
creéis que lo hay?
Imaginaros a dos hormigas, miembros de
una colonia que ha tenido a bien prosperar en un tiesto de tu terraza, asomadas
en el filo de la maceta mirado al horizonte. Si su cerebro fuera un poco mayor
(el de una hormiga tiene alrededor de un millón de neuronas y el tuyo cien mil
millones) y pudieran hablar, y una le preguntase a otra “¿Crees que allá afuera habrá alguien más como nosotras?”, no
estaría haciendo un ridículo mayor que el que hacía yo en el párrafo anterior.
Durante milenios vivimos en nuestro
tiesto, sin saber siquiera que había más tiestos en la terraza. Desde nuestra
ignorancia fabricamos explicaciones a medida de nuestro minúsculo universo, y
nos quedamos tan contentos porque las cosas parecían efectivamente cuadrar. La
Tierra, plana y quieta, era el centro del cosmos, todo giraba a su alrededor, y
el resto de los seres vivos eran rematadamente idiotas comparados con
nosotros. La única interpretación razonable para todo aquello era que nosotros
constituíamos una maravillosa singularidad, creada para reinar por alguna clase
de ser superior, Causa Primera e Incausada, a la que nos inflamos a ponerle
nombres y a atribuirle las cualidades que más nos cuadraban en cada momento.
Pero un día, una hormiga especialmente
osada se lanzó a recorrer el infinito mar de baldosas que se extendía más allá
de nuestro tiesto; y algunas semanas después regresó contando historias de
otros tiestos que, al parecer, había en el flanco contrario del balcón. Allí
había más hormigueros, cuyos habitantes también se habían considerado a sí
mismos una maravillosa singularidad, hasta que, en una ocasión, el viento arrastró
hasta ellos a una hormiga un tanto diferente, que les informó de que también
había hormigas viviendo en el suelo del parque, al otro lado de la calle.
Generación tras generación, hormiga
tras hormiga, fuimos ampliando nuestro universo. Tales, Aristarco, Tolomeo,
Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, Einstein… Casi cumplido el primer cuarto
del siglo XXI, nuestro conocimiento ha dado ya varios pasos en un territorio
que está más allá de nuestro sentido común. Sabemos ahora que la realidad
funciona a varios niveles, y que las leyes que rigen los objetos de nuestra
escala no son de aplicación ni para las partículas elementales ni para el nivel
astronómico.
Hoy en día sabemos también, y con
datos constatados, que la Tierra es apenas una canica estelar más, que hay un
número casi incontable de planetas ahí fuera (en la Vía Láctea varios cientos
de miles de millones; y seguramente hay entre uno y dos billones —billones
latinos, de los de un uno y doce ceros— de galaxias), de los cuales un
porcentaje significativo son aptos para la vida. Porque el agua y el resto de
elementos y condiciones necesarias para la vida abundan por los cuatro costados.
Nuestro tiesto no tiene nada de singular;
y previsiblemente nosotros tampoco: si hay casi ilimitados planetas aptos para
la vida, ésta estará presente en muchos de ellos; y si somos tan poco
singulares, cabe suponer que la vida que se desarrolle en una buena parte de
esos planetas siga reglas similares a las de la vida que conocemos, la cual es
un proceso evolutivo que siempre tiende a lo complejo. De modo que aunque
existan mundos habitados solo por microbios, gusanos y similares, habrá otros
con seres realmente sofisticados. Y no conocemos nada más sofisticado que
nuestro sistema nervioso y lo que de él se deriva: inteligencia, capacidad de
modificar tu entorno, capacidad de soñar que eres una maravillosa singularidad…
y también de viajar más allá de tu tiesto.
Resumiendo: hay trillones de planetas
aptos para la vida, por lo que puede darse por seguro que en billones de ellos la habrá, y en numerosas ocasiones esa vida se habrá complicado hasta alumbrar
seres inteligentes. Es deductivo, de acuerdo. Pero es blanco, está dentro de
una botella y no es horchata ¿No será leche…?
Hay gente que se ha dedicado a
intentar calcular lo anterior con rigor científico. Es la famosa Ecuación de Drake, y sus mil variantes y evoluciones
(dejo un enlace a la Wikipedia para quien quiera curiosear). Pero las cuentas
que echan son las del barquero, y mientras para algunos debe haber por ahí no
más de diez civilizaciones extraterrestres contemporáneas a la nuestras, para
otros son miles de millones. Ahora bien, lo que parece cada vez más asumido es
que no se trata de un albur: allí fuera hay vida y hay “gente”; aunque no
sepamos ni cuánta ni dónde.
Segunda cuestión: ¿podrían venir a
vernos?
Esto es mucho más peliagudo que lo
anterior. A la humanidad, oh maravillosa singularidad, le ha costado 200.000
años llegar a la Luna, que está aquí al lado. Nosotros aún no, pero nuestros
trastos han conseguido incluso salir del sistema solar, lo que para las
hormigas de nuestro cuento equivaldría a decir que hemos bajado del tiesto y
cruzado la primera baldosa. Nos faltan otras cuarenta y nueve para llegar al tiesto
de enfrente; pero puede que cuando lleguemos no demos con nadie, porque nunca haya
aterrizado allí una reina preñada o porque la colonia que en él existió en su
día ya haya desaparecido cuando lleguemos.
Seamos realistas: ni nosotros, ni
nuestros hijos, ni probablemente los nietos de nuestros tataranietos lleguen en
persona al planeta más cercano en el que poder coincidir con una civilización
extraterrestre. Dentro de 15 años —tendré 72— estaré pegado a la tele para ver
al primer hombre pasear por Marte, como hice en el 69, levantándome de la cama de
madrugada para ver a Armstrong pisar la Luna. No será mucho después cuando nos
lleguen datos desde las sondas que mandaremos a atravesar los geiseres de
Encelado y Europa, que nos confirmarán la existencia de vida microbiana en sus
océanos. Pero poco más. El conocimiento científico —y la técnica que de él se
derivarán— necesarios para conseguir que pongamos artilugios en Próxima b, el
planeta potencialmente habitable más próximo (está a “solo” 4 años luz de la
Tierra; o lo que es lo mismo, a 40 billones de kilómetros), aún tardará siglos
o milenios en alcanzarse. Con las máquinas que ahora tenemos tardaríamos
decenas de miles de años en llegar. Consecuentemente, los “humanos” que se
conviertan en viajeros interestelares no seremos nosotros, sino unos
descendientes nuestros que a saber cuántas modificaciones habrán incorporado.
No me estoy refiriendo a idioteces como que tengan manos con doce dedos o un ojo en medio de la frente (no abordaré aquí el espeluznante tema de los híbridos humano-máquina, aunque puede que algo de ello sí haya), sino a cosas infinitamente más sutiles…
pero sustantivas.
Vamos a pensar en quiénes podrían
venir a vernos, y a qué, tomándonos a nosotros mismos como referencia, pero
asumiendo que los “hombres” que podrían hacer un viaje como ese a ver a sus
vecinos serían nuestros descendientes remotos ¿Cómo sería esa gente?
El conocimiento no es una cosa
aislada, y la evolución de la humanidad, tampoco. En paralelo al avance de la
ciencia ha ido siempre el progreso de la técnica, y de la mano de los dos las estructuras sociales y la propia dimensión
intelectual/emocional/espiritual de los individuos. Los egipcios o los romanos
disponían de un nivel de desarrollo global impresionante; pero no tenían ni siquiera
máquinas de vapor —no digamos ya ordenadores o aviones— de la misma manera que
tampoco tenían ni vacaciones pagadas, ni seguridad social ni derechos de la
infancia. Todo va parejo, y aunque las cosas tarden un mundo en prosperar (aún
hay niños esclavos, por citar un ejemplo global y obvio), lo acaban haciendo.
Alabado sea Punset y su certero y demoledor mensaje: cualquier tiempo pasado siempre
fue peor.
Al margen de que las hecatombes sean
literaria y cinematográficamente muy eficaces, estoy absolutamente seguro de
que no nos dirigimos hacia la autodestrucción, ni muchísimo menos. No entraré
aquí en detalles al respecto, o esta entrada acabaría siendo eterna, pero
como botón de muestra os dejo aquí un
link a otra entrada de este blog, en la que hablo del Cambio Climático.
El futuro a corto plazo, como una
década o incluso un siglo, puede intuirse y no será demasiado distinto del
presente. Pero pensad en plazos mayores, mil años, diez mil años… ¿A dónde no
habrá llegado entonces el conocimiento científico y la técnica derivada del
mismo? Los problemas energéticos serán historia, como las enfermedades y
hambrunas medievales. Y una vez resuelto el problema energético, quedarán
automáticamente resueltos los problemas de contaminación y alimentarios, que al
desaparecer se llevarán igualmente al recuerdo la inmensa mayoría de los
problemas sanitarios. Coged el área temática que queráis y metedle cien o
doscientos siglos de evolución. Aquella gente, nuestros descendientes, es
imposible que sean como nosotros.
Imaginad un mundo en el que la
bioteconolgía alcance tal desarrollo que la gente realmente no envejezca, que
todo deterioro pueda ser frenado. La duración de la vida de esos seres podría
ser de siglos, o incluso de milenios, hasta acabar… ¿cuándo y por qué habría de
acabar? ¿Por accidente, y solo en casos excepcionales? ¿Por cansancio y
aburrimiento, tras miles de repeticiones de todo lo potencialmente interesante?
¿Y si la biotecnología también tiene cómo combatir el cansancio y el tedio?
¿Podrían ser nuestros remotos descendientes prácticamente inmortales? Si eso
llegase a suceder ¿qué tipo de principios éticos y morales tendrían? Sin duda
no serían los nuestros, en los que el miedo a la muerte y el terror a dejar de
ser lo condicionan absolutamente todo. También el miedo al dolor propio y la
empatía con el dolor y la muerte ajena. Pero si tales cosas desaparecieran, o
prácticamente desaparecieran, ¿qué clase de ética regiría a esos individuos?
¿Qué religiones o perspectivas
espirituales tendría esa gente? La codicia, por citar algo muy sencillo, tiene
que ver con las ansias de tener del que no tiene, y sabe además que la vida es
corta. Pero si tu tiempo es prácticamente infinito, ¿para qué ser codicioso? La
cuasi-inmortalidad lo mismo volvía a todo el mundo budista.
Intentad concebir la siguiente escena:
en las navidades del año doce mil dieciséis, nuestros n-nietos,
cuasi-inmortales, en sus naves inimaginables (seguro que ni remotamente se
parecerían a trasatlánticos ni a aviones de combate), tras plegar el
espacio-tiempo viajan a contactar con la civilización X del planeta Y, en la
galaxia Z, a mil años luz de distancia ¿A qué os imagináis que podrían ir? ¿A
invadirlos, a quitarle sus riquezas, a parasitar el planeta? Por favor…
Una pequeña cuña: no estoy tratando
aquí el tema OVNI porque, aunque no lo parezca, es colateral y tremendamente
complejo, y si me enredo con eso me distraería del asunto principal. Pero baste
señalar que, aunque el 99% de los ovnis avistados puedan explicarse de un modo
u otro, el 1% restante suma una ingente cantidad de realidades constatadas y
aún no aclaradas. Podrían ser naves extraterrestres, cierto; aunque me inclino
a pensar en otras posibles alternativas —que acaso algún día intente abordar en
este foro— por la misma razón que adelantaba en el párrafo anterior y que
continúo abordando en el siguiente: una civilización tan increíblemente avanzada
como para realizar viajes interestelares… ¿podría ser avistada “por sorpresa”,
en un descuido, mientras recolectan lechugas a lo ET, o abducen infelices a lo
Encuentros en la Tercera Fase? Si quisieran hacerse públicos lo tendrían
facilísimo. Y lo cierto es que aún no lo han hecho.
Dejemos pues a los ovnis para otra
ocasión y continuemos con la miga de esta historia: suponiendo que existan civilizaciones
extraterrestres hiperavanzadas capaces de hacer viajes interestelares, ¿para
qué querrían venir a vernos?
Si viniera alguien a vernos sin duda
lo haría desde muy lejos. Su conocimiento de la realidad tendría que ser
apabullante, comparado con el que nosotros hemos conseguido hasta el momento.
Solo así habrían podido fabricar agujeros de gusano, máquinas de teleportación
cuántica, sillas con las que cabalgar agujeros negros, o la locura que sea la que
se necesite hacer viajes interestelares, los cuales para nosotros son tan
imposibles como lo eran para los neandertales los viajes en avión ¿Alguien se
puede creer que una gente como esa iba a venir hasta aquí para hacer la guerra,
para robar nuestra agua (una de las sustancias más abundantes del universo), para
interferir en nuestras rencillas políticas o cualquier otra idiotez similar?
¿Alguien puede creer que el desarrollo científico/tecnológico de esos seres podría
haber tenido lugar sin una paralela evolución psicológica, emocional, moral,
espiritual…?
Stephen Hawking, entre otros, defiende
que, si algún día una civilización extraterrestre viniese a la tierra nos tratarían como a
simples bacterias. Yo pienso que el sabio —nadie podría dudar que lo es— se
equivoca total y absolutamente: la única razón relevante para que una
civilización extraterrestre viniese a la Tierra somos precisamente nosotros. El
resto, el agua, todos los materiales que conforman nuestro planeta e incluso la
propia vida que sustenta en su conjunto, es con toda probabilidad algo tan
vulgar y abundante que jamás justificaría un viaje tan largo. Pero nosotros sí.
Y no porque seamos una realidad única (de ello dan fe nuestros visitantes),
pero sí poco común. Porque ¿sabéis lo que somos?:
SOMOS LA TIERRA, SU MÁXIMO FRUTO:
POLVO DE ESTRELLAS CONSCIENTE Y CAPAZ DE AMAR, QUE SE ASOMA AL COSMOS PARA
INTENTAR ENTENDERLO Y ENTENDERSE.
Desde esa perspectiva, planteamientos como los de 2001, Interestelar o Contact, me parecen plausibles, mientras que los de La Guerra de Los Mundos, Independence Day, etc., etc., etc., totalmente inverosímiles. Mejor, ¿no?
¡FELIZ AÑO A TODO EL MUNDO!
Kate Beckinsale es muy guapa.
ResponderEliminarA pesar de que en numerosos documentales aparece un científico presentador con cara (yo diría incluso que de "enterado") de saberlo "casi todo",como pueden ser las dos versiones de "Cosmos" (excelentes series,aún así),lo cierto es que del universo sabemos muy poco.Dice el autor de este agradable blog que está "constatado" la existencia de varios billones latinos de galaxias, cuando existen teorías (sólo eso, teorías) que hablan de que estamos en un salón lleno de espejos.Eso sí, detrás de un espejo hay algo...o tal vez,no.Si es que no tenemos ni idea!!. Otra cosa son los extraterrestres.Muchos testimonios pueden ser ciertos... pero no de una civilización extraterrestre de millones de años luz,sino del interior de nuestro planeta,del que por mucho que la comunidad científica diga que no hay nada más que extremas temperaturas calientes, nadie ha estado allí (en el interior de la tierra) jamás.Tampoco digo que haya océanos y dinosaurios,como en la inolvidable novela de Julio Verne,sino (insisto!!) que no se sabe.Como tantas y tantas otras cosas.Mas poético:lo que sabemos que no sabemos.Alberigo CARACCIOLA.Los Boliches MÁLAGA).
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