sábado, 27 de febrero de 2016

¿Porqué las religiones odian/temen tanto al sexo?

Generalizar siempre es arriesgado, lo sé. Pero dado lo universal y peliagudo del tema, voy a hacerlo.
El asunto en cuestión es la curiosa actitud que, con carácter prácticamente universal, muestran las religiones hacia el sexo. Ya sé que al referirme a “las religiones” lo estoy haciendo a una gran diversidad de sistemas culturales, creencias y normas de convivencia, cada una con señas de identidad específicas. Pero si nos quedamos con la media docena de doctrinas que aglutinan a más del 90% de los habitantes de este planeta que se consideran creyentes, podemos encontrar algunas pautas muy similares. Una de ellas es su actitud hacia el sexo, faceta de las relaciones humanas hacia la que todas profesan una mezcla de obsesión reguladora, temor y odio visceral.
Ojo, no estoy diciendo que las grandes religiones satanicen sistemáticamente el sexo y la sexualidad, para nada. Lo que hacen, por el contrario, es sacralizarlo de forma perversa, limitando hasta el delirio lo lícito y lo ilícito, lo aceptable e inaceptable. Básicamente, el esquema general es algo así: “la sexualidad es una dimensión sagrada, un regalo de Dios/los dioses que sólo puede ser usado con exquisito respeto a las normas establecidas”. Ni que decir tiene que las reglas en cuestión son las establecidas por los administradores religiosos. El placer inherente a la sexualidad es potencialmente peligroso, y sólo en el marco excepcional de las normas que las religiones establecen puede ser aceptado y disfrutado como lo que es, un regalo de Dios/los dioses. Fuera de ese marco, es el peor de los enemigos. Prácticamente, la personificación del mal.
Lo anterior, en román paladino, cabe traducirlo en que las relaciones sexuales sólo son lícitas dentro de la pareja heterosexual previamente consagrada por Dios/los dioses, y que todo lo demás es equivocado, erróneo, vicioso, perverso. Incluso dentro de la intimidad de las parejas heterosexuales divinamente bendecidas, también existen limitaciones, considerándose en muchas ocasiones perverso aquello que centra su foco en el mero placer, sin relación alguna con la procreación.
No voy a hacer una lista aquí de lo que, con carácter general, las religiones consideran prácticas impuras, porque no iba a acabar nunca. Además, no tengo la menor intención de que esta entrada se me desvié a territorios técnicos o “morbosos”. Baste pensar, simplemente, que en esa infinita lista de prohibiciones habría que meter a todo lo que tenga que ver con la masturbación, con las relaciones homosexuales, con el sexo esporádico, e incluso con el más clásico encuentro estándar entre novios enamorados… si aún no han pasado por el altar.
Pero ¿cómo es posible tamaña monstruosidad? ¿Cómo es posible que sistemas de creencias creados por la humanidad a lo largo de su evolución para intentar explicar el porqué de su existencia y la lógica que sujeta el Universo, concebidos para intentar rescatar a los hombres de sus miedos y angustias, carguen de manera sistemática y despiadada precisamente contra aquello que, de la forma más sencilla, barata e infalible, podría darles al menos algunos instantes de felicidad? Algo que brota espontáneamente dentro de cada ser vivo y cuyas posibilidades de generar felicidad, tanto a uno mismo como a los demás, son inmensas.
Obviamente, la pulsión sexual, como cualquier otra pulsión humana, puede ser usada de forma positiva o negativa. Las ganas de mejorar son imprescindibles para avanzar; pero también pueden exacerbar la competitividad y el “todo vale”. La curiosidad es igualmente imprescindible; pero también cabría calificar como de curiosidad lo que sentía el doctor Mengele cada vez que entraba en su laboratorio…
 No obstante lo anterior, las religiones parecen focalizar de forma obsesiva su atención hacia el sexo, singularmente para alertar sobre los terribles peligros de dejar que fluya de forma natural, y que se exprese según lo sentimos sin someterlo a la férrea disciplina de unas normas, incomparablemente más castradoras de las que las religiones tienen previstas para controlar otros apetitos naturales.
Sobre este desconcertante asunto llevo reflexionando desde mi preadolescencia. Y yo, que siempre he sido —como Machado— “en el buen sentido de la palabra, bueno”, que tengo menos peligro que una espada de tela, y soy tan sexualmente curioso como el que más, jamás terminé de entender cuál era el lado satánico de la sexualidad. Es más: llevo décadas convencido de que esa equiparación forzada y surrealista de sexo espontáneo y mal está en la base de muchas actitudes realmente perversas. Citaré al respecto el más simple y elemental de los ejemplos: “Si el sexo fuera de las normas es sucio, yo y todos todos los adeptos al mismo merecemos castigo”. Acabamos de inventar el sadomasoquismo.
Dándole vueltas y vueltas, una explicación que durante mucho tiempo consideré como la más razonable fue la necesidad de establecer reglas que acotasen la procreación dentro de los grupos humanos. Las sociedades humanas se basan en la familia (esto es antropología, un mero dato sociobiológico y no una hipótesis), y ésta requiere de una fidelidad —al menos temporal— entre sus miembros, para que los ímprobos esfuerzos que los integrantes del grupo hacen por su pequeño clan reviertan con seguridad en beneficio de seres consanguíneos. A nadie le gusta criar a los pollos del pájaro cuco. El patrimonio de la familia es de la familia, y todos los miembros de ésta han de serlo con seguridad y a todos los efectos.
La explicación anterior, de carácter biológico/evolutivo, justificaría el desarrollo de actitudes contrarias a la promiscuidad, que en un momento dado habrían podido ser apoyadas en mitos, evolucionando después a dogmas religiosos. También podría haberse visto justificada así la castidad hasta el momento en el que el vínculo fuese socialmente consagrado, pues como los noviazgos pueden dar o no en pareja estable, las relaciones entre novios cabría equipararlas a cierta clase de promiscuidad
Pero eso sólo explicaría una parte del problema. Vale: en lo relativo a la procreación, todo queda prohibido fuera del vínculo social y divinamente consagrado ¿Y el resto? Porque hace falta ser rematadamente imbécil para entender que la sexualidad humana se restringe al coito heterosexual y sus eventuales prolegómenos… ¿Qué riesgos para la fiabilidad consanguínea familiar podría suponer, por ejemplo, la masturbación?
No, claro que no. El auténtico quid de la cuestión es otro mucho más simple: EL PLACER.
A lo que las religiones temen es al placer carnal, a cualquier clase de gozo que no sea espiritual y que provenga, o bien del altruismo, o bien de estados de gracia en los que nuestro yo profundo entra en contacto con otras dimensiones de la existencia: Dios, el Absoluto, el Universo… o incluso el vacío primordial que constituye el No-Ser de los budistas.
Que, ¿estabais pensando todos que contra quien cargaba en esta entrada, usando circunloquios distractivos, era contra el cristianismo en general, y contra el catolicismo en particular? Pues nada de eso: no estoy cargando contra nadie, sino intentando entender. Y además, resulta que las cosas en Oriente no son muy diferentes que en Occidente. En algunos casos, incluso peores: la perspectiva budista es una de las que con menos tapujos sataniza la sexualidad. Desde su punto de vista, las fuentes del dolor humano son el apego y el deseo, y ambos componentes son la materia prima de la sexualidad. Para alcanzar el nirvana, la realización absoluta, uno ha de liberarse de toda clase de deseo, de todo apego. Ergo el interés por el sexo, sea del tipo que sea, solo puede ser un obstáculo en ese camino.
Atención: el budismo no quiere hacer de ti un ser desgraciado al intentar que renuncies a tu sexualidad: para ellos, eso es tan solo una renuncia más de las que debes de afrontar para dejar atrás definitivamente el circulo vicioso del desear-tener-perder, el ciclo de las reencarnaciones, siempre confundido por la ilusión, por los engaños de maya…
No seguiré aquí con ese tema, pero para mí que esta perspectiva es directamente inhumana: si al ser humano le privas de todo anhelo, de todo deseo (recuerdo que en una razonable lista de “deseos”, lo más probable es que, además de tu vecina, se encuentren cosas como el bienestar de los tuyos o la paz mundial), simplemente habrás acabado con él. Sin deseos no hay voluntad de acción, y sin acción no hay vida, ni ser humano, ni nada ¿Eso es el Nirvana, deshumanizarnos absolutamente hasta convertirnos en piedras? Pues que con su pan se lo coman.
Ojo, no seamos burros, que el budismo es una filosofía (más que una religión) minoritaria en Oriente, en comparación con el hinduismo o el taoísmo. Éstas defienden perspectivas distintas que no persiguen la extinción de los deseos. Pero las ideas de Buda, que tanto admiro en otros aspectos, me venían que ni pintadas a propósito de la mala prensa que tiene en muchas ocasiones el placer.
Si miro ahora un poco más hacia Occidente, la satanización del placer de los grandes monoteísmos puede explicarse desde dos ángulos. Uno de ellos es terriblemente perverso, y aunque seguro que es lo que más de uno estaréis pensando, me inclino a creer que no es el más acertado.
El argumento perverso sería el siguiente: las religiones odian el placer porque éste hace a la gente libre y feliz, y el que es libre y feliz deja de ser dócil y manejable ¿Para qué voy a cumplir mil normas que me hacen mi vida más desgraciada aún de lo que ya es ella sola de por sí? ¿Para comprarme una parcela en el Cielo? ¿Y si luego se equivocan, y las cosas no son como me cuentan? ¿No es más razonable ser feliz aquí y ahora, si está en mi mano, que arriesgarme  a ser ahora desgraciado, y que luego no me espere nada como premio?
La hipótesis, en definitiva, sería la siguiente: las religiones atacan a muerte todo lo que tenga que ver con el placer sexual para garantizarse que arrastras una frustración que te hará ávido comprador de su producto, aceptando vivir bajo sus estrictas normas a cambio de un premio en el más allá. Rizando el rizo, el Islam, que es mucho menos beligerante que el cristianismo contra el placer sexual (aunque también lo acota severamente, prohibiendo la homosexualidad, etc.), promete abiertamente placeres carnales en el paraíso, si en vida cumples con sus preceptos.
La simplificación anterior me parece poco consistente. Algo tan contra-natura como el hipercontrol de la sexualidad nunca habría podido asentarse a nivel planetario durante milenios, solo para beneficio de ciertas castas. Se habría venido abajo muchísimo antes, de no ser porque además resultaba de alguna manera eficaz, “útil para el grupo”, por mucho que pudiera ser duro para el individuo. Desde ese ángulo, se atisba una explicación menos infantil y que acaso se aproxime más a la realidad. Y para ello, hace falta tener en consideración en qué momento histórico evolutivo surgieron las grandes religiones a las que aquí me estoy refiriendo.
La práctica totalidad de las religiones actuales se establecieron hace siglos —quince, veinte, cuarenta— mucho antes de los cambios de perspectiva propiciados por la Ilustración y la Revolución Industrial. En unas sociedades sin apenas variaciones relevantes durante milenios, las religiones articularon unas normas sociales de convivencia orientadas hacia el bien común, que centraron el foco en acotar los egoísmos y gozos individuales que podrían ser perjudiciales para la comunidad. Así, todas ellas proscriben la pereza, porque el grupo se ve perjudicado por la poca aportación de los perezosos; la gula, porque el glotón podría acabar con las reservas de la comunidad. Y podríamos seguir con el resto de los denominados “pecados capitales”, o sus equivalentes en otras religiones: en todos los casos se corresponden con pautas o actitudes egoístas y potencialmente peligrosas para la comunidad. Por el contrario, son ensalzadas como virtudes aquellas actitudes que de una u otra forma se corresponden a facetas del altruismo. Al final, todo se resume en eso:
LAS RELIGIONES CONFORMAN CONJUNTOS DE NORMAS DE CONVIVENCIA DESTINADAS A MAXIMIZAR EL ALTRUISMO Y MINIMIZAR EL EGOÍSMO, POR EL BIEN GLOBAL DEL GRUPO.
Y como la formula es eficaz, funciona y se asienta. Puede ser, y es.
Que conste que no estoy buscando ninguna clase de exculpación, sino intentando entender algo que en principio parece irracional y surrealista. Y la explicación sería, simplemente, que la cruzada anti-sexo de las religiones es tan solo una consecuencia colateral de su cruzada anti-egoismo, que seguramente fue muy útil para la evolución de las sociedades humanas durante milenios.
Lástima que se hayan pasado de frenada treinta y siete pueblos, y que en pleno siglo XXI continúen manteniendo perspectivas absolutamente anacrónicas, provocando un sufrimiento gratuito e improductivo a miles de millones de seres humanos
No, señores míos Los tiempos hace ya trescientos años que son otros. Los grupos no son tan débiles, y exigirle a los individuos que vivan por y para el altruismo, considerando equivocada la búsqueda inocua del propio placer, es tan absolutamente inhumano como el delirio budista de pretender adjurar de todo deseo. Salvo que unos y otros lo que en realidad quieran sea la extinción de nuestra especie y su sustitución por alguna clase de seres mágicos: ángeles en Occidente, y piedras en Oriente.
Yo, por mi parte, prefiero asumir mi condición humana, y hacer uso de ella hasta sus últimas consecuencias.
Así, y por lo que respecta al sexo, me dejo llevar e intento disfrutarlo tanto como puedo, con escrupuloso respeto a una única regla: nunca hacer daño (y eso incluye el cumplimiento de mis promesas), ni hacérmelo o permitir que me lo hagan.
¡Caramba…! Pero si esa es, precisamente, la misma única regla que intento aplicar al resto de facetas de mi vida…








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