viernes, 19 de septiembre de 2014

Nación, nacionalismo y evolución

El hombre es un primate social. Muy social. Ya lo eran los ancestros a partir de los cuales evolucionó, y éste –nosotros- conservó y abonó ese rasgo a medida que progresaba, porque en el grupo está la fuerza que el individuo no tiene, y trabajar favor del grupo es hacerlo a favor de cada uno de sus individuos; lo que en definitiva se acaba traduciendo en mayores posibilidades de supervivencia de la especie.
De modo que el clan es seña de identidad de lo que somos. Un clan que, aunque se iniciara circunscrito al ámbito familiar (de hecho, todos los mamíferos son sociedades familiares), desde siempre incluía a un grupo algo más numeroso. Porque el clan no eran sólo el individuo y sus consanguíneos, sino también el resto de los compañeros de cueva (la mayoría parientes, aunque más lejanos), con los que podía contar para todo, como ellos podían hacerlo con él. Juntos buscaban recursos, amparo, protección frente a todo tipo de peligros… incluidos los que suponían los otros clanes.
·         Yo y los míos = seguridad, cariño, comprensión, confort, supervivencia.
·         Los otros = miedo, odio, incomprensión, penurias, muerte.
Lo anterior no es una hipótesis, sino un resumen, que cabría expresarlo en la siguiente dicotomía: “Yo y los míos… ¡Mmm, qué rico! / Los otros… ¡Puaj, qué asco!”.
A medida que los clanes crecían e iban ocupando mayores territorios los contactos entre ellos pasaron a ser relativamente frecuentes, y aunque el conflicto fuera una de las formas habituales de relacionarse, no era la única. La curiosidad, otro rasgo más identitario aún de nuestra especie que la sociabilidad, alentaba el intercambio. Y puestos a intercambiar… ¿por qué no hacerlo con la cosa más infaliblemente placentera que existe? El resto es manivela: acabamos de ampliar el círculo de la consanguineidad, y con ella los límites del clan. Ahora somos más, nuestro clan es más grande, más fuerte, más capaz de pervivir. Pero ojito, que estoy hablando de nuestro clan, porque el principio fundamental sigue siendo el mismo: Yo y los míos… ¡Mmm, qué rico! / Los otros… ¡Puaj, qué asco!
El clima mejora, y los experimentos y casualidades locales que llevan ya milenios rodando aisladamente en clanes dispersos (llamémosle protoagricultura, protoganadería, protocerámica…), se ponen en práctica a gran escala. Aquello funciona, y las poblaciones se multiplican a lo largo del periodo conocido como Revolución Neolítica, que es el origen de los asentamientos estables, los excedentes alimentarios, el comercio, la estratificación social… En definitiva, el inicio de las sociedades humanas complejas, las cuales permanecieron sin cambios realmente sustantivos hasta hace apenas nada, cuando la humanidad pegó su siguiente gran salto gracias a la Revolución Industrial.
Bueno, a todo esto: y del clan, ¿qué? Pues la cosa se acomodó, y el criterio de consanguineidad dejó paso a los de comunión de cultura y valores. Los míos no son ya mi familia, cercana o lejana, sino los que hablan mi lengua, comparten mis tradiciones, principios morales, gustos culinarios, estéticos, musicales… Los parámetros a considerar son variopintos, y en ocasiones el idioma o el derecho –o sea, las normas de convivencia- son argumentos totalmente cruciales, mientras que en otros casos lo son las creencias, los intereses económicos o incluso la etnia, haciendo así una pirueta que nos trae de regreso a criterios de consanguineidad. Pero sea como fuere, el principio motor del asunto sigue incólume: Yo y los míos… ¡Mmm, qué rico! / Los otros… ¡Puaj, qué asco!

¿Y ahora? Pues me temo que las cosas, a nivel mundial, no han cambiado mucho. No hace falta ser demasiado sagaz para darse cuenta de que, en la mayoría de los conflictos nacionalistas, el quid de la cuestión parece estar en dónde pongo la raya gorda y separo mi clan del de los otros No debemos dejarnos engañar porque en uno de los bandos se defienda un clan más limitado (Escocia, Cataluña, Quebec, Chechenia…), con menor credibilidad internacional y justificación histórica, y en el otro un clan más amplio (Reino Unido, España, Canadá, Rusia…), con mayor credibilidad e historia: lo que separa a ambos bandos son cosas cuantitativas, no cualitativas, y el juego es el de siempre, el del Mmm frente al Puaj, que no transcribiré aquí de nuevo entero para no aburrir con el chiste.

Tengo fobia a las equidistancias hipócritas -ya lo dicho más veces- y creo que es claramente más tonto un defensor de la República Independiente de Los Molinos que otro que defienda la República Madrileña. Pero pienso, sinceramente, que ambos hipotéticos sujetos padecerían en distinto grado la misma dolencia: Nacionalitis, amor arrebatado y desmedido por el propio ombligo y obsesión por su acotamiento (me refiero al del ombligo).
Ha habido momentos en los que algunos clanes gigantescos parecía que iban a absorber al mundo entero. Eso pasó, por ejemplo, con los imperios romano, español, británico… Pero la pax romana, la hispánica o la británica, distaban mucho de ser una armónica conjunción de clanes entrelazados: eran, simple y llanamente imperios; es decir, mandatos por fuerza de un poder central sobre una periferia, a menudo inmensa. Vamos, que la cosa seguía siendo la misma de siempre, aunque a otra escala.
Pero, como ya argumenté en otros escritos presentados en este mismo foro, por suerte, la humanidad parece embarcada en una evolución a mejor. Despacio, mucho más lento de lo que algunos soñadores quisieron creer (por ejemplo, el concepto de cosmopolitismo, que sería la antítesis del nacionalismo, nació en la Grecia clásica), por lo que algunas tendencias que ya se apuntan tardarán generaciones en consolidarse, e incluso siglos en implantarse como criterios universales. Y una de esas tendencias, qué duda podría caber, es la aspiración a la disolución de las fronteras. A que cosas como el muro de Berlín, el desierto ensangrentado que separa Méjico de EEUU, las vallas de Melilla atestadas de infelices, o las costas de Lampedusa cercadas de náufragos, sean desterradas cuanto antes a algún remoto rincón de nuestro triste pasado. Porque, seamos serios, ¿acaso la reivindicación de una nación no es la reivindicación de una raya bien fuerte y bien sólida que nos separe a “nosotros” de “ellos”.
Hombres y mujeres no somos iguales y nunca lo seremos (lo sé doblemente, por mi condición de biólogo), pero eso no ha impedido que, en casa, el reparto de roles sea exclusivamente por competencias. Así, y por ejemplo, ella maneja el dinero y yo piloto la cocina. Brasileños y portugueses no son iguales y nunca lo serán, y por su propia naturaleza los primeros están abocados a la samba y los segundos al fado. Siendo obvio todo lo anterior, venir ahora con ocurrencias como la educación segregada o el fortalecimiento de las fronteras –no digamos ya la creación de nuevas- sólo puede interpretarse como aberrantes pasos atrás, nadar contracorriente en el fluir de la historia. Una historia larga y a la que aún le faltan miles de kilómetros, pero cuyo sentido de flujo es totalmente evidente. ¿Cómo es posible que no sean conscientes de ello tantos y tantos catalanes, vascos o escoceses siete veces más leídos y viajados que yo, con dos y tres carreras y un cociente intelectual que le saca al mío tres vueltas? (Bueno, tampoco tantos: bloguero y modesto son conceptos incompatibles).
Para evidenciar lo evidente, me voy a definir dos veces:
·   Vertebrado, mamífero, primate, homínido (y más concretamente Homo sapiens sapiens)
·   Terrícola, europeo, español, madrileño (criado en Chamberí pero madurado en la Sierra)
Si viene alguien y me pregunta, ¿tú que eres, qué te sientes más: primate u homínido?, inevitablemente pensaré que estoy ante un pobre ignorante, un imbécil. Y si lo que me pregunta es ¿tú qué eres, qué te sientes más: madrileño o español?, pues tres cuartos de lo mismo.
Y para los que no lo sepan –el que quiera, que alegue que es de Ciencias- imbécil procede del término latino imbaculum; es decir, sin báculo, sin bastón, ignorante carente de apoyo, de argumentos sobre los que sustentarse…
Como remate, diré que mi patria está donde está mi corazón; y que, no sé si seré muy raro, pero siempre termino amando todo aquello que llego a conocer de verdad.

Pues eso.

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