miércoles, 19 de agosto de 2015

Enfermedades inventadas


Ya he dicho muchas veces que, en mi opinión, la humanidad no ha dejado de evolucionar —en todos los sentidos— desde que los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos salieron lago Turkana, hace dos millones de años. Pero nuestro progreso dista mucho de ser constante y homogéneo, e incluye con frecuencia pasos atrás, rodeos y tropezones. Pues bien, hoy voy a detenerme en uno de esos tropezones. Uno pequeñito pero significativo: las enfermedades inventadas; algo que parece fruto al tiempo de una ingesta desordenada de información mal digerida, y del contumaz oportunismo de los de siempre: de ese porcentaje de congéneres parásitos que cargamos entre todos, lo que sin duda contribuye a la lentitud de nuestro avance.
El origen de este dislate es otro aún mayor: la “Fe en la Ciencia”. Pero ¿cómo puede tener nadie “Fe en la Ciencia”? ¿Cómo es posible que haya quien que no sepa que la famosa “Ciencia” no es sino una advocación del conocimiento, otro de los nombre del saber, de lo aprendido y constatado? Para mí que este bucle barroco de idiotez e ignorancia parte del retroceso global de lo espiritual y del intento de sustituir a los iconos mágicos e indescifrables por otros más sólidos y creíbles, pero que al final se usan para las mismas funciones.
Intentaré ir un poco más despacio, para aclarar el embrollo anterior.
Desde siempre, el hombre ha tenido a su alrededor un universo constatable y fácilmente comprensible, y otro oscuro e inexplicable. Así, las evidentes relaciones causa-efecto le permitían entender que el agua mojaba y el fuego quemaba; pero no tenía manera de interpretar porqué la gente moría o porqué el sol salía y se ocultaba a diario. Para dar explicación a lo inexplicable el hombre inventó la magia, una de cuyas ramas, la encargada de dar una justificación a nuestra existencia, es a lo que llamamos religión. Pero a medida que este primate curioso fue afinando en el esclarecimiento de relaciones causa-efecto más sutiles, lo mágico fue perdiendo terreno. La naturaleza real de las enfermedades y de los movimientos de los astros fue poco a poco desvelada, y dejaron de ser necesarias explicaciones intuitivas e indemostrables para esos asuntos. (Tranquilos, amigos creyentes —de una forma que me costaría que entendierais, soy de los vuestros–— siempre nos quedará al menos un rincón inexplicable: “si nadie creo todo esto, ¿qué hace aquí?, y además, ¿para qué está?”)
El proceso al que me estoy refiriendo, que no es otro que el del conocimiento, es en definitiva el mismo al que aludía al inicio de este escrito: el que nos ha traído hasta aquí.

Pero lo anterior, aun siendo globalmente “bueno” (supongo que eso es incontestable, aunque lo entrecomillo porque cuando entran en juego ética y moral todo pasa a ser relativo), se vio afectado por una fuerte resistencia al cambio: habían sido demasiados milenios creyendo en el origen espiritual de las enfermedades o en el poder de los astros sobre nuestro destino, y la humanidad, además de su querencia a lo de siempre, tenía una auténtica hipertrofia del músculo de la fe. Necesitaba algo en lo que poder volcar su vocación mágico-fantástica, de origen inmemorial y que tan útil había sido siempre para tranquilizar y cohesionar al grupo. Y hete aquí que, para huir de su orfandad, haciendo la pirueta más surrealista que pudiera imaginarse, a la humanidad se le ocurrió la genial idea de convertir al conocimiento en su nuevo Dios, con todas sus consecuencias, incluida su naturaleza esotérica, todopoderosa, inexplicable… Suena a coña, pero es literalmente así. Y ello fue posible porque el conocimiento, tras desentrañar cosas cercanas y sencillas que todos podían constatar, fue dando paulatinamente explicación a asuntos menos obvios.
¿Alguno de los presentes ha visto, con sus propios ojos, un virus de la gripe? ¿Cuántos habéis podido constatar, personalmente, que las aves son descendientes de los dinosaurios? ¿Y cuántos habéis medido la distancia que separa la Tierra del Sol, o el perímetro de estos objetos celestes?
Yo acepto la evolución de las especies, o que la Tierra es una esfera, porque hay abrumadoras evidencias en ese sentido. Pero no “creo” en tales cosas, no son ninguna clase de artículo de fe, como tampoco “creo” que exista China o que Colón navegase hasta América, y me limito a aceptar como ciertas tales cosas aunque nunca haya viajado tan lejos, ni en espacio ni en el tiempo. Bueno, pues eso que parece bastante obvio, por lo visto no lo es, y al final resulta que la gente “cree en la Ciencia”; y lo que es aún más divertido, incluso “no cree”, lo que evidencia una delirante sacralización de la cosa.
El Dios de lo intangible parece haber muerto, pero por suerte tenemos un sustituto ¡Ufff... estamos salvados!: El Saber es mi pastor, nada me falta, y amaré al Conocimiento por encima de todas las cosas. No hay más Dios que El Saber, y Los Científicos son sus profetas.
Mi nuevo Dios, como los anteriores, tiene respuesta para todo. Todo sucede por algo, y si acudo a alguno de sus sacerdotes, como siempre hice, seguro que me indicará qué es lo correcto y la pauta a seguir para resolver mi problema.
Padre, mi hijo se distrae mucho en clase, es muy inquieto, no se centra… “Tranquila, hermana. Tu hijo padece TDAH, trastorno por déficit de atención con hiperactividad. Para ello hay tratamientos conductuales, así como otros basados en cambios de dieta… aunque lo más eficaz es la vía farmacológica: Ritalina (metilfenidato), Adderall (l-anfetamina), Dexetrina (metanfetamina)…”
Antes de la reconversión planetaria a la nueva religión, también había niños inquietos, por una u otra razón. La vida se encargaba, como siempre y como podía, de enderezar a la inmensa mayoría, aunque algunos de ellos nunca cambiaban, acaso por tratarse realmente de enfermos con problemas neuronales serios (¿uno de cada mil…? ¿uno de cada cien…?) Pues bien, nuestros nuevos sacerdotes estiman que más del 5% de nuestros hijos padece esa inventada dolencia (hay descerebrados por ahí que elevan la cifra al 33%). Extraordinaria noticia para Novartis, Shire Pharmaceuticals o Smithkline, fabricantes de los fármacos citados.
Padre, mi mujer ya no es la de siempre. Su interés por el sexo es mínimo… ya no sé qué hacer… “Tranquilo, hermano. Tu mujer padece TDSH, trastorno de baja lívido ocasionado por  un descenso en su producción de testosterona. Su cura es compleja, aunque pueden conseguirse notables mejorías con cambios de dieta y de hábitos, así como mediante tratamientos hormonales sustitutorios…”
A nadie le gusta envejecer, y para una mujer pasar de los cincuenta conlleva alcanzar la menopausia y que su cuerpo sufra transformaciones de todo tipo. Su deseo sexual irá indefectiblemente a menos, aunque cuánto y cómo sucederá eso variará notablemente en cada caso. La vida saludable siempre es obviamente recomendable, y uno puede ayudarla con complementos vitamínicos… aunque en mi opinión la paciencia, un buen vino y mejor compañía son la mejor alternativa posible. Y por encima de todo: que tu lívido baje con la acumulación de las décadas es completamente natural, no es ninguna enfermedad.
Padre, mi marido ya no es el de siempre. A él le da vergüenza reconocerlo, pero sus erecciones no son ni tan firmes ni tan duraderas como solían. Y en ocasiones, ni eso… “Tranquila, hermana. La disfunción eréctil, o DE, de tu marido, es algo muy común en estos tiempos, y obedece a multitud de causas (dejando al margen diabetes, esclerosis y otros problemas graves): estrés, malos hábitos… Por suerte, hoy en día la farmacopea es capaz de resolver de forma sencilla este tipo de problemas…”
 Exceptuando casos singulares, la DE viene a ser la imagen especular de la TDSH, y las conclusiones son las mismas: la vida es así, y cumplir años no es ninguna enfermedad. Un buen vino, buena compañía, paciencia… y a sacarle en cada momento a la vida lo que ésta pueda realmente ofrecerte, sin exigirle en vano lo veas por la tele o lo que te cuenten.
Otros ejemplos de no-dolencias elevadas a tal cosa por una mezcla de ignorancia e intereses bastardos:
 “El colesterol a más de 200”: Eso es sólo un dato, un hipotético factor de riesgo, o como mucho un síntoma, pero no una enfermedad. Todo parece apuntar a que tener altos niveles de colesterol en sangre aumenta las posibilidades de padecer trastornos circulatorios. Pero es objeto de intenso debate científico hasta qué punto eso es realmente así, en qué condiciones, qué relación hay con la dieta, cuáles son los niveles peligrosos y cuáles no… Yo, lo reconozco, tomo diariamente Simvastatina, y me hago al menos un análisis al año (tengo muchos antecedentes familiares de infartos) Pues bien, hasta el 2012, los niveles de referencia señalaban la banda 125-240 como normal para el colesterol total, pero desde entonces para acá la banda de normalidad ha pasado a ser 100-210. O sea, que hace tres años millones de personas que se acostaron sanas se levantaron “enfermas”… y los vendedores de yogures milagrosos y de estatinas sintéticas, multimillonarios. Qué casualidad, ¿verdad?
La alopecia”: Que se te caiga el pelo, al igual que que se te decolore, no es sino otra consecuencia natural de la edad. Yo tengo amigos que ya tenían el pelo blanco, y poco, a los treinta, mientras que otros siguen siendo osos como yo pasados los cincuenta (encima, como soy rubio, mis muchas canas se disimulan bastante) Si no te gusta lo que hay, pues no pasa nada: te tiñes, te depilas, te pones un gorro o lo que se te ocurra y puedas; pero créeme: eso no es una enfermedad (salvo casos obviamente extremos).
“La depresión”: Tranquilos, que no me he vuelto loco: la depresión existe como enfermedad, y muy grave, y se corresponde con un trastorno anímico severo que puede obedecer a múltiples causas, tanto genéticas como psicosociales. Peeero, por donde no paso, ni de coña, es por esa especie de imbecilidad planetaria de considerar a la tristeza una enfermedad. Si se te ha muerto un ser querido, ¿cómo no vas a estar triste? Si has perdido tu casa o tu trabajo, si tu amor te ha abandonado… ¿cómo coño no vas a estar hecho polvo? Pero, ¿qué tendrá que ver eso con una enfermedad? ¡Es la vida misma! ¿O acaso cuando empiezan las vacaciones y rebosas de alegría, estás enfermo de euforitis? Si tienes ganas de comer, ¿padeces hambritis? Todas las noches ¿sufres un acceso de sueñitis? La vida es así, y estar triste, a no ser que seas una piedra insensible, será una de tus formas habituales de estar vivo. Si tienes suerte, sólo te pasará durante un diez por ciento o menos del tiempo; y si la fortuna no te sonríe (pensemos en países en guerras interminables, en enfermos crónicos…), pues puede que te pases más tiempo triste que alegre. Y volvemos a lo de siempre: tienes todo el derecho del mundo a intentar escapar de tu tristeza, y hay miles de remedios más que testados para ello, desde viajar, cambiar de aires, conocer nuevas gentes, buscar razones para vivir (obviamente, también beber, comer, etc.) Pero si tu tristeza tiene una o varias causas nítidamente identificables, créeme: tú lo que estás es jodido, no enfermo. Plántale cara a la vida, duro con ella. Pero aléjate de las farmacias.
 “La homosexualidad”: Este sí que es un tema peliagudo, cuyo solo índice podría ocupar diez páginas. Pero me limitaré aquí a un simple apunte: en este caso, la medicalización del asunto obedece claramente a un premeditado desprestigio: el homosexual no es que sea diferente, alguien minoritario pero equivalente a ti en todos los sentidos, como podrían serlo los pelirrojos o la gente que mide más de dos metros, sino que se trata de un enfermo. Pobrecito. No deja de ser una perspectiva un poco menos brutal y primitiva que la históricamente dominante (considerar al homosexual un monstruo culpable merecedor de castigo), pero en el fondo es igual de perversa, y bien adaptada a los tiempos modernos: nuestro nuevo Dios, la Ciencia, determina que los raritos lo que son es enfermos. Dentro de poco Pfizer, Roche o alguna otra sacará al mercado el tratamiento definitivo para su cura. Entre tanto… ¿qué tal una lobotomía…?


La vida, ella solita y sin necesidad de inventos, ya es lo suficientemente dura. No vayas al médico porque sí, a ver “qué tienes”, porque ten por seguro que como lo hagas te dirá que tienes algo. Luego te recetará lo que corresponda, convencido de que te está ayudando. Porque si tú te crees que “lo tuyo” tiene nombre y un protocolo de tratamiento, que ya estás poniendo en práctica, de hecho pasarás a sentirte mejor. Es una de las variantes del conocido efecto placebo. Y todos tan contentos, incluida la Ciencia, reforzada en su papel de nuevo Dios que todo lo sabe y todo lo puede, sus fieles… y por supuesto los vendedores de fármacos, yogures, cremas, lociones…

Lo dicho: ¡Salud…!

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