viernes, 9 de octubre de 2015

La inutilidad de retorcer el lenguaje… y la lenguaja

Sinceramente, siento un punto de vergüenza cuando me veo arremetiendo contra los buenos sentimientos, por mucho que mi arremetida tenga que ver con alertar de los peligros de la ingenuidad y no con discrepancias de fondo sobre las causas de la indignación, o con las intenciones de quienes promueven cosas sobre las que acabo ironizando. Me pasa a menudo con los ecologistas, al igual que con otros muchos “istas” —feministas, animalistas, pacifistas, abolicionistas varios— y también con los “antialgo”. Es frecuente que discrepe en la precisión de su diagnosis, y más frecuente aún que lo haga con la viabilidad de sus recetas. Pero como no dejo de sentirme su hermano (como también me siento hermano de los cristianos de corazón, los musulmanes, taoístas, hinduistas o budistas poco dogmáticos y capaces de sonreír mientras bucean en el océano de sus ilusiones), al final me quedo con dudas de si no sería mejor dejarles que empujasen, torpe e intuitivamente, que mejor es que lo haga alguien que que no lo haga nadie. Porque la dirección —entendida ésta de forma generosa— seguramente es la correcta. O más o menos la correcta, que no es lo mismo, pero es igual (y gracias, Silvio).
No obstante lo anterior supongo que si este poliedro está aquí es para eso: para sacarle punta a los colchones y no dar por bueno lo que casi casi lo es… pero no llega a serlo del todo. De modo que a ello. Y esta vez, chán-tata-chán, le toca el turno del repasito al cándido buenismo lingüístico. Ya me sentiré mal después. Pero vamos allá, que lo mismo ayudo a hacer pensar; y de paso consigo arrancar alguna sonrisa.
No cabe duda de que el lenguaje es un artilugio informacional cuya función es dar a las ideas forma concreta y compartible ¿De qué serviría una lengua que fuera incapaz de trascribir lo que pienso, o que nadie entendiera?
Dos de las reglas básicas de todos los lenguajes son la precisión y la economía. Un perro es un perro —o un gŏu, que dirían los chinos— y no hay duda de qué animal se trata, lo mismo que el queso “se ve claramente que es queso”, que diría Eugenio. Ese bicho, tan común para todos, es nombrado con pocas sílabas y letras, lo que agiliza la transmisión de información. No hay ningún idioma —eso creo— en el que “perro” se llame algo parecido al sonido “P”, ni tampoco “cánidodomésticomultifuncionalquelomismosirveparahacercompañíaqueparaayudarconelganado”. La primera de las opciones sería lo más en concisión; pero el número de posibles palabras formadas con solo un golpe de voz es muy limitado, de modo que en todos los idiomas éstas se reservan para conceptos u objetos importantes y de uso constante: si, no, yo, tú, él, pan, sal… El megapalabro de antes tampoco es una opción, porque pese a su calidad descriptiva, antes de terminar de pronunciarla nuestro interlocutor ya se habría dormido sin saber de qué animal estábamos hablando. Mejor perro, o chien, o dog, y todos contentos.
Las lenguas son cosas que nacen del uso y con el uso evolucionan, tirando de mestizaje y adaptación al medio, como los seres vivos. Del latín brotaron el español y el resto de las lenguas romances, de forma muy similar a como surgieron el perro, el lobo o el zorro, a partir del tomarcturus ancestral.
Peeeero —ya estaba tardando la formulita— el hombre es un primate peculiar, y si ya fue capaz de modificar las condiciones ambientales como para que Canis lupus familiaris acabase teniendo versiones tan dispares como el caniche y el mastín, ¿porqué no hacer lo propio con el idioma? En román paladino: en lugar de quedarse esperando a ver en qué tiene a bien dar la evolución natural de las lenguas, empujemos un poquito para acá o para allá, para que al final terminen dando en lo que más nos interese.
La justificación del planteamiento anterior es que si el idioma es el mecanismo que sirve para dar forma a las ideas y compartirlas, cambiando el mecanismo lo mismo conseguimos cambiar las ideas de fondo, que es lo realmente interesante. Si eso fuese posible, podríamos conseguir de un salto lo que siguiendo los procedimientos evolutivos normales suele demorar siglos, e incluso milenios ¿Cuánto se tardó en abolir la esclavitud, tomando como punto de partida del proceso las primeras reflexiones respecto a su  cuestionabilidad? ¿Y el sufragio universal? ¿Y la igualdad de derechos de hombres y mujeres? Pues lo dicho: cambiemos la forma de hablar y cambiaremos la forma de pensar. Cambio detrás del cual estará el de la propia humanidad.
Qué bonito lo anterior, ¿verdad? ¿A que es lógico que me sienta mal, tirando piedras contra esa monada? Solo que el hecho de que una idea sea bonita, bienintencionada y loable, no la hace viable. Y malgastar energías en opciones inviables puede ser peor que reservarlas para empeños más fructíferos. Desde esa perspectiva, me pongo el uniforme de Pepito Grillo y les pregunto a mis chicos y chicas soñadores y soñadoras: ¿habéis oído hablar del Esperanto?
Eso de cambiar la forma de hablar para hacer lo propio con la mente fue la idea central que movió en 1887 al oftalmólogo polaco L.L. Zamenhof a crear el Esperanto. Este hombre, tras diez años de esfuerzos coordinados de un grupo de amigos y entusiastas lingüistas, tuvo a bien alumbrar una nueva lengua destinada a ser el idioma universal que acabase con las rencillas nacionales y nacionalistas. La argumentación de fondo, supongo, sería más o menos la siguiente: “si todos hablásemos igual nuestros pensamientos estarían más próximos y serían más fáciles de compartir, lo que equivale a decir que sería más fácil entendernos y más difícil que las diferencias acabaran en disputas”
La idea tuvo al principio muy buena acogida, sobre todo entre los movimientos internacionalistas y universalistas del momento. Pero poco a poco fue ganándose enemigos, especialmente de tipo político, y no solo entre los nacionalismos más exacerbados, como habría sido de esperar (por ejemplo, el imperio japonés o la Alemania nazi), también en otros ámbitos supuestamente internacionalistas, como la Unión Soviética.
En todo caso, no fue ninguna clase de conspiración universal la que dio al traste con el sueño esperantista, sino su propia inviabilidad práctica. Porque las lenguas no son convenios sociales ajenos a las personas, sino parte de su esencia cultural desde el momento en el que éstas pasan a ser algo. Son la prolongación natural de la leche de tu madre, lo que sigue al gesto, las instrucciones para aprender a jugar, y después, para aprender a aprender. El vinculo que conecta tu capacidad de conceptuar con el resto del universo. Si una lengua no es materna, al menos en alguna parte, no es una lengua, sino simplemente un código de comunicación, que ni es lo mismo ni es igual (gracias de nuevo, Silvio).
Lo anterior acaso sean tan solo elucubraciones de un poliedro (biólogo, músico, escritor, alpinista y cuarenta cosas más; pero no lingüista), de modo que acudiré a una argumentación más sencilla e inapelable: que el sueño del esperanto no prosperó lo evidencia el número de sus hablantes —un millón, aceptando la más generosa de las estimaciones— 128 años después de su nacimiento. Diez veces menos que el número de creyentes en la doctrina espiritista. Cincuenta veces menos que los seguidores del Barça en facebook. El fuego, la rueda, la agricultura, el fusil, la máquina de vapor, el automóvil, el avión, internet… Cuando algo es una buena idea y funciona, ya no hay nada que lo pare. Y ese no fue, precisamente, el caso del esperanto. Y punto.
Ahora, siglo y cuarto después, el buenismo ingenuista promueve algo parecido: acabar con la sociedad sexista manufacturando un leguaje sexualmente correcto que cale en los individuos y contribuya a modificar su modo de pensar. Pues va a ser que no. Y no porque me parezca bien perpetuar los esquemas paleolíticos de reparto de roles basados en potencia muscular y dedicación a la procreación (ya se explayará este biólogo en su momento, pero vaya un anticipo de mi parecer: no somos equipotenciales; e intelectualmente, es probable que la cosa quede en un 55/45, a favor de ellas); pero eso no me impide considerar enternecedoramente inútiles atajos como esos, que obvian los preceptos básicos del lenguaje: que se te entienda bien, y rapidito.
El género neutro podría haber sido una buena solución para situaciones comprometidas. Cuando hay que referirse a un grupo de entes masculinos y femeninos se acude directamente como genérico al masculino, sin hacer un censo previo y dictaminar democráticamente si lo correcto es “vosotros” o “vosotras”. Si hay diecisiete gallinas y un gallo, el grupo es “vosotros”, y amén, por antidemocrático que ese resumen resulte. Acaso hubiera sido más razonable acudir al género neutro, apoyado por ejemplo en la “e” (en este caso, vosotres). Pero a nadie se le ocurrió salir por ahí, de modo que si se intenta esa fórmula, lo más probable es que piensen que estás hablando en bable: “todes vosotres, pasen y se sienten” (habría sido indiscutiblemente bable si la frase anterior hubiera rematado con la interjección interrogativa, “¿oh?”: “todes vosotres, pasen y se sienten, ¿oh?” ).
La propuesta, que se concreta en verbalizaciones del tipo “nosotros y nostras estamos muy contentos y contentas de que los trabajadores y las trabajadoras madrileños y madrileñas…”, etc., etc., etc., se habría quedado en ocurrencia disparatada, y nada más, de no ser porque políticos, periodistas y otras subespecies humanas que viven por y para el qué dirán, interpretaron que ese ridículo escorzo lingüístico era lo máximo en modernidad e igualdad social, y que el que no lo pusiera en práctica era un machista cavernícola. Una vez que salió por la tele, que es por donde los dioses contemporáneos se hacen visibles a la plebe, la corrección de la fórmul@ —eso de la arroba es una variante de lo mismo— quedó definitivamente consagrada.
Así que ya estamos todos y todas jodidos y jodidas, obligados y obligadas a gastar saliva y salivo, tiempo y tiempa,  tóner y… ¿toneresa? (vosotros y vosotras me perdonaréis, pero ignoro el femenino y la femenina de ese producto y esa producta), para que ninguno y ninguna se llame a engaño ni a engaña y me tome por un retrógrado o una retrógrada.
La idiotez de remarcar la pansexualidad de lo que se dice, además de atentar contra las normas de precisión, inteligibilidad y economía inexcusables para cualquier lenguaje, es una flagrante forma de discriminación. Si yo digo, “hola a todos”, en simple y llano castellano, queda claro que estoy saludando a toda la concurrencia. Pero si digo “hola a todos y a todas”, es obvio que estoy destacando que me dirijo a todos los presentes de sexo masculino y de sexo femenino, resaltando tal condición, evidenciándola, convirtiéndola en referente sustantivo del discurso ¿No es eso, precisamente, destacar aquello que supuestamente pretendía darse por superado? ¿Qué ocurriría si en lugar de decir “todos y todas”, dijera “españoles y extranjeros”, o “blancos y negros”? Sería obvio que estoy dando una importancia singular a la nacionalidad o la raza de mis interlocutores, lo que evidenciaría la relevancia de tal circunstancia. Hablando en llano: discriminación pura y dura; y para colmo, maquillada por un paternalismo mal disimulado: ”Pobrecitas las mujeres, los extranjeros, los negritos… si hablo así para que no se sientan inferiores…” (¡Puaj..!)
Estaría bueno que ahora alguien me tomase por machista. Sin duda, no sería nadie de los que me conoce en persona, ni mi mujer (igual de culta y bastante más lista que yo, de cuyo trabajo vivimos toda la familia desde que hace cinco años mi oficio de ambientalista entró en crisis —antes, cargábamos con la cosa a medias, como espero que vuelva a ser algún día—), ni ninguna de mis dos brillantes hijas (os dejo un par de links, para que el que quiera se deslumbre: http://ireneferradas.wix.com/ireneferradas, http://ayudantededireccion.blogspot.com.es/), ni nadie entre mis muchos amigos, conocidos y cómplices, tanto hombres como mujeres. Más de uno entre ellos milita en alguno de los “ismos” y “antialgo” de los que hablaba al principio, y periódicamente tengo con ellos amigables y enriquecedores encontronazos, porque mi perspectiva poliédrica casi nunca es políticamente correcta. Y esto vale tanto para con los valores tradicionales como para con los modernos.
Mi opinión respecto a este asunto, como me sucede con tantos otros, es que el movimiento se demuestra andando, y a estas alturas del partido nadie tiene excusa para repetir inercialmente los vicios y roles paleolíticos sexistas. Es intolerable llamarle a alguien “nenaza” como sinónimo de cobarde (peor aún, “maricón”), o “chicazo” a la cría a la que le gusta el fútbol. Pero si cuando alguna amiga acomete un acto de valor le digo “olé tus cojones”, lo último que se me pasa por la cabeza es analizar si tal expresión pudiera ser o no sexista. Si quieres aprovechar mejor el tiempo, madruga, no te limites a cambiar el reloj para que a la diez parezca que son las siete.    
En el fondo y en la fonda, esta disquisición es irrelevante e irrelevanta, porque si algo o alga no funciona ni funciono, la mecánica y el mecánico de la vida y el vido lo condena al olvido… y la olvida.
¿Cómo es posible que Les Luthiers no hayan compuesto todavía ninguna canción con este jugoso asunto…?

2 comentarios:

  1. ....ya lo harán, Miguel.. antes que otro de ellos se nos vaya.. Como siempre, te leo y te celebro

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    1. Muchísimas gracias y muchísimos gracios, por estar siempre ahí. Y no solo receptivo, sino por igual aportador y sugerente. A ver si volvemos a coincidir pronto subiéndonos alguna montaña, o algún montaño. Adios (por ejemplo, Baco), y Adiosa (por ejemplo, Afrodita)

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