miércoles, 30 de noviembre de 2016

Después de leídos ¿para qué valen los libros?

Viniendo de un escritor, supongo que la mayoría pensaréis que la pregunta es sarcástica o meramente retorica; pero no es así. Os invito a reflexionar sin prejuicios sobre el tema: ¿cuál es la razón de ser de los libros, una vez leídos?
En mi casa la cultura siempre fue un bien valioso en sí mismo. Creo que el promotor de tal idea, al menos a mi escala, fue mi padre, quien ciertamente fue un hombre culto; aunque tampoco tanto como en su momento creí. Y lo de “tanto” lo digo contrastando el nivel cultural que le recuerdo con el de otras personas que conozco o que he llegado a conocer. Pero en su momento, y teniendo en cuenta su entorno, él destacaba notablemente; cosa que no dudaba en aprovechar para erigirse en referencia dentro de su pequeño microcosmos. Porque en la España aislada y culturalmente subdesarrollada de mitad del siglo pasado, tener estudios superiores, hablar más de un idioma y haber viajado era algo que le sucedía a muy pocos, y si lo sabías explotar —era un maestro del protagonismo— podías brillar a pesar de tus posibles carencias en otras áreas tradicionalmente aclamadas, como el patrimonio o el abolengo.
El caso es que en mi casa siempre hubo multitud de libros, y entre ellos alguna voluminosa enciclopedia, como la famosa Espasa-Calpe. Era imposible que en cualquier reunión familiar, cumpleaños, navidades, lo que fuera, no surgiera entre nosotros alguna controversia, casi siempre irrelevante, tipo “¿Quién nació antes, Cervantes o Shakespeare?; o ¿Qué país tiene más superficie, Australia o Canadá?”, y raudo saltábamos a por la Espasa, cada cual seguro de encontrar ahí la validación incuestionable de sus argumentos. Hasta tal punto interioricé la imprescindibilidad de una buena enciclopedia que cuando me independicé de mis padres, al casarme por primera vez en 1986, en mi lista de bodas figuró una edición de la Espasa, algo más moderna y reducida que la de mi padre. Treinta años después ahí sigue conmigo ¿Cuántos años hará que no la abro, que la Enciclopedia Universal Definitiva que es Internet la sustituyó para siempre?
Me acerco al salón y le hago una foto ahora mismo, que testifique el papel que hoy en día ocupa en mi vida la que fue pilar central de mi cultura, Ahí va:


Acumulando polvo en las estanterías conservo otro buen montón de libros no literarios, tanto de mis tiempos de estudiante (libros de bioquímica, genética, zoología, geología…), como textos profesionales (guías de todo tipo, de plantas, animales, atlas climáticos, estudios técnicos de cuarenta asuntos), o relativos a aficiones (de montaña, de fotografía, de viajes…), que también cabría considerar libros de consulta y que en su mayoría hace ya muchos años que no consulto, dado que, sea cual sea la duda a dilucidar, siempre es más rápido versátil y contrastable hacerlo a través de Internet que hojeando objetos de celulosa con tinta impresa.
Lo anterior para los libros de consulta. Veamos ahora los de lectura, los que están concebidos para entrar por una punta y salir por la otra, ya te lleve el recorrido unas horas o varias semanas.
No conservo ni la tercera parte de lo que me he leído; pero no dejan de ser un buen montón, acaso dos o tres centenares. Algunos de ellos los recorrí varias veces, ya fuera porque fueron especialmente significativos y quise mamar de su sabiduría en diferentes momentos de mi vida, o porque su naturaleza se prestaba a ello. Podríamos meter ahí libros de poesía (Residencia en la Tierra, de Neruda; El Rayo que no cesa, de Miguel Hernández; Altazor, de Vicente Huidobro…); de calado filosófico (Siddhartha, de Herman Hesse; Juan Salvador Gaviota, de Richard Bach; Ficciones, de Borges… Sí, he dicho Ficciones, de Jorge Luis Borges, y si alguien cree que es un libro de cuentos y no un tratado de filosofía, que se lo lea de nuevo, que no se ha enterado de nada); y también narrativa excepcional (La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa; La familia de Pascual Duarte, de Cela; Cien años de soledad, de García Márquez…). Va otra foto.
Muchos de los que ya no tengo sé que los regalé, o que los presté y luego olvidé a quién, costumbre singular mía completamente idiota pero de la que me enorgullezco: cuando leo algo que me apasiona lo recomiendo encarecidamente, hasta que alguien al final me pide el libro en cuestión, se lo dejo, y hasta siempre. Tan solo repararé en su pérdida cuando, acaso años después, me surja una duda que quiera consultar o se lo indiquen como lectura a mi hijo en el colegio. Ese día, fatigaré desconcertado las estanterías buscándolo… para acudir finalmente a consultarlo/descargarlo en mi ordenador, o pasar por alguna biblioteca a pedirlo prestado.
Algunas pérdidas recientes se deben a mi perro Nube, gran aficionado a la literatura al que no conviene dejar sólo en un cuarto con libros, porque el muy cabrón se los devora (por desgracia, no es una metáfora: en tres ataques distintos ya ha dado cuenta de algo más de una docena).
¿Para qué demonios conservo pues toda esa quincallería emocional decorando mis espacios? Sé que no sería capaz de tirarlos, sin más. Podría donarlos, y acaso debería hacerlo, porque para el que no lo ha leído cualquier libro es nuevo, es una puerta entreabierta invitando a pasar, un sitio no visitado que te está llamando; como lo fueron en su día esos mismo libros para mi.
Pero si donara mis libros, y me estoy refiriendo a todos de golpe, no a soltarlos de uno en uno a alguien en concreto y como regalo especial del alma, sé que no reconocería mi casa, mi espacio, mi universo. La casa de un Ferradas es inconcebible sin una Espasa, con sus páginas pegadas por falta de visitas, actuando como faro espiritual, proclamando desde la atalaya de su estante que el conocimiento existe, que las cosas son de determinada manera porque generación tras generación la humanidad se dedicó a comprobarlo, refutarlo, redefinirlo y dejarlo por escrito, negro sobre blanco… en su día: hoy, negro sobre blanco amarillento.
Y también vigilan mi corazón desde la estantería los versos que tanto me conmovieron y que me volvieron poeta, y los barcos pirata en los que me embarqué, las batallas que perdí, los reinos que gané, los dioses que conseguí entender y aquellos de los que abominé. Tienen forma de papel callado, viejo, sabio. Saben que es improbable que vuelva a visitarlos. No es necesario, siguen cumpliendo su misión silenciosa al fondo de mi memoria, y la mera visión fugaz y ocasional de sus lomos es suficiente para hacer detonar dentro de mí toda su potencia. Más bonito todavía: de cuando en cuando incorporan algún nuevo hermano destinado a la misma tarea, al margen de que sea un recién llegado. Y menos mal: mientras haya nuevas incorporaciones, aunque sean pocas y espaciadas, es que aún estás de ida. Es que aún no has llegado.
Concluyo así mi reflexión, que me ha ido llevando de la mano sin guión previo, y cuyo inesperado resultado a mi mismo me sorprende:
No te deshagas de los libros ya leídos. Cuando entiendas que es lo correcto, dónalos de uno en uno y con el corazón a quien creas que crecerá con ellos como tú lo hiciste. El resto déjalos reposar en sus estantes: solo con mirarlos podrás recordar siempre quién eres. Dejando al margen que acaso alguien, incluido tu perro, pueda encontrarles una utilidad en la que nunca pensaste.

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