martes, 1 de mayo de 2018

Apología de lo cutre

Supongo que todo se debe a una mezcla de afición a los mitos y mala memoria. O lo mismo es que soy yo el que tiene demasiada memoria y no consigo descontextualizar, que es lo que parece hacer la mayoría, metiendo todo en un limbo arqueológico en el que cualquier cosa se vuelve admirable por el hecho de ser antigua. Desde esa perspectiva, el acueducto de Segovia y el carro de Manolo Escobar, o López de Vega y Paco Martínez Soria, son intrínsecamente equivalentes: nuestros símbolos, nuestras referencias. Manuel de Falla y Massiel en la Eurovisión, Serrat cantando a Machado y Raphael siendo aquél, qué más da.
Pues a mí, vaya usted a saber porqué, sí me da.
Apenas tengo 58 años, edad relativamente modesta a estas alturas de siglo XXI; pero a menudo me veo haciendo de anciano de la tribu, perplejo al ver que todo el mundo parece haber olvidado lo que en su momento se dio por obvio. Porque una cosa es el análisis antropológico, la justificación histórica, la indulgencia, la empatía retroactiva o incluso la simple nostalgia, y otra bien diferente venir a ensalzar cosas que fueron, son y serán la cumbre de la caspa y el cutrerío.
Entendámonos: Raphael, El Fary y los realities de Telecinco siempre han tenido y tendrán su legión de fieles. Pero lo inconcebible es que tanta gente razonablemente culta, leída y viajada, parezca asumir ahora con naturalidad que lo que siempre se consideró la cumbre de lo chabacano, populachero y sin clase, merece tomar asiento junto a las auténticas y unánimes cumbre de lo meritorio y valioso.
Me da no sé qué liarme a dar más nombres de los que ya llevo dados, porque no es mi intención ofender a nadie, en serio. Una hamburguesa del McDonald’s es un plato absolutamente digno que no tiene de qué avergonzarse, y en más de una ocasión me ha sacado felizmente de algún apuro. Pero de ahí a considerar a las hamburguesas de franquicia alta cocina, y que reconocidos gourmets se dediquen a ensalzarlas, pues hay un mundo ¿no? Exactamente a eso me refiero.
¿Qué es lo que ha podido pasar? ¿Es, como decía al principio, necesidad de mitos y falta de memoria? ¿No será que entre los influencer con más tirón se han colado una buena panda de gente sin clase, y que para evitar líos la gente que sí tiene clase finge compartir sus gustos? ¡Ay de aquel infeliz al que se le ocurra cuestionar la grandeza de Raphael o de Manolo Escobar (ya he dicho que no daré más nombres)!
Por cierto, aprovecho para decir que me espeluzna y me desconcierta a partes iguales el propio concepto de “influencer”, cuya existencia solo puedo atribuir a la profunda inseguridad y falta de personalidad de la gente: como yo no sé qué es lo que se lleva, qué es lo que se considera adecuado y qué no, y para mi es crucial la aceptación de los demás, pues miro a ver qué se pone —o come, o bebe, o lo que sea— alguien de solvencia reconocida, y me limito a imitarle.
No sé si se puede ser más imbécil, en el sentido literal de la palabra (imbécil, como supongo que la mayoría ya sabéis, viene del latin lmbaculum: sin bastón, sin apoyo, sin punto de referencia). Porque una cosa es tener tus propias referencias —todos las tenemos; aunque a medida que maduramos se van diluyendo— e intentar aproximarte a estilos que lucen gentes a las que admiras (de ahí los peinados a lo Marilyn Monroe o a lo Cristiano Ronaldo, las chupas de cuero a lo James Dean, etc.), y otra intentar aproximarte a estéticas que publicitan personas que no son absolutamente nadie… salvo publicitadores de estéticas.
En fin, dejemos el asunto por el momento y continuemos repartiendo cera por donde tocaba hoy, que era a propósito de lo del ensalzamiento de lo cutre. Y qué mejor ejemplo al respecto que el glorioso Festival de la Canción de Eurovisión. La cosa viene de lejos, de modo que se hace imprescindible un poco de arqueología emocional. Vamos a ello.
Allá por el 68, España era una teocracia fascista. No se vivía mal, en serio. Muchísimo mejor de lo que se había vivido nunca hasta entonces en este país (obviando a las clases de arriba, que siempre han jugado en otra liga); aunque para ello había que asumir la situación y no tener ideas descabelladas, como pretender que hombres y mujeres tuvieran los mismos derechos, querer elegir a tus representantes políticos o cualquier otra locura similar.
Lo anterior no hacía a España muy popular. La comunidad internacional nos consideraba un país atrasado al que venir a tomar el sol. Apenas se nos dejaba participar en las olimpiadas, y poco más. Y de repente, en un concurso de canciones ligeras de las televisiones públicas europeas, mandamos a una chica en minifalda diciendo La-La-La (como nuestro himno… pero en femenino), ¡Y GANAMOS…! ¡Yupiiii… España ganó...! España había ganado… a algo, a lo que fuera (¿qué más daba?).
El orgullo patrio se desbordó por las calles con una fuerza similar a la de los brasileños cuando ganan un mundial de fútbol. Volvíamos a estar en el mundo, contábamos. Al año siguiente seríamos los anfitriones… Lo fuimos… ¡Y VOLVIMOS A GANAR…! Con otra chica en minifalda que vivía cantando —hey!— ( ex-aequo con Francia, Holanda y Gran Bretaña; pero ganamos). El Festival de Eurovisión pasó a ser el foro de reconocimiento internacional que el franquismo necesitaba, una cuestión de Estado, y como tal se publicitó y se publicitó hasta calar en la gente, que consideraba ese concursillo irrelevante como la más alta competición en la que medían su prestigio las naciones europeas.
Pero llegaron los 70, España se fue modernizando, Franco se murió por fin, y la gente empezó a ver Eurovisión como lo que realmente siempre había sido: un concurso de música pop que siempre ganaban los mayores productores de ese estilo musical (ingleses, irlandeses, franceses, suecos, holandeses…). Luego la cosa se puso aún peor, pues resultaba difícil disociar a ese concurso del uso que el franquismo había hecho del mismo, por lo que cada vez fue siendo más arrinconado. A mediados de los 90, Eurovisión tenía en España el mismo tirón que los campeonatos canadienses de curling (sí, hombre: eso de deslizar una plancha redonda por el hielo mientras otros barren frenéticamente delante de ella).
El Festival de la Canción de Eurovisión siguió su camino, y se fueron incorporando más y más países a medida que Europa se homogeneizaba políticamente y se balcanizaba al tiempo (qué curiosa contradicción ¿verdad?); pero en España continuó siendo un evento del pasado, intrínsecamente cutre y demodé, hasta que a ciertos gurús iluminados se les ocurrió convertir a ese concurso en el premio final de otro: el que ganase Operación Triunfo representaría a España en Eurovisión. Los que por aquél entonces teníamos cuarenta años, nos miramos los unos a los otros y estallamos en carcajadas: ¿Eso es un premio? ¿Quién va a querer ir a ese desastre, a hacer como siempre el ridículo? ¿Cómo se atreve nadie a decir que “va a representar a España”, como se decía en tiempos de Franco? ¡Pero si eso es una especie de convención del pop británico, organizado por las televisiones públicas europeas, y poco más…!
Pues nos equivocábamos de medio a medio: lo de OT se convirtió en la Madre de todos los realities, de él salieron un montón de artista de verdadero talento y la ganadora casi gana también Eurovisión, reconvertida de nuevo, por arte de los Mass Media, en las modernas Olimpiadas del Arte. Claro, estamos hablando de comienzos de siglo, de los años de la España optimista y en subida libre, galopando una burbuja que aún tardaría más de un lustro en explotar. El franquismo o Massiel eran referencias históricas comparables a Napoleón o los Reyes Católicos, nada que atañera ya a nadie. Eurovisión acababa de ser inventada y era claramente hermana de la final de la Super Bowl o la entrega de Los Oscar, sin parentesco alguno con los Festivales de San Remo y de la OTI.
Pero el entusiasmo duró poco, y la cosa fue tumbándose cada vez más del lado de la mediocridad, la horterada y el populacheo ¿Queréis que os recuerde a los cantantes y las canciones que sucedieron a nuestra Rosa de España del 2002 y su Europ´s living a celebration? Sujetaros que la pedrada es fuerte:
2003
Dime
Beth
2004
Para llenarme de ti
Ramón del Castillo
2005
Brujería
Son de sol
2006
Un BloodyMary
Las Ketchup
2007
I love you mi vida
D'Nash
2008
Baila el Chiki-chiki
Chikilicuatre
2009
La noche es para mi
Soraya
2010
Algo pequeñito
Daniel Diges
2011
Que me quiten lo bailao
Lucía Pérez
2012
Quédate conmigo
Pastora Soler
2013
Contigo hasta el final
El Sueño de Morfeo
2014
Dancing in the rain
Ruth Lorenzo
2015
Amanecer
Edurne
2016
Say yay
Barei
¿Alguien recuerda alguna de esas canciones? Bueno, lo del Chikilicuatre seguro que sí, porque ese tipo de sucesos traumáticos son muy difíciles de borrar. Y lo de los artistas… salvo dos o tres —¿honrosas?— excepciones ¿alguien se acuerda de ellos?
El imperio Mass Media, en esta Era de los influencers, acaba de obrar de nuevo el milagro y el Festival de Eurovisión, las Olimpiadas del Arte, a vuelto de ser reinventado. Y esta vez vamos a ganar… porque llevamos a una pareja de enamorados (lo siento muchísimo, pero su historia me parece una versión Disney de la de Los Juegos del Hambre) ¿Quién puede estar en contra del amor? Además, cantan una canción preciosa… que ciertamente lo es, aunque el hecho de haberla oído treinta y siete millones de veces en los últimos tres meses ha determinado que le coja una manía comparable a la que le tengo a la de Paquito el Chocolatero.
Si ya lo he dicho: que vivan Raphael (por cierto: su “Yo soy aquél” fue la representante de RTVE en la Eurovisión del 66), Sálvame de Luxe y de todos los Cítricos, los Gypsy Kings, el Torito Bravo y la madre que los parió a todos ellos. Pero no perdamos el norte y no confundamos popularidad o curiosidad antropológica con verdadero valor. Digan lo que digan todos los influencers de todos los ámbitos del planeta.

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