martes, 24 de octubre de 2017

Pero ¿cómo es posible que, hoy en día, tantos españoles odien a España?

La respuesta es rotunda y sin matices: Gracias a Francisco Franco Baamonde, Caudillo de España por la Gracia de Dios. Con un par: por la Gracia de Dios, argumento irrebatible con el que aquél hombrecillo, genio militar y persona miserable, armó una teocracia ególatra y fascista cuya onda expansiva aún sacude y convulsiona nuestra fatigada piel de toro.
No pienso aburrirme ni aburrir a nadie intentando una torpe aproximación histórica al franquismo. Eso ya se ha hecho decenas de miles de veces, con más argumentos y perspectiva que yo; que no dejo de tener la mía, pues mi infancia y adolescencia transcurrieron en aquella España del Caudillo. Pero como parece que por estos lares hay muy poca memoria, me siento casi obligado a sacar cuatro datos del baúl para ayudar a aclarar algunas cosas y poner a más de uno en su sitio.
Y vaya por delante: la motivación fundamental que me nueve a escribir esto es el patético y desorientado buenismo equidistante de Podemos, que pretende que los nacionalistas, por un lado, y el resto del universo, por otro, son alternativas equipotenciales a las que lo único que les hace falta es dialogar. Me morderé la lengua para no preguntarles, directamente, si los problemillas que tuvieron nazis y judíos, o negros y Ku Klus Clan, también se debieron a falta de diálogo.
Hace poco oí decir por la radio, no recuerdo a qué reconocido historiador, que el lastre mayor con el que había tenido que cargar la “Marca España”, antes aún de que tal concepto se inventase, era la reformulación cuasi esperpéntica de la historia y de la esencia de lo español perpetrada por el franquismo. La España inventada por El Caudillo y sus secuaces, ese puré de pasado imperial sacrosanto e intachable, ultraortodoxia católica, excelsitud de sus élites y rancio casticismo de su abnegado populacho, era tan infumable, tan casposo, tan mentira de cabo a rabo, que consiguió el rechazo unánime no ya de sus enemigos naturales (los republicanos y todas las izquierdas derrotadas en la guerra civil que convirtió a ese gallego en Caudillo), sino de todo aquél que tuviera un mínimo de cultura y alguna ilusión por alcanzar un futuro que no oliera a naftalina.
Lo peor no fue el hecho de que el franquismo se inventara una historia de España y de “lo español” a su medida, sino que además perpetró una sistemática apropiación indebida de todo tipo de símbolos. La bandera de España pasó a ser “su” bandera, el himno “su” himno, los logros históricos, científicos o deportivos que cualquier español consiguiera o hubiera conseguido a lo largo de la historia, eran “sus” logros, los éxitos de su imaginada e inventada España imperial, que al parecer existía desde el principio de los tiempos (de hecho romanos y musulmanes no habían invadido la Península Ibérica, sino España), y cuya católica identidad había alcanzado su cristalización suprema en El Caudillo. No lo olvidemos: Caudillo de España por la Gracia de Dios.
Inevitablemente, los que no comulgaban —qué verbo más oportuno, ¿verdad?— con la ideología del Estado fueron sintiendo un progresivo desapego hacia lo que éste exhibía como  materia propia, hasta terminar odiando sus símbolos, sus referencias… al margen de que éstos no fueran en realidad los suyos, sino los de todos: rojo, amarillo y rojo, eran los colores de referencia de España desde 1785 (en origen, fue un pabellón de la marina de guerra destinado a facilitar a distancia el reconocimiento de los buques), y la Marcha de Granaderos la cancioncita que servía para identificar a nuestro país desde 1770. Pero 150 años después, un cruel iluminado había conseguido que todo el mundo identificara tales cosas como referencias de su poder, estandartes de su ideología. Y cuando murió el perro, nos dejo de herencia la rabia.
Se cambió el escudo, retirando el águila imperial —conocida vulgarmente como “El Pollo”— los símbolos falangistas, el cartelito de “Una, Grande, Libre”, se cambió la corona por otra más borbónica, y poco más. Pero la bandera siguió siendo roja y amarilla con un escudo en medio, indistinguible de la de El Caudillo a diez metros. Y el himno también se dejó como estaba, con esa afinación y cadencia que tan bien armonizaba con el “Cara al sol” (para quien no lo sepa: “El Cara al sol” es el himno de la Falange, movimiento político fascista español fagocitado por el franquismo por necesidad, dado que el franquismo no tenía en origen ideología política alguna, más allá de la tradición y un catolicismo ultra ortodoxo).
(La imagen anterior es exagerada —no he encontrado otra mejor— pues el escudo franquista era de tamaño similar al constitucional, por lo que a cierta distancia y ondeando al viento, ambas banderas parecen la misma)
A los españoles no franquistas, como a una jauría bien educada por Pavlov (el descubridor de los reflejos condicionados), les resultó inevitable sentir urticaria cada vez que veían aquellos símbolos, por mucho que estuvieran remozados y que ya no representaran nada oscuro. Y lo más gracioso es que esa perversa y absurda asociación de ideas sigue aún ahí, lastrando a gentes de generaciones posteriores que solo conocen a Franco como figura histórica, comparable a Calígula (no diré César para no regalarle una grandeza inmerecida): Pablo Iglesias Turrión… ¡nació en 1978, tres años después de la muerte de Franco y dieciocho después que yo! ¿Cómo es posible que los de su generación, que no tuvieron que entrar desfilando en clase —y yo sí—, que no tenían ángelus obligatorio a las 12 —y yo sí—, que no se tragaron año tras año el Desfile de La Victoria (cientos de tanques y aviones conmemorando el sometimiento de las huestes marxistas a manos del Caudillo de España, por la Gracia de Dios, bajo un mar  de banderas rojigualdas y con el himno nacional de fondo), sean incapaces de disociar esos símbolos de un pasado que no vivieron… y yo sí?
Y lo de los símbolos no fue lo peor. Lo realmente grave fue que todo lo que tuviera que ver con España, hasta el propio nombre, se vio infectado por el mismo virus. A partir de la llegada de la democracia todo aquel que no quisiera ser relacionado con un pasado declarado oficialmente ominoso (dejaré para otro momento el que esa simplificación satanizadora es incorrecta y desproporcionada), tenía que abjurar de “lo español”. Había que quitar eso de “España” de todos sitios, como si apestara. Esto era “El Estado”, “El País”, o como mucho “El Estado español”, pero jamás España, término repugnante que al parecer se refería a cierto reino fascista del pasado.
La política, ya se sabe, hace extraños compañeros de cama. Y uno de los casos más surrealistas que quepa imaginar es el de la comunión acaecida en España entre las izquierdas —sobre todo las más radicales— y los nacionalismos periféricos.
Los nacionalismos catalán y vasco, al margen de hipotéticas razones históricas seculares (en las que por su complejidad no entraré aquí), nacieron a mediados del siglo XIX, integrados en la misma ola nacionalista que alumbró los estados unificados de Italia y Alemania. Y brotó en el seno de las clases más tradicionales y acomodadas de Cataluña y Las Vascongadas, tan meapilas y tan de derechas como lo sería posteriormente el franquismo, que inevitablemente terminaría por convertirse en su enemigo natural, dada su condición de nacionalismo españolista.
A comienzos de la democracia, una frase que se hizo célebre, y que aunque Iglesias Turrión y los suyos supongo que la conocerán por las hemerotecas yo la usé a menudo, decía “contra Franco, vivíamos mejor”. La frase, cuyo primer padre no recuerdo ahora (acaso el magistral humorista Forges), era una broma especular de un mantra franquista del momento: “con Franco vivíamos mejor”. Lo genial del asunto era que ponía en descarnada evidencia la mediocridad e incompetencia de muchos progres y revolucionarios, que cuando tuvieron que dejar las pancartas y empezar a poner en práctica lo que predicaban no supieron dar una a derechas. Porque es muy distinto predicar que dar trigo, como están aprendiendo en cursos acelerados los podemitas ¿verdad, mis tiernos románticos?
A lo que íbamos:
1º) Los símbolos del franquismo son la bandera rojigualda, la marcha de granaderos y cualquier cosa que huela a España.
2º) Los enemigos del franquismo lo son también por inercia de sus símbolos: bandera, himno y cualquier cosa que huela a España.
3º) Los enemigos de mis enemigos son mis mejores amigos. De modo que ¡Demócratas todos, socialistas, liberales, revolucionarios de todas las orientaciones, luchadores antifranquistas de cualquier condición (lo que obviamente incluye a todo tipo de nacionalistas antiespañoles): unámonos todos contra el monstruo! ¡Recuperemos la libertad y la democracia…!
¿Sabíais esto, oh mis tiernos podemitas treintañeros? ¿Sabíais que la alergia espontánea que sentís hacia la bandera, el himno, las sevillanas, la paella, el gol de Hiniesta, la Macarena, la Tuna, la Jota, el Camino de Santiago y los otros siete mil referentes de lo inequívocamente español, se debe a que vuestros padres y abuelos no fueron capaces de disociar tales cosas de la nefasta apropiación indebida que hizo de ellos Francisco Franco Baamonde, Caudillo de España por la gracia de Dios?
¿Sabíais, oh mis tiernos podemitas, que los nacionalistas encarnan el anticristo de vuestro ideario, que son lo peor de lo peor —dentro de lo legalmente aceptado por la sociedad— que os podríais echar a la cara?
Nacionalismo, por definición, es supremacismo. Para un nacionalista, su patria, lo suyo, los suyos, son los más de lo más, algo incomparable y que debe ser defendido a capa y espada de los otros, los que no son ellos, los demás —¡Puaj— que solo pueden ser clientes o amenaza ¿Esos son vuestros compañeros de viaje, los luchadores por la libertad? ¿De quién se supone que nos estáis defendiendo, junto a ellos? ¿De Franco? ¿Tenéis a mano un calendario?
Izquierdistas de toda la vida (y mi corazón es y será siempre uno de los vuestros), vamos a intentar reescribir juntos el referente inamovible de todas las izquierdas, “La Internacional”, para acoger como se merecen a nuestros nuevos camaradas, los nacionalistas. Pero centrémonos por el momento solo en el estribillo, para no aburrir al respetable. Cantad conmigo:
“Separémonos todos,
en la reivindicación interminable,
y se alce mi pueblo con valor (porque el resto de pueblos me importan una mierda),
por la Nacionalista…”
¿Pero no lo veis, almas de cántaro, que el nacionalismo es exactamente lo opuesto de todos vuestros ideales? El nacionalismo son las fronteras, clasificar y valorar a los seres humanos en función de su procedencia, amar con pasión desmedida lo puntual y considerar lo global algo subsidiario, un territorio por conquistar, una oportunidad de rapiña para la mayor gloria de tu patria excluyente, sacrosanta y suprema. Nacionalismo es Trump, proclamando con impúdica soberbia “America, the first”. Es el populacho sexagenario rural británico, soñando con su extinto imperio y lastrando al resto de sus compatriotas con el Brexit. Son los seguidores de Le Pen, nostálgicos en este caso de su pasada “Grandeur”, abogando por la disolución de la UE. Es Erdogan islamizando Turquía, son Orbán en Hungría, Kaczynski en Polonia...
Todos amamos a nuestra madre, y eso es algo natural e inocuo. Pero los nacionalistas sufren un complejo de Edipo compulsivo, lo que además de una triste dolencia merecedora de compasión es algo tremendamente peligroso para los que les rodean. Jalear a un nacionalista, decirle que estás a su lado en la defensa de las libertades, es como regalarle una botella de whisky a un alcohólico, como darle cerillas a un pirómano.
Los que ya me conocéis sabéis que no estoy diciendo que el nacionalismo catalán o vasco sean malos y el nacionalismo español bueno. Nada de eso. Lo que digo es que mi madre era una mujer guapísima e inteligente, pero que tenía sus cosas y nunca busqué una pareja que se le pareciera. Es probable que ame más a mis círculos concéntricos más próximos (mi familia, mis amigos, el barrio en el que me crié, las montañas donde aprendí a escalar…), que a los más alejados (España, la UE, la Civilización Occidental, el planeta Tierra, la Vía Láctea…), pero no pierdo la cabeza idolatrando uno de esos niveles o considerando que el círculo siguiente es el enemigo. No puedo evitar ser madrileño, porque nací y me crié en esa ciudad, y eso me hace español —cosa que tampoco puedo ni pretendo evitar— y europeo, y occidental, y terrícola, y etc., etc., etc.
Lo anterior, lo de vivir rodeado de un conjunto de círculos concéntricos de afinidades y afectos, no es que me pase a mí como bicho raro: es que la condición humana es así.
Y creedme, ni vuestra madre es la mejor del universo ni ningún monstruo: es simplemente vuestra madre. Os aconsejo que os limitéis a aceptarla como tal, y que no le dediquéis más tiempo ni energías de las realmente necesarias ¡Anda que no hay por ahí asuntos mil veces más interesantes a los que prestar atención…!

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